Política y movimientos sociales:
acerca de diciembre
de 2001 (*)
Mariano Pacheco
Si
es cierto -como alguna vez afirmó Gabriel Sarando, leyendo a Martín Heidegger-
que cada generación gesta su héroe, y si es cierto, asimismo, que las jornadas
del 19/20 de diciembre de 2001 funcionan como símbolo insoslayable de lo que en
otras oportunidades hemos denominado como Nueva Izquierda Autónoma, cabe preguntarnos,
a casi una década de la rebelión, cuanto de aquellas apuestas ha quedado
consolidado en experiencias organizativas; cuanto han avanzado estos procesos,
cuánto han logrado disputar poder.
Hacernos
estas preguntas implica, desde el vamos, reconocer que las huellas de diciembre
de 2001 aún persisten en la actualidad. Y, por supuesto, implica concebir la
crisis no como mal a conjurar, sino en su positividad (en
términos políticos y no en sus aspectos económicos, en las carencias materiales
que implica en las condiciones de vida de las clases populares, claro está). La
crisis como momento propicio para rever que hacemos, quienes somos, hacia dónde
vamos. No en vano se ha insistido (Sheldon Wolin ha sido uno de ellos) en que
los grandes enunciados de la filosofía política surgen de los momentos de
crisis (contra ellas, insiste Wolin). También Eduardo Rinesi, en su libro Las
máscaras de Jano. Notas sobre el drama de la historia, ha destacado
que las crisis “son momentos enormemente productivos, de desentumecimiento, de
desperezo, de apertura de la historia”. Como la crisis es el corazón íntimo y
el reto mayor del pensamiento político, no deberíamos apresurarnos a huir de
ella, a querer dar cuenta de ella (desde un lugar externo), sino que el desafío
es poder permanecer actuando y pensando en el interior mismo de la crisis.
En
este sentido, las jornadas del 19/20 son de vital importancia, entre otras
cosas, porque colocaron a la política misma en otro lugar. Es más, tal como
señaló en su momento Raúl Cerdeiras en un artículo publicado en la revistaAcontecimiento (que
fundó y dirige desde hace dos décadas), la insurrección permitió hacernos
nuevamente la pregunta: “¿Qué es la política?”.
Si
entendemos a la política como invención, como subversión de lo existente, o
como señaló Alain Badiou en su artículo “La hipótesis
comunista”, como “acción colectiva
organizada por determinados principios, que aspira a desplegar las
consecuencias de una nueva posibilidad que en la actualidad se encuentra
reprimida por el orden dominante”, entonces, la participación en el proceso
electoral y la gestión del Estado –binomio por excelencia de la democracia
formal- no pueden concebirse como momentos fundamentales de
una política revolucionaria (que no es lo mismo que entender
que nunca, allí, se ven plasmados momentos de las relaciones de fuerzas entre
los proyectos –de clase- enfrentados en la sociedad). Siguiendo al Nico Poulantzas de Estado, poder y socialismo,
podríamos decir que el Estado “condensa no sólo la relación de fuerzas entre
fracciones del bloque de poder, sino igualmente la relación de fuerzas
entre éste y las clases dominadas”.
Claro
que los matices de la gestión estatal pueden ser demasiado amplios. Nadie está
negando la abismal diferencia que pueda existir, por ejemplo, entre una
dictadura sangrienta que reprime y clausura cualquier tipo de derecho, y un
gobierno progresista que promueva reformas que amplíen los derechos sociales y
laborales, los derechos humanos en general. Pero no deja de ser gestión de lo
existente, regido por la lógica dominante de la representación. Cuando esa
lógica se quiebra, entonces, es que estamos a las puertas o transitando ya
hacia otra cosa, hacia la subversión del orden existente.
Por
supuesto: pensar desde la crisis implica concebir que el motor de los cambios
está en el conflicto y que, precisamente porque es el conflicto el motor del
cambio, no podemos saber, de antemano, cuales pueden llegar a ser los
resultados. Por eso una política revolucionaria se asienta sobre las bases conceptuales
de la contingencia, del carácter abierto de los procesos históricos. Por eso,
conceptualmente, es absurdo cuestionar los límites del movimiento de la clase.
En
este sentido, diciembre de 2001 opera como símbolo generacional, porque fue
allí el momento donde más claramente fue puesta en cuestión la legitimidad de
las clases dominantes, luego del aplastamiento, a sangre y fuego, de las
apuestas revolucionarias de los 60 y 70. Que no se haya logrado, como en
Bolivia o en Venezuela, expresar esos cambios en las correlaciones de fuerzas
en el Estado, no quiere decir que debamos quitarle mérito a lo sucedido, sino
tan sólo resaltar los límites, no impugnando la experiencia sino proyectándola.
Porque no caben dudas, si hablamos desde la inmanencia de las experiencias, que
fueron aquellos días (semanas, meses) momentos de apertura a la impugnación del
orden social, de sus clasificaciones y jerarquizaciones, de sus lenguajes. En
fin, que hubo, durante ese período de aceleración temporal, política.
Y queda claro, desde la perspectiva que se viene sosteniendo en estas líneas,
que no hay propiamente política -para decirlo con las palabras
del Rinesi de Política y tragedia. Hamlet, entre
Hobbes y Maquiavelo- sino “cuando ese carácter presuntamente
inmutable y necesario del Orden es desnaturalizado, conmovido, puesto en
cuestión”.
Momento
de condensación, entonces, de una puesta en crisis, de un sacudón de la
cosmovisión posdictatorial, que venía insistiendo, una y otra vez, en que no se
podía cuestionar el pacto de los consensos de la representación. Porque si
después de 1983 la política funcionó cada vez más como conservación de lo
existente, como espectáculo (reforzado por una predominancia cada vez mayor de
la virtualidad televisiva), las jornadas de diciembre de 2001 recuperaron,
nuevamente, un lugar central para la corporalidad –según supo destacar María
Pía López- en la política, entendida como ejercicio de interpretación de
la historia y transformación de la sociedad, quebrando así el “terror dictatorial”
presente en los cuerpos y las subjetividades durante el período “democrático”.
Y si insisto con el carácter simbólico de 2001, es porque en ese período se
condensan y se proyectan experiencias previas, tanto a nivel nacional como
internacional (en Argentina, la pueblada de Cutral Có en 1996; en Nuestra
América, la insurrección zapatista en enero de 1994; en 1999, en el “primer
mundo”, se produce la manifestación contra la cumbre de la Organización Mundial
de Comercio, la OMC, en Seattle, que da inicio a una serie de protestas a nivel
mundial). Son las resistencias del nuevo siglo, si tomamos la periodización
“soviética” propuesta por algunos historiadores como Erik Hobsbawm, para
quienes el siglo XX culmina con la caída de los socialismos reales en 1989.
Por
último, quisiera afirmar que el predominio de las (actuales) prácticas
preformativas, por sobre las (futuras) instituciones (por no decir Estado,
que trae más confusiones que aclaraciones) que deberíamos gestar para
auto-regir el comportamiento social, no implica negar la necesidad de que el
movimiento se solidifique. Implica, simplemente (y no por simple menos
fundamental), afirmar su primacía ontológica (así como ontológicamente, el
mundo que ya desde ahora vamos gestando, tiene una preponderancia por sobre el
mundo que nos obstaculiza el impulso y obstruye nuestro flujo creativo. En este
sentido, es un mundo que es preciso aniquilar –más que superar–, pero no es el
fundamento a partir del cual definimos nuestro ser-hacer).
Y
la afirmación de esta primacía tiene consecuencias políticas fundamentales. En
este sentido, haciéndonos eco de las palabras del Louis Althusser de El marxismo como teoría “finita”, podemos decir que nunca jamás, por principio,
el partido –decía él, nosotros diremos el movimiento- debe considerarse
“Partido de gobierno”, porque su función es ser el instrumento número uno de la
“destrucción” del Estado burgués. Aun apoyando o participando de un gobierno,
insiste, debe estar fuera del Estado. Porque sin esa autonomía, no saldremos
jamás del Estado burgués, por más “reformado” que este sea.
Hay política desde
abajo, por el cambio social –entonces–, cuando nuestra clase logra organizarse,
librar batallas (¡y ganarlas!), conquistar mejores condiciones de vida, gestar
otras formas de vínculos, otros valores y otra subjetividad; una
institucionalidad propia, diferente a la hegemónica. Proyectar una política
popular revolucionaria, que logre cambiar la correlación de fuerzas, entonces,
es un desafío para la próxima década. Gestar un movimiento político de masas
capaz de proyectar toda la experiencia acumulada en estos años a sectores cada
vez más amplios del pueblo trabajador. Otro país, y ya no el eterno retorno de
lo mismo...
(*)
Extracto de un ensayo publicado en el libro Socialismo desde abajo, Herramienta
editorial, Buenos Aires, 2013.