Disputando la tierra // Maura Brighenti

El indigenismo de Mariátegui: entre crítica de la colonialidad y búsqueda de lo común


Nada es tan estéril como el proceso a la historia,
así cuando se inspira en un intransigente racionalismo,
como cuando reposa en un tradicionalismo estático.
‘Indietro non si torna’[1].


Mi trabajo se desenvuelve según el querer de Nietzsche, que no amaba al autor contraído a la producción intencional, deliberada de un libro, sino a aquél cuyos pensamientos formaban un libro espontánea e inadvertidamente. Muchos proyectos de libro visitan mi vigilia; pero sé por anticipado que sólo realizaré los que un imperioso mandato vital me ordene. Mi pensamiento y vida constituyen una sola cosa, un único proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido es el de –también conforme a un principio de Nietzsche- meter toda mi sangre en mis ideas[2].

Mariátegui introduce su obra más conocida, los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), con una advertencia que los sitúa en un campo radicalmente diferente del rigor racionalista y cientificista de la ortodoxia marxista-leninista de su época. Un ensayo, como una batalla, no tiene éxito cierto, se define en su devenir. Sin embargo, si no existe ninguna verdad a priori que guía la interpretación de la realidad, en algo Mariátegui se aferra con grande rigor: un método. Es, en efecto, en torno a un método que Mariátegui construye su Defensa del marxismo –título de una compilación de ensayos escritos al mismo tiempo en el que se consuma su ruptura con la Tercera Internacional: “Marx no tenía por qué crear más que un método de interpretación histórica de la sociedad actual”, escribe Mariátegui. Si se quiere defender el marxismo de las tesis revisionistas de Herni de Man y sus aliados es necesario, primero, liberar su potencia creadora contra quienes lo condena sumariamente y arbitrariamente “como un simple producto del racionalismo del siglo XIX”[3].
En la América Latina de comienzos del siglo XX, la palabra “interpretación” adquiere un sentido profundo. Ya desde el título de su obra más celebre, Mariátegui está afirmando que la aplicación a América Latina del método marxiano de la interpretación histórica es un gesto plenamente legítimo. “La concepción materialista de Marx nace, dialécticamente, como antítesis de la concepción idealista de Hegel”[4]: el marxismo antihegeliano de Mariátegui asume una tonalidad radicalmente anticolonial. América Latina no es un continente sin historia a la espera de cumplir los ciclos progresivos que marcaron el desarrollo histórico de Europa. No está condenada a repetir sus etapas según ese mimetismo ciego tan típico del academismo peruano, lleno de metafísica y retórica. Descubrir el Perú profundo –mandato vital que Mariátegui asume después de su retorno del viaje a Europa- es descubrir su presencia particular al interior de un mundo al que el capital, durante su expansión hegemónica, imprimió su forma.
Se trata de una premisa metodológica y política crucial para entender tanto el núcleo central de la polémica con los dirigentes latinoamericanos de la Tercera Internacional, como la complejidad y la belleza de un libro como los Siete ensayos. Introducidos por aquel gesto nietzschiano, los Siete ensayos pueden ser plenamente asumidos como una crítica de la economía política peruviana, bajo la condición, es cierto, de no reducir la economía política a un mero economicismo[5].

El pecado original de la Conquista

No es posible comprender la realidad peruana sin buscar y sin mirar el hecho económico. La nueva generación no lo sabe, tal vez, de un modo muy exacto. Pero lo siente de un modo muy enérgico. Se da cuenta de que el problema fundamental del Perú, que es el del indio y de la tierra, es ante todo un problema de la economía peruana. La actual economía, la actual sociedad peruana tienen el pecado original de la conquista. El pecado de haber nacido y haberse formado sin el indio y contra el indio[6].

Mariátegui comienza su crítica de la economía política peruana con la misma figura teológica que Marx usa en El capital para desvelar el arcano de la acumulación original. Sin embargo, mientras en la Inglaterra del siglo XVI descrita por Marx la expulsión de los campesinos de las tierras comunales “constituye el fundamento” del proceso de “trasformación de la explotación feudal en explotación capitalista”[7], en Perú la apropiación colonial de la tierra inaugura un régimen económico que, fundándose principalmente en el latifundio y la explotación de los recursos naturales, continuará imprimiendo su forma a la sociedad mucho más allá de la Independencia y el nacimiento de la República. En su crítica de la economía, la política, la educación, la religión y la literatura –eso es, cada uno de los ámbitos que, según los “profetas del progreso”, habrían debido generar su propia síntesis en la creación armónica de la nación peruana- Mariátegui rastrea los signos de aquel pecado original mimetizados detrás de dispositivos e instituciones formalmente republicanos y liberales.
Una vez llegados a América, “los conquistadores no se ocuparon casi sino de distribuirse y disputarse el pingüe botín de guerra”, “se repartieron las tierras y los hombres, sin preguntarse siquiera por su porvenir como fuerzas y medios de producción”. El “Pioneer español” –que, para Mariátegui a diferencia del conquistador anglosajón no devendrá nunca en un “colono”- en lugar de usar al indio para aumentar la producción, prefirió “perseguir su exterminio”[8]: “tenía una idea, un poco fantástica, del valor económico de los tesoros de la naturaleza, pero no tenía casi idea alguna del valor económico del hombre”[9]. Siguiendo una vez más el gesto nietzschiano, ya desde las primeras páginas de los Siete ensayos Mariátegui se abstiene de una crítica estrictamente moral del colonialismo, para enfatizar, más bien, la incapacidad de cálculo económico tanto de los conquistadores como de sus herederos criollos. Se trata de un aspecto fundamental que volverá en la polémica con una parte significativa del asociacionismo indigenista de su tiempo[10].
La incapacidad de cálculo económico de los conquistadores tuvo como consecuencia la importación de esclavos y la generalización del “sistema más antisocial y primitivo de colonización”: si el negro trabaja en cadenas la tierra de la cual el indio había sido desposeído, a este último se le obligó al trabajo a través del régimen de las mitas y si “el trabajo del agro, dentro de un régimen naturalmente feudal, hubiera hecho del indio un siervo vinculándolo a la tierra”, “el trabajo de las minas y las ciudades debía hacer de él un esclavo”[11]. Luego de consolidarse durante la época de la acumulación y el despojo coloniales, la presencia de la esclavitud y la servidumbre continuará a caracterizar las relaciones de producción muchos más allá de la Independencia, reactualizando el pecado original de la Conquista una vez que el país comienza a asumir las tenues semblanzas de una economía capitalista. Y a partir de este momento, aún más que en la época colonial, desvelar al Perú profundo significa posicionarlo al interior de un escenario internacional ya hecho mundo, como una periferia de la cual extraer y “enviar al Occidente capitalista los productos de su suelo y su subsuelo” para recibir, en cambio, “tejidos, máquinas y mil productos industriales”[12]. ¿Es quizás en las gestas de gloriosos ejércitos patrióticos o en una heroica generación de libertadores –se pregunta Mariátegui- que hay que buscar la razón última de la Independencia? En la misma época en que toda una élite de políticos e intelectuales se desempeña para narrar el entramado lineal y progresivo de una cultura nacional que celebra su primer centenario, la crítica de Mariátegui desplaza su mito de origen:
Enfocada sobre el plano de la historia mundial, la independencia sudamericana se presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la civilización occidental o, mejor dicho, capitalista. El ritmo del fenómeno capitalista tuvo en la elaboración de la independencia una función menos aparente y ostensible, pero sin duda mucho más decisiva y profunda que el eco de la filosofía y literatura de los enciclopedistas[13].

Lo mismo pasó con la primera grande restructuración económica de la época republicana, cuando, a mitades del siglo XIX, el descubrimiento de los yacimientos de guano y salitre, de repente expuestos a la codicia de los capitales británicos, introduce en la ex colonia un nuevo ciclo de extracción de recursos naturales, en un momento de fuerte expansión de la industria europea. Si “España nos quería y nos guardaba como productores de metales preciosos” –afirma Mariátegui- “Inglaterra nos prefirió como país productor de guano y salitre”:
Lo que cambiaba no era el móvil: era la época. El oro del Perú perdía su poder de atracción en una época en que, en América, la vara del pioneer descubría el oro de California. En cambio el guano y el salitre –que para anteriores civilizaciones hubieran carecido de valor pero que para una civilización industrial adquirían un precio extraordinario- constituían una reserva casi exclusivamente nuestra. El industrialismo europeo u occidental –fenómeno en pleno desarrollo- necesitaba abastecerse de estas materias en el lejano litoral del sur del Pacífico[14].

En ese momento irrumpe en Perú el “capitalismo comercial y financiero”. Flujos de capitales, en su mayoría británicos, comienzan a circular en Lima y en las zonas costeras y, pronto, una nueva elite de comerciantes e industriales reivindicará su participación en las instituciones políticas. A partir de la interacción entre ese nuevo sujeto “burgués” y la vieja élite latifundista, que controlaba el interior del país, comienza a tomar forma una oligarquía de gobierno que tendrá su apogeo entre 1895 y 1919, durante la llamada República Aristocrática, verdadero blanco de la pluma de Mariátegui ya desde su edad de la piedra[15]. Pero eso ocurrirá sólo después que la catástrofe de la guerra del Pacifico (1879-1883) se encargó de mostrar “trágicamente el peligro de una prosperidad económica apoyada o cimentada casi exclusivamente sobre la posesión de una riqueza natural”, que terminará por atar el destino del país al imperialismo inglés y luego norteamericano. El “largo colapso de las fuerzas productoras”, que siguió a la pérdida de  los territorios ricos de salitre, “no trajo como una compensación, siquiera en este orden de cosas, una liquidación del pasado”[16]: el pecado original de la conquista se reactualiza una vez más.
Es precisamente en ese punto que se sitúa el núcleo esencial de la dura polémica de Mariátegui con Haya de la Torre. Si el fundador del APRA emprende una especie de juego teórico con Lenin para afirmar que en América Latina, contrariamente que en Europa, el imperialismo representa “la etapa inicial de su incipiente edad capitalista” y una política de nacionalizaciones e industrialización hubiera conducido la transición hacia una economía capitalista de Estado[17], según Mariátegui la burguesía, en tanto “mediocre metamorfosis de la antigua clase dominante”[18], es totalmente incapaz de conducir una revolución industrial y se constituye, más bien, como sector comercial bajo la dependencia de la burguesía europea:
El capitalismo se desarrolla en un pueblo semi-feudal como el nuestro, en instantes en que, llegado a la etapa de los monopolios y del imperialismo, toda la ideología liberal, correspondiente a la etapa de la libre concurrencia, ha cesado de ser válida. El imperialismo no consiente a ninguno de estos pueblos semi-coloniales que explota como mercado de su capital y sus mercaderías y como depósito de sus materias primas, un programa económico de nacionalización e industrialismo. Los obliga a la especialización, a la monocultura […]. El destino colonial de país reanuda su proceso. La emancipación de la economía del país es posible únicamente por la acción de las masas proletarias, solidarias con la lucha anti-imperialista mundial[19].

A la crítica del presunto papel revolucionario de las burguesías nacionales latinoamericanas Mariátegui dedica uno entre sus textos más celebres y discutidos, Punto de vista anti-imperialista (1928). La tesis es que “en los países de pauperismo español”, el “factor nacionalista” no constituya un elemento “decisivo ni fundamental en la lucha anti-imperialista”. Por un lado, porque “la revolución de la Independencia está relativamente demasiado próxima, sus mitos y símbolos demasiado vivos, en la conciencia de la burguesía y la pequeña burguesía” para que ellas estén dispuestas a “admitir la necesidad de luchar por la segunda independencia, como suponía ingenuamente la propaganda aprista”; por otro, porque “la empresa yanqui representa mejor sueldo, posibilidad de ascensión, emancipación de la empleomanía del Estado, donde no hay porvenir sino para los especuladores”:
En estos países de pauperismo español, repetimos, la situación de las clases medias no es la constatada en los países donde estas clases han pasado de un período de libre concurrencia, de crecimiento capitalista propicio a la iniciativa y al éxito individual, a la opresión de los grandes monopolios[20].

Además de la célebre crítica leninista del imperialismo –con la que Mariátegui afirma más de una vez su proximidad- resuena aquí Risorgimento senza eroi del Piero Gobetti. El encuentro con un fascismo en rápida expansión empuja al historiador italiano hacia la investigación de las razones de una tal “liquidación reaccionaria” de los principios liberales sobre los que, al menos en la letra, la monarquía constitucional se fundaba. Gobetti rencuentra así una Italia “provincial, güelfa y papalina” que debió su unificación nacional más a “coyunturas de política europea” que a la acción de sus multitudes; que a la “valiente lucha política” prefiere un “quieto ·espíritu de conciliación” y a la reivindicación de su autonomía, un difuso “parasitismo”[21].
Si a partir de la ruptura con Haya de la Torre Mariátegui se dedicará a reflexionar sobre el vínculo entre fascismo y caudillismo, de la atmosfera respirada en los círculos de la izquierda turinés retoma, más en general, una teoría de la formación de las culturas nacionales que se distanciará radicalmente tanto de la de los movimientos anti-imperialistas latinoamericanos como de la Tercera Internacional. La “nación inconclusa” peruana no sería otra cosa que el resultado de una “revolución sin revolución”. Si Mariátegui no pudo conocer los Cuadernos de la cárcel, publicados muchos años después de su muerte, ciertamente leyó la revista Ordine Nuovo[22], cuyo mediante se nutrió de los exordios de una reflexión que, luego, llevó a Antonio Gramsci a reelaborar la categoría de “revolución pasiva” para aplicarla a un desarrollo histórico –como el italiano- donde, en “la ausencia de una iniciativa popular unitaria”, las “clases dominantes” reaccionan al “subversivismo esporádico, elemental, inorgánico de las masas populares con restauraciones que han acogido una cierta parte de las exigencias populares de abajo” pero salvando “siempre su particular”[23]. En la traducción peruana de esas argumentaciones, Mariátegui reencuentra, una vez más, la reproducción poscolonial del pecado original de la Conquista, el hecho de haber sistemáticamente ignorado el “factor humano”:
Mientras el Virreinato era un régimen medieval y extranjero, la República es formalmente un régimen peruano y liberal. Tiene, por consiguiente, la República deberes que no tenía el Virreinato. A la República le tocaba elevar la condición del indio. Y contrariando este deber, la República ha pauperizado al indio, ha agravado su depresión y ha exasperado su miseria. La República ha significado para los indios la ascensión de una nueva clase dominante que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras[24].

Si la revolución de la independencia abre las puertas del país a los capitales británicos y a la formación de enclaves capitalistas, la estructura social profunda sigue fundándose en el latifundio y, por consiguiente, en relaciones de tipo feudal:
Para que la revolución demo-liberal [la referencia es a Rusia] haya tenido estos efectos, dos premisas han sido necesarias: la existencia de una burguesía consciente de los fines y los intereses de su acción y la existencia de un estado de ánimo revolucionario en la clase campesina y, sobre todo, su reivindicación del derecho a la tierra en términos incompatibles con el poder de la aristocracia terrateniente. En el Perú, menos todavía que en otros países de América, la revolución de la independencia no respondía a estas premisas[25].


La disputa por la tierra

La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de administración o policía, con métodos de enseñanza o con obra de vialidad, constituye un trabajo superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad de los gamonales[26].

En el Perú poscolonial no se cumplieron las premisas para la transformación del régimen de propiedad de la tierra. Si bien la legislación republicana del siglo XIX intentó promover el desarrollo de la pequeña propiedad, no solo no logró limitar al latifundio, sino que terminó entregando a los propios latifundistas las tierras de las comunidades indígenas que contribuyó a disgregar. Aun en este caso, la crítica de Mariátegui no se dirige tanto a la ideología liberal que inspiraba la nueva política agraria y que “si correctamente aplicada”, “debía haber dado fin al dominio feudal de la tierra convirtiendo a los indígenas en pequeños propietarios”. En cuestión es el hecho de que el individualismo, implícito en una revolución demo-liberal, no habría podido encontrar su origen en la “constitución del Estado” o “dentro de un código civil”. Como en Gramsci, se trata de que a la acción de las fuerzas productivas se sustituyó un reformismo estatal destinado, en la mejor de las hipótesis, a permanecer del todo nominal y, en la peor, a actuar precisamente contra aquellos sujetos a los que hubiera debido proteger: los campesinos-indígenas subalternos o, como los nombra Mariátegui, en “condición extrasocial”[27].
Si bien “comprendía un conjunto de medidas que significaban la emancipación el indígena como siervo” –por ejemplo, la abolición “formal” de las mitas y de las encomiendas-, por el hecho de dejar “intactos el poder y la fuerza de la propiedad feudal”, la legislación republicana terminó invalidando “sus propias medidas de protección de la pequeña propiedad y del trabajador de la tierra”: “la abolición de la servidumbre no pasaba, por esto, de ser una declaración teórica. Porque la revolución no había tocado el latifundio”[28]. De tal manera, “a despecho del liberalismo teórico de nuestra Constitución y de las necesidades prácticas del desarrollo de nuestra economía capitalista”, -escribe Mariátegui- “durante un siglo de República, la gran propiedad agraria se ha reforzado y engrandecido”[29].
Si el latifundio sigue caracterizando el paisaje del interior del país, las propias haciendas agrícolas de la costa, aun usando modos y técnicas de producción capitalista, reproducen, muy a menudos, relaciones de producción de origen feudal. Y eso porque la tierra sigue perteneciendo a los viejos señores feudales que, ahora “intermediarios del capital extranjero”, adoptan la “práctica” pero no el “espíritu” del capitalismo, continuando “a considerar el trabajo con el criterio de esclavistas y negreros”. Sin una comunicación con los alrededores y las ciudades cercanas, en las haciendas gobierna una suerte de autarquía donde “la autoridad de los funcionarios políticos o administrativos, se encuentra de hecho sometida a la autoridad del terrateniente en el territorio de su dominio”:
Éste considera prácticamente a su latifundio fuera de la potestad del Estado, sin preocuparse mínimamente de los derechos civiles de la población que vive dentro de los confines de su propiedad. Cobra arbitrios, otorga monopolios, establece sanciones contrarias siempre a la libertad de los braceros y de sus familias. Los transportes, los negocios y hasta las costumbres están sujetas al control del propietario dentro de la hacienda. Y con frecuencia las rancherías que alojan a la población obrera, no difieren grandemente de los galpones que albergaban a la población esclava[30].
                     
Volviendo a la cartografía del Perú profundo, Mariátegui propone una importante comparación entre los regímenes de explotación de la mano de obra en el latifundio peruano y el sistema del otrabotki difuso en la Rusia de los zares:
El sistema del otrabotki ruso presentaba todas las variedades del arrendamiento por trabajo, dinero o frutos existentes en el Perú. Para comprobarlo no hay sino que leer lo que acerca de ese sistema escribe Schkaff en su documentado libro sobre la cuestión agraria en Rusia […] En la agricultura de la sierra se encuentran particular y exactamente estos rasgos de propiedad y trabajo feudales. El régimen del salario libre no se ha desarrollado ahí. El hacendado no se preocupa de la productividad de las tierras. Sólo se preocupa de su rentabilidad. Los factores de la producción se reducen para él casi únicamente a dos: la tierra y el indio. La propiedad de la tierra le permite explotar ilimitadamente la fuerza de trabajo del indio. La usura practicada sobre esta fuerza de trabajo –que se traduce en la miseria del indio-, se suma a la renta de la tierra, calculada al tipo usual de arrendamiento. El hacendado se reserva las mejores tierras y reparte las menos productivas entre sus braceros indios, quienes se obligan a trabajar de preferencia y gratuitamente las primeras y a contentarse para su sustento con los frutos de las segundas. El arrendamiento del suelo es pagado por el indio en trabajo o frutos, muy rara vez en dinero, más comúnmente en formas combinadas o mixtas[31].

Como en la Rusia feudal, en el Perú colonial las comunidades y el latifundio coexisten. Si Schkaff muestra cómo, bajo el régimen feudal, el mir –comuna rural- se ha ido trasformando en un “medio de explotación” de los propios campesinos, Mariátegui observa cómo, durante la época colonial, la comunidad indígena peruana haya devenido en “una rueda de su (del Rey y de la iglesia) maquinaria administrativa y fiscal”. A menudo eran las propias autoridades indígenas designadas por las familias campesinas la que ejercían la función de mediación entre la comunidad y el latifundio, distribuyendo las parcelas de tierra por arrendar, cobrando los tributos y el porcentaje de productos para el propietario, encargándose, en definitiva, de “organizar y ordenar el funcionamiento productivo de la hacienda”:
La convivencia de “comunidad” y latifundio en el Perú está, pues, perfectamente explicada, no sólo por las características del régimen del Coloniaje, sino también por la experiencia de la Europa feudal. Pero la comunidad, bajo este régimen, no podía ser verdaderamente amparada sino apenas tolerada. El latifundista le imponía la ley de su fuerza despótica sin control posible del Estado. La comunidad sobrevivía, pero dentro de un régimen de servidumbre. Antes había sido la célula misma del Estado que le aseguraba el dinamismo necesario para el bienestar de sus miembros. El coloniaje la petrificaba dentro de la gran propiedad, base de un Estado nuevo, extraño a su destino[32].

La comparación entre el colonialismo en Perú y el feudalismo en Rusia es, en efecto, lo que le permite a Mariátegui quebrar esa imagen de un desarrollo lineal, para etapas sucesivas, aun dominante en su época y, en particular, entre los delegados latinoamericanos ultra-ortodoxos de la Tercera Internacional. Es cierto, Mariátegui no pudo conocer la respuesta a Vera Zasulich –publicada muchos años después- en donde Marx entreveía en la comuna rural “el punto de apoyo de la regeneración social en Rusia”[33]. Y, sin embargo, en su descubrimiento del Perú profundo, encontrará en las comunidades indígenas esos “elementos de socialismos prácticos” que sobrevivieron tanto a su petrificación durante el régimen colonial, como a su desmembramiento en la siguiente legislación republicana. Lo probarían los motines y las rebeliones que marcan el paisaje del interior del país y cuya exacerbación, ya en plena época poscolonial, tiene que ver precisamente con el uso colectivo de la tierra, amenazado por la continua expansión de los latifundios. Durante tres siglos de expoliación y opresión- escribe Mariátegui- “el comunismo ha seguido siendo para el indio su única defensa”, como muestran los “robustos y tenaces hábitos de cooperación y solidaridad que son la expresión empírica de un espíritu comunista”:
Cuando la expropiación y el reparto parecen liquidar la “comunidad”, el socialismo indígena encuentra siempre el medio de rehacerla, mantenerla o subrogarla. El trabajo y la propiedad en común son reemplazados por la cooperación en el trabajo individual[34].

En las comunidades indígenas-campesinas Mariátegui encuentra, entonces, un elemento fundamental para la construcción del socialismo indo-americano. Y es precisamente sobre esta cuestión que se consuma su ruptura con la Tercera Internacional. Una vez más, la comparación es con Rusia y, en particular, con las tesis de los populistas. Por ironía de la historia, se podría decir, mientras quedan ocultos los últimos escritos de Marx sobre Rusia y su intención de dedicarse a los estudios antropológicos y etnográficos para descubrir las sociedades no occidentales, en el curso de la Primera Conferencia Comunista de Buenos Aires en 1929, los delegados de la Tercera Internacional acusan a la perspectiva de Mariátegui de deriva populista “pequeño-burguesa”. Como bien señala José Aricó, bajo la conducción de Stalin el marxismo-leninismo pretendía que se acentuará en cada lugar “el carácter clasista y proletario” del partido, en el cuadro de “una campaña de bolchevización que en la situación específica de dependencia y atraso de América Latina hubiera llevado necesariamente al aislamiento y al sectarismo”[35]. Al mismo tiempo, se pretendía separar la lucha indígena de la lucha revolucionaria, generalizando una línea separatista inspirada por las reivindicaciones de los afroamericanos en Estados Unidos.
Desde el pecado original de la conquista, el problema del indio es un problema económico, no se cansará nunca de repetir Mariátegui. Y mientras en el Occidente europeo el tiempo amorfo del progreso ya se está acabando entre los campos de guerra del imperialismo, en la periferia peruana la actualidad del problema del indio revela muy potentemente la simultaneidad de aquellas épocas que, a partir de su propio origen, la modernidad capitalista trazó como recíprocamente excluyentes. No podría ser más explícita la conclusión del Esquema de la evolución económica que Mariátegui delinea en apertura de los Sietes ensayos:
Apuntaré una constatación final: la de que en el Perú actual coexisten elementos de tres economías diferentes. Bajo el régimen de economía feudal nacido de la Conquista subsisten en la sierra algunos residuos vivos todavía de la economía comunista indígena. En la costa sobre un suelo feudal, crece una economía burguesa que, por lo menos en su desarrollo mental, da la impresión de una economía retardada[36].

Si desde el punto de vista de Occidente, “reciprocidad, esclavitud, servidumbre y producción mercantil independiente son todas percibidas como una secuencia histórica previa a la mercantilización de la fuerza de trabajo”, como “pre-capital”, en América Latina “ellas no emergieron en una secuencia histórica unilineal; ninguna de ellas fue una mera extensión de antiguas formas pre-capitalistas, ni fueron tampoco incompatibles con el capital”. Al contrario, estos modos de organización del trabajo “no sólo actuaban simultáneamente, sino que estuvieron articuladas alrededor del eje del capital y del mercado mundial”: “juntas configuraron un nuevo sistema: el capitalismo”[37]. Este es el núcleo central de la larga reflexión de Aníbal Quijano -uno entre los más agudos lectores de Mariátegui- en torno a la “colonialidad del poder” cómo dispositivo de funcionamiento de la modernidad capitalista en su conjunto. Además de ofrecer las herramientas para un análisis histórico del poder y las múltiples técnicas de disciplinamiento, la imagen de la simultaneidad de épocas y relaciones de producción abre también la posibilidad de pensar la complejidad de las sociedades contemporáneas. Mirando a la Bolivia de los años de hegemonía neoliberal, Álvaro García Linera se refiere a una “modernidad barroca” en donde “el taller informal, el trabajo a domicilio y las redes sanguíneas de las clases subalternas” han sido subordinados, “de manera consciente y estratégica”, “a los sistemas de control numérico de la producción (industria y minería) y los flujos monetarios de las bolsas extranjeras (la banca)”. El resultado sería un modelo de acumulación “híbrido, que unifica, en forma escalonada y jerarquizada, estructuras productivas de los siglos XV, XVIII y XX, a través de tortuosos mecanismos de exacción y extorsión colonial de las fuerzas productivas domésticas, comunales, artesanales, campesinas y pequeño-empresariales de la sociedad boliviana[38]. Con una orientación parecida se mueve la reflexión del filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría que individua en la temprana afirmación de un “ethos barroco” la forma específica cuyo mediante las colonias españolas de América tuvieron acceso a la modernidad capitalista. El “ethos barroco” se habría desarrollado en un primer momento“entre las clases bajas y marginales de las ciudades mestizas del siglo XVII y XVIII, en torno a la vida económica informal y transgresora que llegó incluso a tener mayor importancia que la vida económica formal y consagrada por las coronas ibéricas”. Una “estrategia de la sobrevivencia” inventada espontáneamente por la población indígena que, tras el permitir que “los restos de su antiguo código civilizatorio fuesen devorados por el código civilizatorio vencedor de los europeos”, pusieron en escena una “re-construcción” de la civilización europea-ibérica que terminó por reproducir algo totalmente diferente del modelo: “una puesta en escena absoluta, barroca: la performance sin fin del mestizaje[39]. Un mestizaje hecho de cuerpos, cálculos y estrategias, tan diferente de la versión utópica, cargada de hegelismo, difundida en la época de Mariátegui y, en formas quizás más sofisticadas, aún hoy. En su largo Proceso a la literatura, Mariátegui no olvida reseñar La raza cósmica (1925) de José Vasconcelos:
El mestizaje que Vasconcelos exalta no es precisamente la mezcla de las razas española, indígena y africana, operada ya en el continente, sino la fusión y refusión acrisoladoras, de las cuales nacerá, después de un trabajo secular, la raza cósmica. El mestizo actual, concreto, no es para Vasconcelos el tipo de una nueva raza, de una nueva cultura, sino apenas su promesa. La especulación del filósofo, del utopista, no conoce límites de tiempo ni de espacio. Los siglos no cuentan en su construcción ideal más que como momentos[40].

“En la misma medida en que aspira a predecir el porvenir” –sigue Mariátegui- Vasconcelos suprime e ignora el presente” y “nada es más extraño a su especulación  a su intento que la crítica de la realidad contemporánea, en la cual busca exclusivamente los elementos favorables a su profecía”[41].  Como a Bolívar Echeverría, a Mariátegui le interesan los mestizos en carne y hueso, sobre todo si el mestizaje se refiere más a un conjunto de prácticas que a una cuestión meramente étnica. En este sentido, podemos ver en el mestizaje tanto un dispositivo de dominación como la adopción de prácticas de resistencia y afirmación en la diferencia por parte de los subalternos[42]. Si fue necesario para  el “restablecimiento de la explotación del trabajo” en el pasaje de la encomienda a la “realidad de la hacienda propia de una modernidad afeudada”[43] –, en una época en la que la crisis de la civilización, en tanto “crisis del proyecto de la modernidad”, se hace cada vez más evidente, el “ethos barroco” puede emerger como una “estrategia de afirmación, de corporeidad concreta del valor de uso” que termina resignificando las relaciones de dominación[44]. De esta manera podemos pensar las experiencias coloniales y poscoloniales latinoamericanas como laboratorios complejos de experimentación de la modernidad. Como podemos ver, en la atención obstinada de Mariátegui por el problema de la articulación entre los modos de explotación, las formas de trabajo y los sujetos sociales, una anticipación importante para entender tanto las tensiones como las posibilidades que se abren en el presente global[45]. En su vía al socialismo indo-americano, por ejemplo, los mineros deberían jugar un papel fundamental. Indígenas, y casi siempre campesinos, los mineros vuelven a sus tierras cuando terminan el trabajo estacional. Y, por lo tanto, pueden difundir el germen del socialismo y de las luchas proletarias dentro de las comunidades más lejanas: “los indios campesinos no entenderán de veras sino a individuos de su seno que les hablen su propio idioma. Del blanco, del mestizo, desconfiarán siempre”[46]. Por eso Mariátegui asigna gran importancia a la cuestión de la raza a la hora de articular las luchas. Pero, una vez más, con una precisa advertencia:
Las posibilidades de que el indio se eleve material e intelectualmente dependen del cambio de las condiciones económico-sociales. No están determinadas por la raza sino por la economía y la política. La raza, por sí sola, no ha despertado ni despertará al entendimiento de una idea emancipadora. Sobre todo, no adquiriría nunca el poder de imponerla y realizarla. Lo que asegura su emancipación es el dinamismo de una economía y una cultura que portan en su entraña el germen del socialismo[47].

Más allá del Estado-nación: lo común entre mito y praxis

Es notorio que ha existido, según se dice, un autómata
construido de tal manera que resultaba capaz de replicar
a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada contraria
que le aseguraba ganar la partida.
Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de narguile,
se sentaba a tablero apoyado sobre una mesa espaciosa.
Un sistema de espejos despertaba la ilusión
de que esta mesa era transparente por todos sus lados.
En realidad se sentaba dentro un enano jorobado
que era un maestro en el juego del ajedrez
y que guiaba mediante hilos la mano del muñeco.
Podemos imaginarnos un equivalente de este aparato en la filosofía.
Siempre tendrá que ganar el muñeco
que llamamos “materialismo histórico”.
Podrá habérsela -sin más ni más con cualquiera,
si toma a su servicio a la teología
que, como es sabido, es hoy pequeña y fea
y no debe dejarse ver en modo alguno.
(W. Benjamin, Tesis de filosofía de la historia)

Mariátegui cierra su crítica de la economía política peruana con un largo ensayo que intitula El proceso de la literatura. Si ya en su “edad de la piedra” dedica muchos artículos a burlarse de la atmosfera rarefacta y melancólica que se respira en una Lima en donde el tiempo parecerse haberse detenido, en el transcurso de los años y del rápido subseguirse de los acontecimientos está cada vez más convencido de que política y cultura constituyen dos caras de una sola praxis que mira a la trasformación de la sociedad en su conjunto. Sorprende la cantidad de autores, obras, corrientes y manifestaciones estéticas que Mariátegui reseña en su crítica cultural: de la literatura colonial a los “cultores” de la nación peruana, del arte indigenista a las vanguardias europeas de la que se nutre vorazmente, carne suculenta de una inacabable herejía antropofágica. Un mare magnum en el que encontrará inspiración su aguda reflexión sobre el arte burgués, donde la crítica, si bien necesaria, de la mercantilización del producto artístico no puede constituirse en la justificación de una mirada nostálgica por una época en la que se presume que el artista tuviese un papel mucho más importante en la sociedad”, una fuga hacia el pasado que asume “connotaciones reaccionarias”[48].
Si se debe defender a la autonomía del arte, lo es bajo la condición de que el artista, en su continua búsqueda de estéticas y lenguajes, disponga de la intuición de su época, premisa de toda renovación. Desde este punto de vista, el futurismo italiano constituye, para Mariátegui, un buen ejemplo: “insurgiendo estrepitosa y destempladamente contra los vestigios del pasado”, los artistas y escritores futuristas “afirmaban el derecho y la aptitud de Italia para renovarse y superarse en la literatura y en el arte”, pero una vez que el movimiento se doblegó a los principios reaccionarios del fascismo perdió su propio espíritu y su propio impulso. No fue el caso del futurismo ruso que, apoyando la revolución, “no se ha dejado domesticar” y continuó “sintiéndose factor del porvenir”. Por eso Mayakowski, el “cantor de la revolución que ha alcanzado en este oficio sus más perdurables triunfos”[49], es el contrapunto perfecto de los intelectuales peruanos reunidos en la llamada Generación del 900.
Espíritus aristocráticos y camaleónicos, José Riva Agüero, Francisco García Calderón, Víctor Andrés Belaunde encarnarían una idea de cultura que, si bien se auto-representa como modernista, es expresión de un profundo “pasadismo”. Un “pasadismo” todo político: no “un gesto romántico de inspiración meramente literaria”, porque si “el romanticismo condena radicalmente el presente en el nombre del pasado o del futuro”, “Riva Agüero y sus contemporáneos, en cambio, aceptan el presente, aunque para gobernarlo y dirigirlo invoquen y evoquen el pasado. Se caracterizan, espiritual e ideológicamente, por un conservatismo positivista, por un tradicionalismo oportunista”[50]. Reproducen un mimetismo que a la innovación estética y política prefiere la copia vulgar de un modelo tomado de un pasado otro: “lo nacional, para todos nuestros pasadistas, comienza en lo colonial”. “El conservatismo no puede concebir ni admitir sino una peruanidad: la formada en los moldes de España y Roma”[51].
En definitiva, para Mariátegui el “pasadismo” de la Generación del 900 no difiere mucho de aquella reconstrucción de una heroica historia nacional puesta en escena por el gobierno de Leguía en ocasión de la celebración del primer centenario de la Independencia. Si el ascenso al poder de Leguía se nutrió de la vitalidad producida por una demanda general de renovación y ruptura con la época oligárquica y patriarcal de la República aristocrática de comienzos del siglo XX –de las luchas obreras y estudiantil a los movimientos indigenistas y las clases medias en expansión-, pronto Leguía asumirá con destreza las semblanzas del gran caudillo reformista. Manipulando cuidadosamente un discurso sobre la nación que coloca su origen durante las rebeliones anti-españolas en el siglo XVIII y su punto de llegada en las reformas introducida por su propio gobierno, Leguía contribuyó “al nacimiento de un mito que todavía se trasmite en los manuales de historia y en los textos universitarios”[52]. Un mito según el que la independencia fue “ante todo una aventura del espíritu en la que los peruanos de diversos grupos sociales y diferentes opciones políticas habrían descubierto la existencia de su país como nación y la inevitable necesidad de romper con España”[53]. Sin embargo, afirma Mariátegui, sólo “un artificio histórico clasifica a Túpac Amaru como un precursor de la independencia peruana”. “La revolución de Túpac Amaru la hicieron los indígenas; la revolución de la independencia la hicieron los criollos”[54]. Más que un mito, el discurso leguista sobre la nación es una “farsa”, hubiera dicho Marx. Como Luis Bonaparte un siglo antes, el caudillo peruano evoca “en su auxilio los espíritus del pasado”[55]. Profundizando la crítica del nacionalismo peruano, Mariátegui termina desvelando un patrón de poder –el caudillismo- que, lejos de expresar la forma de despotismo “auténticamente” peruana- como en muchos, antes y después de él, lo representarán- se nutre más bien de los procesos reaccionarios que se consuman en el mundo, para reactualizarse, una y otra vez en modos nuevos, tal como se reactualiza el pecado original del colonialismo.
Todos los elementos reaccionarios, todos los elementos conservadores, más ansiosos de un capitán resuelto a combatir contra la revolución que de un político inclinado a pactar con ella, se enrolaron y concentraron en los rangos del fascismo. Exteriormente, el fascismo conservó sus aires d’annunzianos; pero interiormente su nuevo contenido social, su nueva estructura social, desalojaron y sofocaron la gaseosa ideología d’annunziana. El fascismo ha crecido y ha vencido no como movimiento d’annunziano sino como movimiento reaccionario; como interés superior a la lucha de clases sino como interés de una de las clases beligerantes. El fiumanismo era un fenómeno literario más que un fenómeno político. El fascismo, en cambio, es un fenómeno eminentemente político. El condotiero del fascismo tenía que ser, por consiguiente, un político, un caudillo tumultuario,  plebiscitario, demagógico[56].

Si desde su aprendizaje europeo Mariátegui dedica grande atención a las acciones de Mussolini, la comparación con un régimen fascista ya arraigado en el poder volverá a la hora de señalar el peligro de que los movimientos revolucionarios se conviertan en procesos reaccionarios. La insistencia sobre el “caudillo” italiano ex socialista sirve a Mariátegui para alertar acerca de las fuerzas de la reacción que operan al interior de las revoluciones, mucho más peligrosas y “sagaces” de las que quedan a su exterior. Lo mostraría el nuevo curso de la política mexicana donde, mientras la parte obreras acentúa día tras día su programa de “socialización de la riqueza”, las fuerzas burguesas, que disponen de una “mayor madurez política”, reanudan sus filas y constituyen un “Estado regulador” que, si bien declara de actuar en nombre de la revolución, produce su agotamiento, reprimiendo el mismo movimiento del que trajo origen:
El Estado regulador, el Estado intermedio, definido como órgano de la transición del capitalismo al socialismo, aparece concretamente como una regresión. No sólo no es capaz de garantizar a la organización política y económica del proletariado las garantías de la legalidad demoburguesa, sino que asume la función de atacarla y destruirla, apenas se siente molestado por sus más elementales manifestaciones. Se proclama depositario absoluto e infalible de los ideales de la Revolución. Es un Estado de mentalidad patriarcal que, sin profesar el socialismo, se opone a que el proletariado –esto es la clase a la que históricamente incumbe la función de actuarlo- afirme y ejercite su derecho a luchas por él, autónomamente de toda influencia burguesa o pequeño-burguesa.

Un “Estado intermedio” que “se parece como una gota de agua a otra gota a las tesis del Estado fascista”[57]. Mariátegui escribe este artículo en el marzo de 1930, cuando ya consumió todas sus rupturas. Pero ya dos años antes, en una carta a la Célula aprista de México en la que explicita su oposición a la transformación de la alianza anti-imperialista en el Partido nacionalista peruano, no acaso evoca la “formación del fascismo”, de aquellos elementos como Mussolini, Corridoni, Rocca, Settimelli, Bottai, etc., quienes, disponiendo de una larguísima “historia revolucionaria” se sirvieron “de los hombres, los camiones y el dinero” que la burguesía le entregó para cumplir con su “función reaccionaria”. Concluye Mariátegui:
Me opongo a todo equivoco. Me opongo a que un movimiento ideológico que, por su justificación histórica, por la inteligencia y abnegación de sus militantes, por la altura y la nobleza de su doctrina ganará, si nosotros mismos no lo malogramos, la conciencia de la mejor parte del país, aborte miserablemente en una vulgarísima agitación electoral. En estos años de enfermedad, de sufrimiento, de lucha, he sacado fuerzas invariablemente de mi esperanza optimista en esa juventud que repudiaba la vieja política, entre otras cosas porque repudiaba los “métodos criollos”, la declamación caudillesca, la retórica hueca y fanfarrona[58].

Métodos criollos, caudillismo, reacción, pasadismo. A todo esto, Mariátegui opone un “indigenismo vanguardista”. La herejía se hace lengua, en una asociación de términos tan potente como para desplazar radicalmente las coordinadas temporales y espaciales mediante las cuales se pensaron los procesos de construcción estado-nacional –y la modernidad política en su conjunto- durante el siglo XIX y gran parte del siglo XX. Si “lo nacional, para todos nuestros pasadistas, comienza en lo colonial” y “lo indígena es en su sentimiento, aunque no lo sea en su tesis, lo pre-nacional”, “la vanguardia propugna la reconstrucción peruana sobre la base del indio”. La vanguardia no se contenta con “los frágiles recuerdos galantes del virreinato”: “busca para su obra materiales más genuinamente peruanos, más remotamente antiguos”. Pero ¿qué significa, para Mariátegui, buscar los materiales más antiguos?  Nada que pueda hacer pensar a una “especulación literaria ni un pasatiempo romántico”:
Los indigenistas revolucionarios, en lugar de un platónico amor al pasado incaico, manifiestan una activa y concreta solidaridad con el indio de hoy. Este indigenismo no sueña con utópicas restauraciones. Siente el pasado como una raíz, pero no como un programa. Su concepción de la historia y de sus fenómenos es realista y moderna. No ignora ni olvida ninguno de los hechos históricos que, en estos cuatros siglos, han modificado, con la realidad del Perú, la realidad del mundo[59].

Como ya se mencionó, este mismo indigenismo vanguardista, mediante el cual Mariátegui piensa lo político, se traduce en el ámbito de la cultura: “una nueva escuela, una nueva tendencia literaria o artística busca sus puntos de apoyo en el presente. Si no los encuentra perece fatalmente”[60]. Una afirmación en el presente contra la repetición mimética de los estériles residuos de un pasado muerto. Una vez más Mariátegui salda un nudo entre las primeras manifestaciones de un Perú indigenista y la literatura mujikista rusa que supo cumplir su “misión histórica”:
Constituyó un verdadero proceso del feudalismo ruso, del cual salió éste inapelablemente condenado. La socialización de la tierra, actuada por la revolución bolchevique reconoce entre sus pródromos la novela y la poesía mujikistas. Nada importa que al retratar al mujik –tampoco importa si deformándolo o idealizándolo- el poeta o el novelista ruso estuvieran muy lejos de pensar en la socialización[61].

Como el mujikismo ruso, el indigenismo denuncia la explotación servil que sigue dejando sus signos en los cuerpos de los indios, la reproducción del pecado original del colonialismo. Y, con su lenguaje poético, relee el pasado para contar otras historias, los eventos silenciados de las insurrecciones indígenas y campesinas que han diseñado el paisaje peruano ya desde el origen del colonialismo. En su largo prólogo a Tempestad en los Andes de Luis Valcárcel, Mariátegui observa como allí, entre “un acento tiernamente bucólico cuando evoca, en sencillas estampas, el encanto rustico del agro serrano” y “la sierra trágica del gamonal y de la mita”, Valcárcel anuncia el advenimiento de un mundo, “la aparición del indio nuevo”. Al poeta le compite la “afirmación apasionada” y, por eso, en su obra “no están precisamente los principios de la revolución que restituirá a la raza indígena su sitio en la historia nacional”: “están sus mitos”[62]. Los eventos silenciados de un pasado lejano emergen en otra temporalidad para vivificar el presente y anticipar, con la potencia creadora de los mitos, el futuro.
Trenzando su herético entramado entre indigenismo y vanguardismo, Mariátegui termina rompiendo también ese dualismo espacial mediante el cual la modernidad capitalista representó el mundo. Contrariamente al academismo estéril, mimético y retorico, el saber revolucionario viaja por el mundo sin conocer fronteras, adaptándose a las experiencias singulares que encuentra a lo largo de su camino: interpretación y afirmación. El socialismo indo-americano –afirma Mariátegui- necesita, al mismo tiempo, un Túpac Amaru y un Lenin. Sólo a condición de no quedar prisioneros de un racionalismo obtuso y abstracto se pueden apreciar las condiciones de posibilidad de alianzas inéditas y revolucionarias. Aquí está la herejía benjamiana, el materialismo histórico que puede ganar a condición de que tome a su servicio a la teología. Si bien reconoce que el “factor religioso” cubrió una función fundamental a la hora de legitimar la servidumbre del indio, Mariátegui se ha siempre opuesto, desde el retorno de Europa, a las protestas de carácter anticlerical que habrían podido distanciar la nueva generación de intelectuales de unas masas populares profundamente religiosas[63]:
El pensamiento racionalista del siglo diecinueve pretendía resolver la religión en la filosofía. Más realista, el pragmatismo ha sabido reconocer al sentimiento religioso el lugar del cual la filosofía ochocentista se imaginaba vanidosamente desalojarlo. Y, como lo anunciaba Sorel, la experiencia histórica de los últimos lustros ha comprobado que los actuales mitos revolucionarios o sociales pueden ocupar la conciencia profunda de los hombres con la misma plenitud que los antiguos mitos religiosos[64].

Si “la Razón y la Ciencia han corroído y han disuelto el prestigio de las antiguas religiones”, el mito puede “satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre”. El mito “mueve al hombre en la historia”[65]. El mito ilumina las posibilidades de la historia. El que está recreando Mariátegui es un mito colectivo que se trasmite en el encuentro multitudinario, desvelando historias, rescribiendo memorias y activando praxis revolucionarias. ¿Hacia dónde? El “socialismo indo-americano”. Y aquí Mariátegui se detiene, después de haber destruido todo residuo de utopía más o menos lejana, del retorno a la era perdida del Tawantisuyo al sueño armónico del mestizaje futuro. Ninguna utopía de un mundo perfecto, sólo una ulterior indicación de método: lo que Marx llamó el “sueño de una cosa”, no será “calco y copia”, sino “una creación heroica”. 


[1] Mariátegui, J. C. (1927), “La tradición nacional”, en Mariátegui Total, vol. I (en adelante MT1), Amauta, Lima 1994, pág. 327.
[2] Mariátegui, J. C. (1928), “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana”, en MT1, pp. 1-157, cit. pág. 5.
[3] Mariátegui, J.C. (1929), “Defensa del marxismo”, en MT1, pág. 1299.
[4] Ibídem, pág. 1298.
[5] Muchas de estas reflexiones sobre la necesidad de superar una visión racionalista y teológica de la historia y el papel de la crítica en Marx se deben a las conversaciones con Diego Sztulwark. Se vea, en particular: Sztulwark, D. (2013), Política de lo involuntario. La creación de posibles, disponible en: http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2013/10/serie-politica-de-lo-involuntario-la.html.
[6] Mariátegui J. C. (1925), “El hecho económico en la historia peruviana”, en MT1, pág. 303.
[7] Marx, K. (2006), El Capital, libro I, Vol. II, Siglo XXI Editores, México DF, pp. 891-894. Para una reflexión sobre el concepto de acumulación original en Marx y su reproducción en la contemporaneidad se vea: Mezzadra, S. (Ed.) (2008), Estudios poscoloniales. Ensayos fundamentales, Traficantes de sueños, Madrid.
[8]Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Siete ensayos,” pág. 7.
[9] Ibídem, pág. 27.
[10] En 1926, en un artículo sobre la Asociación Pro-Indígena fundada por Dora Mayer de Zueln, Mariátegui afirma: la Asociación “sirvió para promover en el Perú costeño una corriente pro-indígena, que preludió la actitud de las generaciones posteriores. Y sirvió, sobre todo, para encender una esperanza en la tiniebla andina, agitando la adormecida conciencia indígena. Pero, como la propia Dora Mayer, con su habitual sinceridad, lo reconoce, este experimento se cumplió más o menos completamente: dio todos, o casi todos, los frutos que podía dar. Demostró que el problema indígena no puede encontrar su solución en una fórmula abstractamente humanitaria, en un movimiento meramente filantrópico” (Mariátegui, J. C. (1926), “Aspectos del problema indígena”, en MT1, pág. 320).
[11]Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Siete ensayos,” pág. 27.
[12] Ibídem, pp. 9-10.
[13] Ibídem, pág. 10.
[14] Ibídem.
[15] Gran parte de la crítica mariateguista se refiere a los escritos de Mariátegui anteriores a su viaje en Europa como “edad de la piedra”. Para una analisis de esos escritos se vean el bello ensayo de Terán, O. (1985), Discutir Mariátegui, ICUAP, Puebla y el clasico Rouillon, G. (1975), “La edad de la piedra” en Id., La creación heroica de José Carlos Mariátegui, tomo I, Arica, Lima.
[16] Ibídem, pp, 11-12.
[17] Haya de la Torre, V. R. (1985), El antimperialismo y el Apra (1928), Nuestraamérica, Santiago de Chile.
[18] Op. Cit. Mariátegui J. C., Siete ensayos, pág. 12.
[19] Mariátegui, J. C. (1928),“Principios programáticos del partido socialista”, en MT1, pp. 225-226.
[20] Mariátegui, J. C. (1928), “Punto de vista antimperialista”, en MT1, pp. 196-199.
[21] Gobetti, P. (1983),La rivoluzione liberale, Einaudi, Torino, pág. 60. Entre los autores que han señalado la influencia de los círculos de la izquierda turinés sobre el pensamiento de Mariátegui, se vean en particular: Paris, R. (1981),La formación ideológica de José Carlos Mariátegui, Pasado y presente, México DF; Delogu, I. (1973), “Introduzione”, en Mariátegui, J. C., Lettere dall’Italia e altri scritti, Riuniti, Roma, pp. IX-LXXII; Vanden, H. E. (1975), Mariátegui: influencias en su formación ideológica, Amauta, Lima.
[22] Para un analisis de la relación de Mariátegui con el Ordine Nuovo se vea el bello libro de Beigel, F. (2006), La epopeya de una generación y una revista: las redes editoriales de José Carlos Mariátegui en América Latina, Biblos, Buenos Aires.
[23] Gramsci, A. (1986), Cuadernos de la cárcel, Edición crítica del Instituto Gramsci, tomo 4, Edición Era, México DF, pág. 205.
[24] Mariátegui, J. C. (1924),“El problema primario del Perú”, en MT1, pág. 291.
[25] Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Siete ensayos”, pág. 31.
[26] Ibídem, pág. 17.
[27] Ibídem, pp. 32 y 34.
[28] Ibídem, pág. 32.
[29] Ibídem, pág. 24.
[30] Ibídem, pág. 41.
[31] Ibídem, pág. 43.
[32] Ibídem, pp. 30-31.
[33] Carta de Marx a Vera Zasulic, 8 de marzo de 1881. Sobre este punto se vea en particular: Aricó, J. (1978),“Introducción”, en Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano, Siglo XXI Editores, México DF., pp. XL-XLII.
[34] Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Siete ensayos”, pp.37-38.
[35] Aricó J. (1973), “La Terza Internazionale”, en I protagonista della rivoluzione, vol. II, CEI, Milano, pág. 288.
[36] Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Siete ensayos”, pág. 14.
[37] Quijano, A. (2003), “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”, en Lander, E. (Ed), La colonialidad del saber. Eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Clacso, Buenos Aires, pp. 201-206.
[38] García Linera, A. (2008), La potencia plebeya. Acción colectiva e identidades indígenas, obreras y populares en Bolivia, Clacso-Prometeo, Buenos Aires, pág. 270.
[39] Echeverría, B. (2002), La clave barroca de la América Latina, Conferencia en el Latein-Amerika Institut de la Freire Universitat, Berlín (http://www.bolivare.unam.mx/ensayos/La%20clave%20barroca%20en%20America%20Latina.pdf).
[40] Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Siete ensayos”, pág. 152.
[41] Ibídem.
[42] Para un excurso crítico sobre los discursos del mestizaje en América Latina se vea: Brighenti, M., Gago, V. (2013), “L’ipotesi del meticciato in America latina. Dal multiculturalismo neoliberale alle differenze come forme di contenzioso”, Scienza & politica. Per una storia delle dottrine, n. 49, pp. 81-106 (http://scienzaepolitica.unibo.it/article/view/4235/3692).
[43] Echeverría, B. (2000), La modernidad de lo barroco, Ediciones Era, México DF, pág. 51.
[44] Ibídem, pág. 46.
[45] Para un análisis del carácter de “laboratorio” de América Latina, se vea Brighenti, M., Mezzadra, S. (2012), “Il laboratorio politico latinoamericano. Crisi del neoliberalismo, movimenti sociali e nuove esperienze di governance”, en Baldassari, M., Melegari, D. (Eds.), Populismo e democracia radicale in dialogo con Ernesto Laclau, ombre corte, Verona, pp. 299-319. Se vea, además, sobre la multiplicación del trabajo en el presente global, el trabajo de Mezzadra S., Neilson B. (2013), Border as Method, or, theMultiplication of Labor, Duke University Press, Durham-London.
[46]Mariátegui, J. C. (1929), “El problema de las razas en la América Latina”, en MT1, pág. 177.
[47] Ibídem, pág. 171.
[48] Melis, A. (2009), “Presentazione: J.C. Mariátegui, L'artista e ilsuo tempo”, en Studi culturali, n. 1, pág. 74. Pero, más en general, los estudios de Antonio Melis son de gran interés para el análisis de la relación que Mariátegui construye entre la vanguardia artística y la vanguardia política.
[49] Mariátegui, J. C. (1925), “Nacionalismo y vanguardismo”, en MT1, pág. 309.
[50] Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Siete ensayos”, pág. 124.
[51] Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Nacionalismo y vanguardismo”, pág. 307.
[52] Bonilla, H. Spalding, K. (2001), “La independencia en el Perú” (1971), en H. Bonilla, Metáfora y realidad de la independencia en el Perú, IEP, Lima, pág. 42.
[53] Galindo, A. F. (1997), “Independencia y clases sociales”, enObras Completas, vol. V, Sur, Lima, pág. 328.
[54] Op. Cit., Mariátegui, J. C., “Lo nacional y lo exótico”, pp. 289-290.
[55] Marx, K. (1974), Il 18 Brumaio de Luis Bonaparte, Prometeo, Buenos Aires, pág. 17.
[56] Mariátegui, J. C. (1925), “Biología del fascismo”, en MT1, pág. 930.
[57] Mariátegui, J. C. (1930), “Al margen del nuevo curso de la política mexicana”, en MT1, pp. 438-439.
[58] “De José Carlos Mariátegui a la Célula aprista de México”, Lima, 16 de abril de 1928, en MT1, pág. 1899. Como observa Flores Galindo, Haya de la Torre responde a tales acusaciones recorriendo a una suerte de imagen patética de Mariátegui: “su falta de decisión y coraje, la enfermedad física que lo obliga al inmovilismo y tratando de ‘contraponer’ al sujeto sentado en su silla de rueda, al personaje de escritorio, al intelectual, el verdadero político, que es un hombre de acción por antonomasia” (Galindo, A. F., “Un viejo debate: el poder”, en Obras completas, cit., vol. 4, pág. 56).
[59] Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Nacionalismo y vanguardismo”, pág. 308. Sobre este punto es muy interesante la reflexión de la socióloga y activista boliviana Silvia Rivera Cusicanqui que crítica duramente el uso del concepto de “pueblos originarios” porque remite “a un pasado que se imagina quieto, estático y arcaico” y niega “la coetaneidad de estas poblaciones y se las excluye de las lides de la modernidad. Se les otorga un status residual, y, de hecho, se las convierte en minorías, encasilladas en estereotipos indigenistas de buen salvaje guardián de la naturaleza” (Rivera Cusicanqui, S. (2010), Ch’ixinakaxutxiwa: una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores, Tinta Limón, Buenos Aires, pág. 59).
[60] Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Nacionalismo y vanguardismo”, pág. 309.
[61] Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Siete ensayos”, pág. 147.
[62] Mariátegui, J. C. (1927),“Prologo de Tempestad en Los Andes”, en MT1, pp. 338-339.
[63] En 1923 Mariátegui se niega a participar en la manifestación convocada por Haya de la Torre contra la consagración de Perú al Sagrado Corazón de Jesús. Sobre este acontecimiento y la posición de Mariátegui en torno de la cuestión religiosa se vea: Petrini, P. P. (1995), José Carlos Mariátegui e il socialismo moderno, Ets, Pisa, pp. 214-215.
[64] Op. Cit. Mariátegui, J. C., “Siete ensayos”, pág. 86.
[65] Mariátegui, J. C. (1925), “El hombre y el mito”, en MT1, pág. 497.