Pinochos: marionetas o niños de verdad, las desventuras del deseo // Diego Sztulwark
Una profunda y conmovedora teoría
política se esconde en las páginas sutiles de este libro sobre Pinochos. Sus tesis esenciales reposan
en la sencillez del siguiente relato: Pinocho, muñeco de madera cuya hazaña es
haber deseado a punto de desbordar su rígida materialidad de palo para vivir
como un niño, sería muy probablemente sometido, hoy día, a diagnósticos de TGD,
ADD, etc. y a terapias que, enfundadas en saberes técnicos y moralistas,
aniquilarían en breve sus posibilidades subjetivas. Lo encerrarían en los
límites de su propio cuerpo orgánico, lo reducirían a mero leño.
A partir del clásico de Pinocho, Esteban
Levin -psicólogo y profesor de educación física- reflexiona sobre los Pinochos
que pueblan su clínica y sobre la violencia que sobre ellos se descarga
diariamente.
Mientras Pinocho vive sus aventuras, Esteban revive con sus pequeños pacientes el sufrimiento al que son sometidos esto
“Pinochos” condenados por trastornos orgánicos, de desarrollo. A cada paso la
misma protesta: es intolerable que se etiquete a los niños a partir de un
déficit en su realidad orgánica. Es inaceptable semejante objetivación en el
cuerpo. Todo un arsenal medicinal y diagnóstico procesado en grandes
laboratorios operan como armas de destrucción contra la infancia. Lo que observa
Esteban en su consultorio no es muy distinto a lo que vemos un poco por todos
lados: una enorme y aterrorizante voluntad de normalización. Una extendida y penetrante pedagogía de la
crueldad. El aplastante sistema de la estadística y el protocolo sustituyendo
toda conexión sensible. Un inmenso poder de domesticación cae, aterrorizador,
sobre todos nosotros.
En el consultorio de Esteban Levin,
lleno de juguetes, se piensa de un modo muy diferente. Como en un autentico
laboratorio, o cenáculo, en el que se teje una conspiración, se elabora allí otro
tipo de existencia. En lugar del cogito
actual: “me adecuo al orden, entonces existo”, se pone en práctica una
subjetivación de lo más subversiva: “jugando, entonces existimos”. Jugando, es
decir, existiendo a partir de la apertura y de lo sensual por sobre todo saber
prefigurante que delimita a priori la potencia de los cuerpos infantiles.
Tenemos suerte de que Esteban sea
también un gran lector, un filósofo y un escritor que cuenta con un lenguaje
eficaz y sumamente sutil para enseñarnos en qué consiste, operación por
operación, esta resistencia tan vital al mundo humillante en el que sólo vale
la adecuación al orden. A través de su
libro
podemos acceder a una riqueza
espléndida de relatos clínico-literarios. Son innumerables. Nenes y nenas que
van a jugar a con Esteban. ¿Qué pasa en esa clínica? Una la sutil atención a
los afectos que apunta a contactar con el niño como “sujeto de deseo”. Ese
sujeto que se esconde en un cuerpo que no responde, no demanda, no reacciona,
no habla o no siente dolor. Ese deseo que de tan frágil permanece
imperceptible, oculto en las conductas repetitivas, en su propia ausencia.
La escena es de lo mas angustiante: el
deseo ausente, el cuerpo expuesto en su falla. Los padres mortificados. No veo
como evitar la palabra “ternura” para aludir a las narraciones de Esteban con
estos “Pinochos”.
La teoría política que puede leerse entre líneas es la de las desventuras del deseo como lo otro del poder de
normalización. Sólo que por lo dicho queda claro que el deseo no actúa aquí como potencia
transgresora, sesentiochezca. Sino como inhibición y repliegue. No se trata de
organizar la revuelta sino de provocar la demanda. Es ahí, en donde todo
contacto parece imposible, que Esteban entabla su terapéutica amistad con los
pinochos. Spinoza definía la amistad no como el contacto íntimo entre personas,
sino como situación en la que se experimenta la utilidad común. La amistad spinoziana tiene un aspecto
terapéutico, otro estético, otro político.
Pero decía que es una suerte que
Esteban sea tan lector, tan filosofo y tan escritor. Porque además de darnos a
conocer lo que pasa con los chicos y de aproximarnos al horror de las
situaciones familiares que los diagnósticos suelen inducir, nos enseña una
serie de conceptos que son auténticos contra-saberes ético-políticos. Me refiero a los conceptos de “toque”
y “plasticidad”.
Sobre la “plasticidad”, cito a Esteban: “el cuerpo nunca es idéntico a sí mismo. En este sentido, estos niños no son los más aptos desde el punto de vista corporal-orgánico, el que marca la evolución de la especie, sino desde la plasticidad simbólica de un sujeto. Nos referimos tanto a las redes de representaciones que un sujeto puede producir, imaginar y asociar como al entretejido neuronal. La experiencia con el Otro resulta fundamental para el armado del circuito sináptico y para la madurez neurológica siempre y cuando en esa relación escénica circule el afecto libidinal”. Los niños discapacitados “son los que más se “adaptan” y requieren de otro pese a sus limitaciones y lesiones” y “nos introducen en la increíble capacidad plástica, tanto orgánica como simbólica, de transmutar, compensar y modificar la propia dificultad para descubrir la posibilidad frente a un límite orgánico y funcional”. El cerebro mismo no es programación sino plasticidad.
Sobre la “plasticidad”, cito a Esteban: “el cuerpo nunca es idéntico a sí mismo. En este sentido, estos niños no son los más aptos desde el punto de vista corporal-orgánico, el que marca la evolución de la especie, sino desde la plasticidad simbólica de un sujeto. Nos referimos tanto a las redes de representaciones que un sujeto puede producir, imaginar y asociar como al entretejido neuronal. La experiencia con el Otro resulta fundamental para el armado del circuito sináptico y para la madurez neurológica siempre y cuando en esa relación escénica circule el afecto libidinal”. Los niños discapacitados “son los que más se “adaptan” y requieren de otro pese a sus limitaciones y lesiones” y “nos introducen en la increíble capacidad plástica, tanto orgánica como simbólica, de transmutar, compensar y modificar la propia dificultad para descubrir la posibilidad frente a un límite orgánico y funcional”. El cerebro mismo no es programación sino plasticidad.
El otro concepto es el de “toque”. Un
“toque” que no es sólo táctil (como sucede con la caricia en la que el tacto
busca sin saber lo que busca) sino que se da en medio de lo intocable mismo: toque
es el modo en que un sujeto busca producir como afección en otro sujeto; es lo
que el deseo desea como plus respecto del cuerpo del otro para que su deseo aparezca.
El toque es inseparable de la escena, el espejo, el desdoblamiento por el cual,
como sucede con el deseo de Pinocho, somos mas que órganos, mas que mera leña
para el fuego. El toque remite al contacto con aquello que no hay como tocar, al
contacto del tipo mirada/mirada.
A la plasticidad y el toque habría que
agregar el gesto, que articula en un movimiento una significación singular para
el sujeto. Este saber del gesto que se entrega al otro me hace pensar en
Levinas, uno de los tantos filósofos citados por Esteban Levin. En una de sus
páginas de Totalidad e individuo
reflexiona sobre la paternidad, si recuerdo bien, como aquella disposición a
superar la propia finitud conmovido ante las posibilidades de otro. Este
contacto entre las propias posibilidades y las posibilidades del otro, por
descubrir, pone en juego una sensibilidad muy especial. Una sensibilidad de la
potencia, omnipresente en Esteban. Una
clínica del toque, una ciencia de la plasticidad, una ética del deseo, una
micropolítica no neoliberal, una experiencia no patriarcal de la paternidad: no
es poco lo que este libro le dice a nuestra época.