Balance de época (V) // Horacio González

Reflexiones sobre la figura de Cristina


 Si tenemos en cuenta la historia de la injuria y del humor degradante que acompañó casi toda la historia nacional, se puede decir que los agravios hacia Cristina Fernández trajeron como novedad un exceso destructivo en los discursos periodísticos que recurrieron a banales palabras pseudo-médicas, como los vocablos “bipolar” o “crispación”, cuyo fin fue moldear un dictamen de “locura” al modo de una neurología de escasa monta pero efectiva a la hora de carcomer los pilares del gobierno.

Se escucha decir, ahora, que el gobierno de Cristina actuó “contra los pobres”, habiendo dilapidado los dineros públicos contratando miles de “inútiles” en el Estado, habiendo subsidiado a los “ricos”, habiendo hecho “negociados” con medicamentos que les robaban a los jubilados. El tribunal de enjuiciamiento –con tiradas insultantes contra las clases trabajadoras difícilmente escuchadas antes-,  reposa más que nunca en las Tablas de la Ley que escriben la prensa y la televisión diaria, ecos perseverantes de los grandes nucleamientos empresariales-financieros-comunicacionales que se erigieron ya mismo en actores centrales del nuevo gobierno. Todo ello, sin ninguna intercesión de otras interpretaciones alternativas, en el goce más ilimitado de una pérdida de la “facultad de juzgar” que afecta a una parte importante, quizás mayoritaria, de la esfera pública. Se la sustituye con una rápida y hasta grosera demagogia (seccional clásica de la demonología), sin siquiera con los hipócritas cuidados a través de los cuales supo presentarse la demagogia en otros tiempos. 

No es ahora el caso, pues se ausentan incluso los ropajes “populistas” que permitieron la victoria electoral de Macri, y abunda el argumento rústico, la decisión gerencial implacable, el juego sumario de imágenes, el laconismo eficientista que corta los rostros previamente ultrajados de los empleados “despedidos”. ¡Este gobierno “ajusta”… pero en favor de los “pobres”! ¡El anterior expandía una distribución de beneficios evidentes, aunque desprolijas, y siempre “para formar  su propia oligarquía de beneficiados”! Nunca es fácil desandar las falsas instalaciones que promueven acertijos como estos, tan tortuosos, y cognoscitivamente escabrosos al producir una inversión de los signos de la interpretación colectiva. Pero no dejemos que esto impida las verdaderas preguntas. ¿Es que no hubo problemas en y con el gobierno de Cristina, y el conjunto del ciclo kirchnerista? Claro que sí, y muchos. Ejemplos: Ciccone Calcográfica debió ser inmediatamente nacionalizada, era una empresa  impresora de valores monetarios, no podía quebrar o pasar a otras manos privadas más o menos irregulares. Pero irregulares fueron también las acciones del gobierno hasta que al final fue tomada a cargo del Estado, no sin antes una sucesión de eventos no justificables (la intervención de Boudou, el levantamiento sumario de la quiebra, etc.)

Como se ve, no le quito gravedad a estos hechos, quiero apenas ponerlos en un cuadro completo de hechos colindantes, que den cuenta de la verdadera espesura que tienen, lo que los hace analizables o enjuiciables reflexivamente. Pero no –como se los ha tratado-, en la inclemencia de las peores adjetivaciones, totalmente contaminadas con el afán de enviar cabezas propiciatorias al cadalso. Una de ellas: la rubia testa de uno de los ex-ministros de economía de Cristina, guitarrista ocasional del grupo la Mancha de Rolando, acusado ahora de todas las manchas posibles que puedan tener el tal  Rolando o cualquier otro hombre, llámese como se quiera, pero al que fundamentalmente no se le perdona la estatización de los fondos de pensión, entre los que se hallaban papeles accionarios de empresas cruciales, entre ellas, Clarín

Cuando se anunció quién sería el Vicepresidente del nuevo mandato de Cristina, en uno de los salones de Olivos, en la transmisión televisiva que vimos, se notaba el nerviosismo reinante en el lugar. Es posible que Boudou no supiera que iba a ser Vicepresidente, y algunos pensaban también en Abal Medina (el mismo que hoy hace los calculados equilibrios de un “viejo manual” entre Bossio y Cristina). Aquella vez, cuando un viento más fuerte se coló por la rendija de la puerta, Cristina aprovechó para asociar la decisión –que como se sabe recayó en Boudou- con la presencia espiritual o espectral de Néstor Kirchner. La Presidente no era espiritista, sino más bien creyente normal de las formas habituales del culto católico. Su mención a ese soplo inspirador se debía, sin ninguna duda, a su fuerte propensión de captar todos los signos flotantes de una escena y vincularlos a momentos específicos de su discurso. Sin negar la dimensión graciosa que podían tener muchas de estas asociaciones libres, es necesario admitir que el molde irónico en que en general se situaban –exceptuando la alusión de connotaciones místicas con la que aludía a su marido fallecido-, ofrecía permanente un flanco excesivamente frágil y atacable desde las fortificaciones de la implacable oposición.

¿Eran novedosos estos ataques? Si tenemos en cuenta una breve historia de la injuria y del humor degradante que acompañó casi toda la historia nacional, se puede decir que tenían como novedad ese exceso destructivo que acostumbraba a munirse de banales palabras pseudo-médicas, a modo de un dictamen de “locura”. Si los comparamos con las famosas campañas de la revista El Mosquito, o su casi similar Don Quijote, se puede decir que no fueron tan devastadoras y que a un tiempo recogían lo mejor del arte de la caricatura. La  Revolución del 90 contra Juárez Celman mucho le debe a la pluma audaz, incisiva e inclemente de Henri Stein. Del tema absorbente de estas geniales caricaturas y sátiras de gran nivel, se desprendía que era la corrupción una lógica interna del Estado, cualquiera que sea. En verdad, para la gran tradición satírica en la caricatura, la literatura o la poesía, la sistemática corrosión siempre emana de un Poder actual, que se convierte en la viga maestra de los espíritus intranquilos y perspicaces.

Ni Sarmiento, ni Mitre, ni Roca la pasaban bien en esas páginas llenas de acidez  y sarcasmo. ¿Es comparable este gesto corrosivo de grandes dibujantes –en su mayoría exilados españoles-, con las recientes tapas de la revista Noticias, que realizan montajes de carácter ultrajante con el cuerpo o el rostro de Cristina Kirchner? El tiempo transcurrido ayuda a buscar semejanzas y desemejanzas.  Pero la extrema calidad de la pluma de esos caricaturistas de 1890 no fue jamás repetida, y los ataques que el complejo mediático dirigía últimamente al “gobierno de la pauta publicitaria”, solía basarse –por lo menos en la revista que mencionamos y la editorial que la sostiene- en descalificaciones que rondaban el enunciado psiquiátrico, ya sea implícito (la palabra “crispación”) o vocablos desprovistos de toda rigurosidad, (como “bipolar” y otros) sacados de una neurología improvisada, de faltriquera y portamonedas. Papilla de escasa monta. Pero efectiva a la hora de carcomer los pilares del gobierno –decisiones y personas- alcanzados por el demiúrgico veredicto de corrupto.

De todas maneras, la observación condenatoria de una caricatura de Sábat en Plaza Pública, en medio de un encendido discurso por la Presidenta (recordemos que se trataba del grave encontronazo con las nuevas clases agro-técnicas-mediáticas, no era adecuada) Y no porque no fuera ofensiva, o parte de una campaña mayor, sino porque también heredaba dos condiciones relevantes: una, evidente, la gran tradición satírica del caricaturismo rioplatense, autónomo en sí mismo de toda maniobra mayor de la política (aunque sus efectos sí fueran políticos), y luego, porque en lo específico, heredaba la tradición de El Mosquito, uno de cuyos dibujantes, como se sabe, era un ascendiente  -creo que indirecto- del propio Sábat. Era mejor –allí- que la Presidenta no quedara expuesta con una pieza fácil de ser vista como acción de censura. La lucha que entonces se inició tuvo tal dureza que, quizás, exigió cuidados y sutilezas mayores que las muchas que de todas maneras se tuvieron, sobre el trasfondo de las grandes movilizaciones ocurridas.

No era un espectáculo nuevo ni una situación nueva. El juicio incisivo (despectivo o calumnioso) sobre las figuras más encumbradas del país, sobre todo las que ocuparan en algún momento la presidencia, es un campo específico de la historia nacional. Un género dramático habitual. Alberdi atacó a Sarmiento y Mitre cuando eran presidentes, bajo la clásica argumentación de que prometían lo que luego no cumplían,  en especial, prologando arbitrariamente la guerra contra el Paraguay. Pero su desprecio era filoso y amargo, así como el de Sarmiento era fáustico. Ambos tiraban a matar. Incluso Sarmiento sugirió los “intereses comerciales” de Alberdi en el diario chileno desde donde lo atacaba. Rosas fue un motivo de grandes conflictos de interpretación, en vida, y después de muerto. Esos conflictos interpretativos aún perduran. Sus culpas, para sus detractores y por supuesto, para sus partidarios, se alivian con un exilio austero, de farmer pobre pero ultra-reaccionario. Yrigoyen recibió en vida la fuerte campaña del diario Crítica, cuyas razones son complejas, pues lo somete a tecnologías de escarnio de estremecedor calibre, pero luego este diario fue clausurado, paradójicamente, por Uriburu, el golpista.

Es posible conjeturar que el diario de Botana creyó que era factible adherirse –y luego fomentar- un sentimiento de hastío que los sectores medios argentinos, que también lo habían votado al “Peludo”, sentían frente a un presidente que era un blanco absorbente de críticas en relación a lo que ya eran las grandes percepciones sobre el miedo urbano, las noticias sobre grandes crímenes, y el ancestral tema de las corrupción de las elites gobernantes. Casi diríamos que fue Botana el que inició a los grandes públicos en estos tópicos. Si lo comparamos con la campaña de Rivera Indarte contra Rosas, ésta se basaba en elementos más primarios, como el del gobernante degollador, y otras temáticas truculentas que concluían en la conocida consigna “es acción santa matar a Rosas”. Éste, como se sabe, acusaba de “salvajes” y otras yerbas a los unitarios. Alberdi, en su juvenil y moderado rosismo, había excluido la injuria de sus publicaciones de época, sobre todo el impulso sacro que tenían, y a su periódico La Moda (1837), solo lo hacía encabezar con la austera consigna “Viva la Federación”.

Con Perón no fue muy diferente, pero se agregaba ahora, por expresarse bajo su nombre, una fuerte irrupción de un lenguaje desacostumbrado, extraído de una raíz militar, que obligó a los medios más importantes de la época a realizar un pasaje semántico que antes no había hecho Crítica: declarar que  ese lenguaje era ficticio y que encubría fórmulas espurias de conducirse en los repliegues del Estado. Se trataba de la idea de “conducción”, que impuso Perón en la sociedad política argentina –hasta hoy- y que era analizada académicamente, con severidad resignada, por un José Luis Romero, y al mismo tiempo tomada en solfa por un humor cotidiano sigiloso y corrosivo, que veía en esa lengua (que también era  académica, pero de academia militar), un rasgo de encubrimiento respecto, primero, al lenguaje político clásico, y segundo, respecto a cuestionables hábitos personales de Perón –en sordina, esa fue una crítica que lo acompañó siempre, desde sus comienzos a su caída- pero principalmente a su desligamiento súbito de los “sagrados manteles de la misa”.

Era un gobierno, el de Perón, de origen electoral, que “lavaba” con un gran plebiscito democrático su origen golpista –un golpe que poseía complejas ideologías en su interior, reflejos amortiguados de la guerra europea-, y que luego instituía evidentes combinatorias entre apoyo popular masivo y liderazgos fuertes. El resultado era una democracia áspera sostenida en movilizaciones y afiliaciones sindicales intensivas y enérgicos indicios de redistribución de la renta con escalas de justicia avanzada. El desplazamiento de los “refutadores de leyendas” consistía en verlo como totalitario o tiránico, y desde el punto de vista de la convicción más sensibilizada de los sectores intelectuales, como “monstruoso” (el famoso cuento escrito por Bioy y Borges).

Pero ya Natalio Botana, nombre del publicista angustioso que efectivamente nos interesa, el director de Crítica, había llamado loco a Yrigoyen. Quizás la historia de estos malentendidos, voluntarios o no, fundados en estrategias fijas y de ritos circulares de la vida nacional, introducen elementos de no tan remoto origen psiquiatrizante al debate. La “historia de la locura”, querría ser, para muchos de los poderes efectivos del mundo –en contra de los que, a su vez, se dirigieron con sorna Erasmo y Artaud-, la verdadera historia de los políticos y luchadores populares. Desde una visión más profunda, el “instante de decisión” puede ser equiparado al “momento de la locura”. Pero sería entrar a terrenos propicios a las filosofías de un C. Schmitt o un J. Derrida, lo que poco les importaría a los editorialistas de La Nación o Clarín.


Si leyeran estas breves observaciones, solo conseguirían exacerbarse y convencerse que la esfera de lo político, con sus intereses específicos, es un mundo desorbitado y en estado de permanente delirio cuando aparecen escenas, todo lo imperfectas que se quieran, de un gobierno popular. Mucho de este linaje de disensiones entre el periodismo enjuiciador clásico y los procesos llamados populistas –con menor o mayor precisión en el uso de este vocablo- se repiten ahora, con asombrosos parecidos a las prosapias y genealogías injuriantes del pasado. Se dedicaban ahora a la presidenta Cristina Fernández, y enfocaban su estilo, su discursividad y sus a veces inesperadas decisiones, como arena privilegiada de una analítica del hundimiento de una forma de gobierno, haciéndola motivo de un naufragio político, ético y moral a su principal exponente.

La Presidenta, es evidente, tenía en tanto tal, un estilo sumamente particular. Su oratoria estaba compuesta de innumerables planos y escorzos, y con incesantes referencias “personalizadas” a los focos inmediatos y mediatos de sus alocuciones, a fin de buscar retóricas confirmaciones de lo que se decía, o diseminar una suerte de imaginarias preferencias sobre tal o cual circunstante. Cuando interpelaba a los asistentes de sus actos oficiales, no lo hacía - no podría hacerlo-, en términos de crear una relación igualitaria. Evidentemente, era la Presidente generando simbolismos y alegorías de acción, que hacían de cada acto un cierto arquetipo donde se esfumaba necesariamente las figuras singulares  con las que aparentemente hablaba. ¿Cómo juzgar ese hecho? Ellos han merecido críticas demoledoras y escandalizadas, como si en estas espesuras de la dicción de toda figura pública, no estuviera siempre la composición de requisitos alegóricos de ésta índole. No obstante, podría decirse que la Presidenta los empleaba en demasía.

Sobre esto, se podrían también poner en discusión –en esta democratización de los estilos ceremoniales que parecen estar en juego- los demás modos de expresión conocidos en este momento. La Presidente, como dijimos, era “regaladamente” alegórica a través de desplazamientos que solían costarle al día siguiente  entusiastas y facilitadas críticas de los periodistas encargados de triturarla con sus estiletes semiológicos.

En el talante presidencial de ese momento –podemos dar ejemplos-, las “cadenas” del Combate de Obligado pasaban a ser los pensamiento encerrados en “cadenas” que había que cuestionar; la transmisión abierta del fútbol llevaba a la tan criticada idea del “secuestro de goles”; y en algunos momentos, alusiones del argot popular de carácter picaresco, no se privaban también de ser incluidos por la Presidente, en atrevidos pasajes discursivos para que los analistas de signos de turno, desafiados, pusieran en su cosechadora de desprecios y acusaciones la crítica a la “frivolidad”. La indetenible cadena metonímica que ponía en juego la Presidente era muy interesante –contrastante con el parvo laconismo de los demás magistrados, ni qué decir de Macri- pero como lo demostraron los hechos posteriores, era tan atractivo como riesgoso.

 Otras veces, anuncios fundamentales eran hechos por la Presidente en estilo coloquial, que no parecerían pertinentes a la voz del Estado en su manera circunspecta. El ex presidente uruguayo Mujica, llevando al máximo estas expresiones de familiaridad en el lenguaje y a un toque un tanto rebuscado la exposición frugal de su figura pública, era casi siempre festejado, así como por mucho menos fue estigmatizado Chávez, inventor de un discurso que mezclaba drama, comedia, vida intelectual y expresiones populares del vivir común, no chulas sino basadas muchas veces en finuras de la lengua. Claro que acompañadas de énfasis sin duda hiperbólicos. Un rasgo específico de la Presidenta es algo que no suele tomarse en cuenta por la necesidad de hacer pasar a primer plano la llamada “crispación”, usada, dijimos, como sinónimo de “locura” e incomprensión de los otros –grave acusación pues significaría ni más ni menos una ausencia de escucha de las máximas autoridades-, y se trata de un rasgo que alude a su capacidad de reflexionar sobre la cualidad del tiempo, la fugacidad de las cosas y la excepcionalidad del luto. Se pasan por alto estos momentos de autorreflexión muy interesantes, no emanados de un cálculo sino de una conciencia desgarrada, pero que suelen interpretarse por los críticos profesionales, como parte de un amplio empaquetamiento de imposturas. Creemos que no es así y que hay mucho más para decir sobre esto
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 Para todos, sería interesante que se hubieran desandado varios planos de este excesivo estilismo –analizar los procesos históricos como si fueran solo rastros estetizados de estilos oratorios, o bien indumentarios, o bien muletillas de expresión-, para analizar los complejos problemas en curso, donde sin abandonar las cuestiones expresivas y estéticas, se tuviera más en cuenta las bien conocidas dificultades universales, no solo argentinas, para recrear los vasos democráticos comunicantes entre Estado y sociedad. Eso no ocurrió. Y el debate sobre los dichos presidenciales se nutría en la misma proporción de la amplia reiteración con que la Presidente hacía públicas sus palabras,  sea en la plaza pública, en patios internos de la Casa de Gobierno, por twitter o video-conferencia. ¿Y?

Una pieza discursiva que se le escuchó a menudo a Cristina fue la noción de “presidenta militante”. Esto tiene sus problemas, acechanzas y novedades. El riesgo de declarar “militancia” cuando se asume la primera magistratura, es el de desaprovechar esa instancia universalista que abre la institución presidencial para entrarle novedosamente a la entraña última de los problemas, lo que no obstante estaba presente cuando la Presidente mencionaba a los “cuarenta millones de argentinos”. Sin embargo, esa frase inevitablemente adquiría una forma dispersiva cuando invocaba bajo la insignia de la militancia, la condición transformadora específica del gobierno, con medidas desequilibrantes de alcances sectoriales pero no facciosos.

No obstante, poner decisiones urgentes y traumáticas bajo la acepción “militante”, implicaba más y mayores debates que los que –según mis recuerdos- se atinaron a hacer. En su reemplazo apareció “el mal debate”. Las fórmulas acusatorias fáciles se extendieron a todas las áreas de actividad, y por lo tanto se acrecentaron también las rápidas respuestas defensivas. El “periodismo militante” fue acusado de “despreciar los hechos”, y entonces se respondía con la idea de que todo hecho es igual a la singularidad soberana que tienen sus más diversas “interpretaciones”. Pero éstas rápidamente eran devueltas, por los contradictores de la voz militante, como un signo de sectarismo que ignoraba la necesaria “objetividad” de la vida y el mundo

El llamado a la militancia en el ejercicio de la función pública, sin embargo, posee un evidente atractivo, que corre parejo a sus inconvenientes. El atractivo es el de poner los ruinosos y oxidados estamentos del Estado en una situación desentumecida, aireada respecto a los innumerables pasadizos de la lúgubre burocracia tamizada por invisibles “peajes” obligatorios, o como se los llame. Hay un aroma libertario en la consideración por la cual no se da el tajo final que escinde el funcionario del militante. Visto del ángulo opuesto, el militante en el interior del pliegue estatal, se presta como fácil blanco de la acusación de “politización” de lo que, de “antemano”, posee una apacible “neutralidad”. Los críticos del “Estado militante”, desde luego podían ver allí la excusa de una ingeniosa fenomenología del latrocinio.

Bastante consiguieron inducir a la visión del político estatal como un comediante de su propio interés personal. No hubo tal; hubo, sí, una falta de calidad en la concepción del Estado. Eso fue algo que habitualmente suele llamarse “oportunidad perdida”. Lo otro, lo que ahora vemos, parecería que viniera a restaurar una racionalidad mecánica en el Estado, que “antes” parecía “orgánico”. Se trata de “desgrasarlo”. Esto es, algo no explicado nunca, como no sea con la guillotina de una lúgubre Razón lineal y expulsiva.

Un Estado como el que pretenden será un anexo de las agencias de “management”, la suma de las desmesuras que, por su reverso, componen los pretendidos momentos cristalinos de toda una sociedad supuestamente transparentada hacia sí. Una aséptica vitrina decisionista donde máquinas humanoides tomarían providencias exactas. Y que como ente no sólo de la racionalidad tosca, sino del juicio disecado, vendría a reparar, convirtiendo automáticamente en réprobos y cabecillas del robo nocturno de documentos, a los miles de funcionarios que bajo cualquier título ocupamos cargos de dirección en instituciones notorias. Y entonces, bajo la imagen de un desplome de los vampiros del Estado, succionadores de arcas públicas y retenedores de los llamados “vueltos”, se construirían imágenes casi parecidas a la caída de Hussein o a los momentos finales de Kadaffi. El sistema metonímico, el de más fácil transferencia imaginaria de una parte interesada y dramática de un acontecimiento, desplazado a una difusa totalidad que se ha congelado previamente con toda clase de objetivaciones en torno a la corrupción, tiene un papel formidable en esta filosofía a martillazos de las comunicaciones Gran Mediáticas.

Creo, por fin, que no se planteó bien la idea de una militancia en articulación con el ejercicio de políticas públicas. Lo que se hizo, sin embargo, tiene más consistencias –aun ofreciéndose a legítimas críticas- que el pseudo-universalismo o la pseudo neutralidad del macrismo. Ahí sí que el Estado es un botín de empresas globalizadas o de “capitales nacionales” –siempre entrelazados con las anteriores- que no solo incurren en los viejos vicios nepotistas que nunca dejaron de existir, sino que simulan que el Estado es una máquina “robótica” (el “equipo”) que no está atravesado por intereses particularistas y la espesa confusión entre lo público y lo privado. Solo que aquí hay que buscar al HSBC o a las Telefónicas, y no a un ministro “cabeza fresca”.

Para terminar estas desordenadas líneas, me refiero a ese ministro. No sé bien lo que hizo, solo conjeturo. Lo que sea, debe contar con más explicaciones. Como mínimo, las irregularidades en Ciccone (tanto ésas como otras también notorias, ya las mencioné antes), pero al mismo tiempo deben considerarse, muy especialmente, las decisiones públicas de ese ex Ministro en torno a los fondos de jubilaciones (que lo convirtieron en un objetivo inmediato de los grandes grupos económico financieros) y por otro lado, sus estilos personales, fáciles de subsumir en una serie de frivolidades rampantes… Todo ello debe ponerse en la imaginara “balanza” del juicio que se le debe a los hechos acontecidos. Por mis funciones, hablé varias veces con Boudou. Amable, simpático, muy “Mancha de Rolando”, sin abandonar un aire de “rockero maduro”, conversaba de temas económicos con pertinencia, aunque hubiera aspectos en que no se concordara enteramente. Estampa viva del kirchnerismo, incluso en el abandono al que ahora es sometido, según creo y percibo. Inclusive escuché que su grupo de rock ya toca en el stand de Clarín en Mar del Plata.

Dada  la envergadura que adquirió la inmediata demonización que ocurre cada vez que es pronunciado su nombre, se exige que un juez probo intervenga en las causas que tiene abiertas. Muy lejos estoy de pensar que Oyarbide sea esa figura. Muy lejos estoy de pensar que nada y algo de esto sea fácil. Y muy lejos estoy de pensar que éstos, mis pensamientos, alcancen. Quizás haya una segadera preparada para el cuello de cada uno de nosotros. Sin embargo, se trata de llegar verdaderamente a la “facultad de juzgar” –ente de la razón crítica que para Hannah Arendt era la subvención máxima que se le debía otorgar a la tan proclamada república-, que sin embargo, parece constantemente retirarse de escena. Es que toda vida, en esencia, es trágica.

(En el capítulo 6 trataré la cuestión de Malvinas, en el clima de “negocios” que incluso sobre esas islas ha diseminado el macrismo).


Buenos Aires, 12 de febrero de 2016
Fuente: La Tel@ Eñe