El capitalismo colaborativo tiene un plan // Rubén Martínez Moreno
El éxito de empresas como UBER o Airbnb ha
disparado las expectativas de la “economía colaborativa”. Pero el rentismo
desenfrenado no produce mayor bienestar. Hace falta que las instituciones
pongan la cooperación a funcionar para el beneficio colectivo
1. La
economía colaborativa nos hará libres
Un
informe del think tank neoliberal PriceWaterhouseCoopers
estima que "los cinco sectores principales de la economía colaborativa
tienen el potencial de aumentar sus ingresos de los actuales 15 millones de
dólares a 335 millones en 2025". España es tercera en el ranking europeo,
con más de 500 empresas en ese sector y se empieza a celebrar que Barcelona sea una de las
ciudades punterasen este tipo de economía. Pero no abramos todavía
las botellas de cava.
Como
tantos otros grupos de presión interesados en maquillar la realidad,
PriceWaterhouseCoopers llama "economía colaborativa" al alquiler
temporal de, por ejemplo, coches o viviendas, a través de aplicaciones
tecnológicas como UBER o Airbnb. Pero cuando les apetece, también incluyen el
software libre, la economía
social y solidaria o el cooperativismo. No les interesa saber
si la gestión es más o menos democrática, si se cierran o abren los datos y
quién los explota, si se reparte equitativamente la riqueza producida, si se
fiscaliza la actividad económica y ni mucho menos conocer el impacto social y
territorial de su actividad. Todo es colaboración y eso mola.
Las
grandes compañías y think tanks de la Sharing Economy hacen
trazo grueso y hablan de “toda esa colaboración social que produce economías
más sostenibles y justas”. Y con la misma alegría aseguran que hay una
generación de jóvenes emprendedores que están adoptando la idea del acceso
frente a la idea de propiedad. Jóvenes que rozan con sus dedos la utopía de la
“sociedad colaborativa”.
No
contentos con eso, añaden que la economía colaborativa facilita la distribución
de rentas y que incluso soluciona problemas de escala terráquea. Aseguran que
estas plataformas responden a necesidades bajo demanda sin que tengamos que ser
propietarios y facilitan un acceso más barato al transporte y al alojamiento
mientras alguna gente combate la crisis ganando un poco de dinero extra. Incluso
dicen que estos mercados reducen la huella ecológica que produce la
masificación de coches en nuestras ciudades. Montones de promesas que hay que
mirar con lupa.
2. Un plan para extraer beneficio privado de la
cooperación social
Hace
un siglo y medio, Karl Marx analizó cómo se disciplinaba la cooperaciónen
una fábrica. Marx llamaba cooperación a "la forma de trabajo de muchos
obreros coordinados y reunidos con arreglo a un plan en el mismo proceso de
producción o en procesos de producción distintos". Atención a esa idea:
con arreglo a un plan. Disciplinar la cooperación con arreglo a un plan hace
que el total sea más que la suma de las partes.
Dicho
fácil: 12 obreros trabajando de manera coordinada durante una jornada laboral
producen mucho más que un obrero trabajando 12 jornadas laborales. Es más, una
persona trabajando 100 jornadas laborales nunca podría realizar ni la mitad de
lo que se consigue ordenando la cooperación entre obreros. Cooperar quiere
decir ordenar las tareas para producir de manera más ágil, realizar acciones
que solo pueden hacer muchas manos trabajando juntas, colaborar para solucionar
problemas que una persona no sabría resolver. Ese plan disciplina la
cooperación para hacer la producción más rentable para el empresario. Ese plan
permite extraer mayor plusvalía de la fuerza de trabajo coordinada. Ese plan
permite explotar más y mejor los cuerpos.
Lo que
viene a decir Marx es que no hay capital sin cooperación. No es posible la
producción de plusvalor sin ordenar con “arreglo a un plan" la capacidad
cooperativa de los trabajadores. Marx insistió bastante en entender el capital
como una relación social de producción. En la fábrica obrera, la relación
social se basa en un desequilibrio de poder entre quienes detentan los medios
de producción y quienes se ven obligados a "colaborar" para poder
vivir. ¿Sirve lo que dijo Marx para explicar cómo funciona la “economía
colaborativa”? Y tanto que sí. Los 335 millones de dólares que facturarán las
empresas del capitalismo colaborativo en 2025 se habrán producido gracias a la
cooperación social y gracias al territorio sobre el que se producen los
servicios. Pero su plan es que parezca que todos salimos igualmente
beneficiados.
Airbnb
traslada la disciplina de la fábrica a la sociedad del control. Airbnb absorbe
el valor de la cooperación que producimos en nuestras relaciones cotidianas o
cuando buscamos respuesta a necesidades básicas. No se trata de extraer renta
de la riqueza producida en la fábrica, sino de extraer renta de la riqueza que
producimos cotidianamente, parasitando las relaciones de colaboración que se
dan en la ciudad o en la red. El capital circula más allá de los muros de la
fábrica y amplía su circuito de acumulación sobre el territorio. Y es ahí donde
campan a sus anchas plataformas del capitalismo colaborativo como Airbnb o
UBER.
3. Datos que desmienten las bondades del
capitalismo colaborativo
Hay
muy pocos análisis sobre el capitalismo colaborativo que usen datos empíricos.
Circulan algunas estadísticas de las que se sacan conclusiones variopintas,
pero hay poquísimos análisis rigurosos que tengan en cuenta los efectos urbanos
y sociales de esta forma de capitalismo. Tanto sus defensores como detractores
tienen discursos pomposos, pero son un poco perezosos cuando se trata de
recolectar datos y analizar cómo funciona la economía en una ciudad. Hay
honrosas excepciones.
Un
ejemplo es el análisis que hizo el geógrafo Albert Arias sobre cómo funciona
Airbnb en Barcelona. Arias demuestra que en ciudades como Barcelona,
Airbnb no parece el fin de la propiedad que algunos prometían. De hecho, más
que una sociedad colaborativa, parece una sociedad de propietarios rentistas.
Airbnb
ofrece alrededor de 30.000 camas en Barcelona, es decir, la mitad del total de
camas de todos los alojamientos tradicionales de la ciudad. No son cuatro
personas que comparten piso sino "miles de pequeños negocios diseminados
en edificios residenciales". Esto ya nos da una dimensión urbana del
problema bastante importante. Tan solo tres ideas para resumir lo que explica
Arias:
1)
Airbnb no descentraliza la oferta. La mayoría de ofertas se concentran en las
zonas más turistizadas de Barcelona (El Raval, Barri Gòtic, Casc Antic y Dreta
de l’Eixample). De hecho, hay una correlación clara entre la presencia de
hoteles y donde se concentran los pisos alquilados en Airbnb.
2) Si
bien el alquiler turístico de pisos enteros sí está regulado en Barcelona, tres
cuartas partes de los pisos ofertados en Airbnb no tienen licencia. Todo
servicio al público tiene que estar supeditado a la normativa urbanística,
puesto que "legalmente, no puedes hacer lo que te dé la gana con tu piso,
aunque sea tu propiedad". Existen normativas para
mejorar el equilibrio entre las necesidades de los residentes y la
explotación turística a través de los planes de uso de los distritos.
3)
Airbnb no es una “economía colaborativa”, es una “economía rentista” para
quienes tienen propiedades en lugares estratégicos del suelo urbano. El
alquiler debe ser regulado para ser fiscalizado pero, además, "el alquiler
vacacional debe regularse por una lógica espacial, por los efectos
sociales, de convivencia y de usos de la ciudad". No se respeta una
normativa urbanística que está pensada para asegurar el beneficio
colectivo.
Airbnb,
mientras perpetúa el modelo rentista de producción de ciudad tan típico del
"modelo Barcelona", se queda hasta un 12% de los beneficios
producidos. La riqueza de la ciudad la producimos entre todos y todas, pero el
“plan” de Airbnb facilita la extracción de renta privada. Airbnb dispone la
cooperación social en su conjunto como mercancía para que extraigan renta
quienes tienen propiedades inmobiliarias en espacios urbanos con ventaja
competitiva. Es muy cínico llamar a eso redistribución. Airbnb ni hace más
diversa la oferta ni disminuye la aglomeración turística, más bien la
amplifica.
Hacer
cálculos de costes y beneficios individuales (“a la gente le sale más barato y
otros se sacan un dinerito”) tiene el altísimo precio de ignorar los costes
colectivos, urbanos y medioambientales. La riqueza urbana se produce
socialmente y, para evitar apropiaciones privadas de ese valor colectivo,
existe una regulación urbanística. Pero el diseño de Airbnb, aterrizado sin
regulación en Barcelona, permite saltársela. El plan “colaborativo” evade el
plan público. No es solo un problema legal o fiscal, es un problema urbano,
colectivo. ¿Se puede negar que es necesario aplicar, incluso ampliar, la
regulación urbana y fiscal?
4. Cooperación social, instituciones y
redistribución
Muchas
prácticas del capitalismo colaborativo se basan en monetizar las
necesidades de la gente más afectada por la crisis. No hay una gran
novedad en eso. Usar las pérdidas colectivas y la potencia cooperativa para
producir rentas privadas es lo que ya venía haciendo el capitalismo urbano. A
veces se argumenta que es inútil regular los usos sociales derivados de las
nuevas tecnologías aplicando marcos legislativos que pertenecen a épocas
pasadas ya que estamos en un cambio de paradigma imparable. Pero en esta crisis
ya nos ha quedado claro que la economía no tienen nada de natural y que, se
mire como se mire, el rentismo desenfrenado no produce mayor bienestar social.
También hay quien entiende el mercado financiero como una tecnología imparable,
son los mismos que insisten en que no hay que someter a control social a los
holdings financieros que usurpan los servicios básicos de la ciudad o prácticas
que explotan el trabajo y la cooperación ajena.
Nadie
duda de que las tecnologías y sus sistemas de diseño potencian la cooperación.
El problema es en qué dirección se "pone a producir" esa potencia
latente en la vida social, cómo y con qué fin se explota la cooperación social,
la riqueza del territorio y sus infraestructuras. No hay datos que ni por asomo
demuestren la capacidad redistributiva que tienen un conjunto de algoritmos
cuando se inyectan sobre un territorio. Es puro idealismo chamánico pensar que
esas soluciones técnicas van a producir justicia social y van a evitar
prácticas de monopolio rentista. Los planes del capitalismo no son redistribuir
la riqueza o cuidar el medioambiente, sino explotar el trabajo ajeno y
reproducir las desigualdades sociales y territoriales.
¿Podría
esa fuerza cooperativa ordenarse de tal manera que produzca beneficio
colectivo? Un beneficio que no solo sea para quienes están en ese mercado, sino
también para quienes realizan tareas de cuidados, para quienes han sido
excluidos de ese mercado y para el territorio que se explota.
Una
posible respuesta podría ser “sí, ese era el objetivo de los Estados de
Bienestar que se suponía garantizaban derechos sociales y laborales”. Como dice
César Rendueles en el libro ‘Cultura en tensió’
de manera burlona, "si uno piensa en UBER, ridesharing o en las apps de
parkings, da la sensación que algún programador de apps tecnológicas acabará
inventado el autobús". Fuera bromas, esto toca hueso. La conquista y diseño
de las instituciones e infraestructuras públicas es un tema clave. Pero el
propio recorrido de los Estados de Bienestar también puede entenderse como una
conciliación puntual entre clases dominantes y clases populares. El acceso
universal a los derechos ya no parece tanto una garantía democrática, sino un
pacto de pacificación temporal que duró hasta que se intensificaron los ciclos
de acumulación
por desposesión y el disciplinamiento del trabajo.
Pero
las instituciones no son una ventanilla fija a la que pedir cosas. Las
instituciones son el producto de luchas sociales que, dependiendo de quien
gane, pueden tener planes diferentes en momentos o territorios concretos. Como
el capital, el Estado es el producto de una relación social, una relación
conflictiva entre intereses de clase contrapuestos. Lo que puede garantizar la
redistribución y el control democrático de la riqueza producida colectivamente
es el diseño de instituciones (sindicales, públicas, comunitarias,
público-comunitarias) en diferentes escalas territoriales cuyos principios
democráticos pongan la cooperación a funcionar para el beneficio colectivo. Lo
que necesitamos es una nueva carta de derechos y garantías a partir de la
conquista de medios efectivos de distribución del producto social.
Negociar
qué es eso del "beneficio colectivo" y cómo se garantiza siempre
viene acompañado de conflictos entre intereses de clase. Y si ese es el
objetivo, habrá que regular y entrar en batalla directa –con arreglo a un plan–
frente a las bondades de la libre colaboración en mercados que prometen
producir beneficios colectivos de manera automática. No hay que tener miedo a
tener un plan. El capitalismo colaborativo ya tiene el suyo.
Fuente: http://ctxt.es/