Los ojos azules bien abiertos
por Ezequiel
Casanovas
(Fotos: Pablo
González)
Una
noche de enero de 2015, Cristian Pilotti agarró a su novia del cuello, le gritó
que era una puta, que la iba a matar y la golpeó en la cabeza hasta dejarla
inconsciente. La justicia lo consideró “tentativa de femicidio”. Con las
resonancias del #NiUnaMenos todavía en el aire, crónica de una historia de
violencia machista.
Vicky está contra la
pared de la habitación de Cristian y no podrá escapar. Los ojos azules bien
abiertos por el miedo. El pedido, el ruego para que hablen no alcanzarán a
tapar los gritos, las amenazas. Tampoco su mano de mujer delgada. Por más que
la estire y trate de doblar el brazo de su novio. No podrá con ese caño
trabajado en años de gimnasio ni con la mano como tenaza que la sostiene del
cuello. Ni con la otra, ya puño que se estrella contra sus pómulos, sus labios,
sus mejillas.
Los golpes podían
llegar si Vicky saludaba a alguien y no lo presentaba. Si entraba a un Facebook
de otro hombre. Si se ponía una minifalda o un jean. Si se maquillaba mucho,
poco o iba a cara lavada. Siempre le echaba la culpa. Siempre los celos, la
desconfianza de Cristian.
Aquella noche,
después de siete años de relación, Cristian le revisó el celular. Encontró un
mensaje de alguien que le decía a su novia que era una reina y debía ser
tratada como tal. Ella contestaba que estaba bien y elegía estar con él. Pero
no alcanzó.
—Hay cosas que tengo
tapadas —dice Vicky para explicar que esas situaciones eran normales en la
relación y de muchas ya no se acuerda.
Hay cosas que tiene
tapadas. Se acostumbró: un buen maquillaje para los pómulos morados; hielo para
la hinchazón en los labios; el pelo como una cortina para las marcas en el
cuello. O decir, como le dijo un día de ojo morado a su mamá, que Cristian le
había dado un codazo cuando abrió la ventana.
**
El 21 de agosto de
1989 Alejandra y Roberto tuvieron a su tercera hija en Rosario. Victoria
Montenegro llegó veintitrés meses después que las mellizas Fernanda y Soledad.
A los dos años, la familia se mudó a Mar del Plata. Siempre vivieron en San
José, un barrio de clase media trabajadora. Ahí, en 1997 nacieron los más chicos
de la familia: Eugenia y Rodrigo, también mellizos.
Vicky andaba de acá
para allá con sus hermanas más grandes. Uno de los juegos favoritos era con las
barbies. Tenían varias y hasta les habían regalado la casita para esas muñecas.
Las peinaban, las cambiaban y a veces les inventaban alguna historia. El barrio
estaba lleno de chicos: jugar en la vereda era otra opción. O iban a patinar a
alguna plaza.
La naturaleza le
gustaba desde chica. El jardín y parte de la primaria los hizo en el colegio
Albert Schweitzer y, cada año, los llevaban de campamento. La escuela le
encantaba y Alejandra todavía lamenta que en cuarto grado tuvieron que
cambiarla a la número 20 porque ya no podían pagarla.
Cuando tenían entre
ocho y diez años Fernanda iba con Vicky a hacer los mandados y su hermana
miraba para abajo todo el camino. Entraba a los negocios, volvían y nunca
levantaba la cabeza. En los cumpleaños lo mismo. Se quedaba sola, sin hacer
nada hasta que alguien le hablaba y la invitaba a jugar.
El Polivalente de Arte
era el colegio de Fernanda y Soledad y el que eligió Vicky para hacer el
secundario. A la mañana tenía clases y a la tarde danza. Dos años después no
soportó más. La danza no era lo que esperaba y no había diferencia entre la
doble escolaridad y leer un libro de mil páginas. Terminó cambiándose al
Federico Leloir.
A los quince tuvo a
su primer novio. Lo conoció en el centro donde los chicos y chicas se juntaban
a conseguir tarjetas para algún boliche. Se llamaba Lucas pero para Vicky era
más un amigo que una pareja. Escuchaban mucho reggae, se la pasaban haciendo
trenzas de tela, yendo a recitales.
Alejandra recuerda
que sus tres hijas más grandes compartían el mismo grupo de amigos. Eran como
quince y cuando no iban a bailar se quedaban en su casa, ponían luces, equipo
de música y una de las habitaciones se convertía en pista de baile. Fernanda
dice que esos fueron los mejores años. Iban juntos a todos lados, se querían
mucho y compartían los mismos códigos.
Durante toda esa
época, Vicky se imaginaba una tarde de verano en la playa. El cielo enrojecido
del atardecer. El mar oscuro pero azul apenas con unas ondas sin ganas de ser
olas. Ella, vestido blanco, del brazo de su padre. La gente de pie a los
costados de un camino para que la novia llegara al altar y al novio que la
esperaba junto al cura. El sí, acepto y después una fiesta de dos días.
El Cristian del
principio -como lo llama Vicky ahora- se parecía al novio de ese sueño. Era
compañero, contenedor, la entendía y aconsejaba. Las salidas eran muchas y
variadas: pasaban el día en la playa, se iban a Santa Clara o Miramar, tomaban
mate en la Costa, iban al cine, a bailar y organizaban campamentos. Lo que ella
proponía siempre estaba bien. Tenía todo lo que Vicky esperaba para enamorarse.
Pero le cuesta recordar esa etapa. A Fernanda no.
El abuelo materno era
uno más en la casa. Siempre vivió a pocas cuadras y lo veían todos los días.
Para Fernanda y las hermanas era el amor de sus vidas: un padre. No llegaba a
los 70 años y tenía soriasis. Un día de marzo de 2009 fue a la clínica para
hacer un tratamiento de la enfermedad pero le inyectaron mal un medicamento y
murió a los tres días.
Cristian no se movió
de al lado de Vicky. La acompañó al velorio, a la casa, al entierro. Preguntaba
si alguien de la familia necesitaba algo y no se olvidaba de decirle a su novia
que todo iba a estar bien.
Ahora, Vicky no puede
explicar en qué momento cambió la relación. Fernanda cree que sí. Se acuerda la
primera vez que lo vio violento: hacía más o menos un año que salían. Vicky
llevaba un vestido color crudo, la cara apenas maquillada, el pelo suelto.
Tomaban una cerveza en la casa y al rato llegó Cristian que la venía a buscar
para salir.
Él y Fernanda estaban
sentados a la mesa rectangular del comedor de paredes blancas sin ningún
cuadro. Vicky se fue a la pieza y volvió con un short y una remera. Preguntó
cómo le quedaba. Fernanda le dijo que bárbaro. Cristian estaba atrás suyo: lo
escuchaba pero no podía ver las señas que hacía y dijo que estaba de acuerdo
pero a su hermana se le transformó la cara. Se fue y cinco minutos más tarde
volvió con un pantalón y camisa escocesa. Para Fernanda también le iba bien.
Cristian opinó lo mismo. Vicky miró al suelo y volvió a la habitación a
cambiarse otra vez.
Fernanda fue al baño.
Salió y desde el pasillo que da a la habitación escuchó a Cristian diciéndole a
Vicky que con short, pollera o jean era igual:
—A mí me chupa un
huevo lo que te pongas: siempre vas a ser una puta.
**
Vicky vio que el
puntero del mouse se movía solo aunque hacía unos minutos que nadie tocaba la
computadora. La flecha fue hasta el zócalo de la pantalla, se posó en el ícono
del Messenger y lo abrió. Ella se sentó en el escritorio y agarró el mouse. El
puntero se detuvo.
A los dos días, el
técnico que revisó el CPU descartó un virus o cualquier otra falla. Pero Vicky
no estaba loca: alguien manejaba el puntero desde otra computadora. Era
Cristian que había instalado un programa espía. Podía ver con quien chateaba,
las páginas a las que entraba y hasta los trabajos que hacía para el
profesorado de maestra jardinera.
Estaba en primer año
y había dejado Publicidad, la carrera que siguió apenas terminó el secundario.
Le gustaba pero no se imaginaba entre campañas y avisos. Todas las mañanas
cuidaba a los nenes de dos y cuatro años de su vecina. Jugaban, pintaban, la
pasaban bien y pensó que su vocación era estar al frente de una sala en un jardín
de infantes.
La relación con
Cristian llevaba más de dos años y no era como al principio. Cuando iban a
bailar o al cine pasaba algo que disparaba los celos de él. Igual que cuando
estaban con el grupo de amigos de Vicky. Su novio siempre se enojaba. Sobre
todo si alguno de los chicos la miraba, le hablaba o se reía y ella se empezó a
distanciar. Sus amigos le hablaron, le pidieron que no se aleje pero después la
dejaron ir.
Cristian también
sabía mostrarse como cuando lo conoció: la hacía reír, la acompañaba, la
contenía. Vicky hacía todo para que ese momento fuera lo más largo posible. Si
sonaba su celular se encargaba de que supiera quién la llamaba y si no estaban
juntos le avisaba cada uno de sus movimientos. Todo el tiempo pensaba cómo
proteger la relación y a Cristian. La única forma de cambiarlo —y estaba convencida de que lo iba a cambiar—
era estando con él.
Vicky miraba a sus
papás. Habían tenido problemas económicos, familiares, pérdidas de personas muy
queridas. Incluso, Roberto, camionero, trabajaba en San Nicolás y veía a la
familia un fin de semana cada quince días. Pero con Alejandra hacía más de
veinte años que estaban juntos. Para ella, el amor era luchar contra todo y a
Cristian lo amaba.
El primer año en el
IDRA, el instituto donde cursaba, fue inmejorable: metió todas las materias. Un
día de octubre de 2010 se preparaba para rendir un parcial a las seis de la
tarde y le llegó un mensaje. Una exnovia de Cristian le decía que él le acababa
de escribir para verla. Ella lo llamó y le contó. Cristian le pidió que
esperara en su casa, estaba yendo para allá. Quería explicarle.
Vicky se fue a
rendir. Caminaba por la calle Córdoba y dos cuadras antes de llegar al
instituto vio a su novio que venía de frente. Dobló, hizo una cuadra y volvió a
doblar en San Luis. El IDRA tenía entradas por las dos calles. Nunca va a saber
cómo pero Cristian le había ganado. Estaba cerca de la puerta aunque no pudo
evitar que ella se escondiera entre otras chicas y entrara.
No había llegado al
aula que el teléfono sonaba y sonaba. Vicky no atendía y lloraba. El primer
mensaje de texto decía “salís o entro y te cago a patadas”. El segundo: “voy a
romper todo te voy a matar”.
Vicky, la respiración
entrecortada por la angustia, apenas le podía explicar a su profesora que no
iba a rendir. La mujer la obligó a mostrarle los mensajes. Le dijo que lo
normal era que su novio le preguntara a qué hora salía y la esperara. Ella le
aseguraba que no iba a entrar, que no pasaría nada.
Desde el instituto se
comunicaron con Alejandra. Un empleado de seguridad privada vigilaba a Cristian
que miraba hacia adentro o iba de una puerta a la otra. A medida que terminaban
de rendir, las demás chicas le hacían compañía a Vicky.
De afuera llegó el
ruido de la sirena. Un patrullero se llevó a Cristian de la puerta del
instituto. Ella no podía creer lo que estaba pasando. Ya no habría excusas: en
un rato se quedó sin maquillaje para el ojo morado, sin pelo que escondiera los
dedos marcados en el cuello. Desnuda como mago al que le descubren todos los
trucos: su familia, sus compañeras y todo el IDRA ya sabían.
Vicky se moría de
vergüenza.
**
Según la ley 12569 de
la provincia de Buenos Aires, la Violencia de Género puede denunciarla
cualquier persona. No sólo la víctima. Pero nadie hizo la denuncia.
Las denuncias por
violencia de género se hacen en la comisaría de la Mujer. Según el Centro
Municipal de Análisis y Desarrollo del Delito, en 2014 hubo 1139 denuncias y
estiman que las víctimas son más de 7 mil: la mayoría de los casos no se llega
a denunciar.
El 108 es una línea
de asesoramiento gratuita que dispuso la dirección de la Mujer de la comuna a
la que puede comunicarse la víctima o cualquier persona que sepa o sospeche de
una situación de violencia. En enero y febrero pasados recibió en promedio 700
consultas mensuales. Más de 23 llamados por día. En 2014, el promedio fue de
600 por mes.
**
“No se considera como
un hombre violento ni golpeador”, dice un asistente social sobre Cristian. Lo
entrevistó en el marco de la causa en que figura como imputado y el informe
final consta en el expediente.
Nació el 7 de enero
de 1990. Le dicen Pilo —su apellido es Pilotti— y es el mayor de cinco hermanos.
Los trillizos tienen dos menos que él y al menor le lleva nueve. Vive con ellos
y sus padres en el barrio Hipódromo.
Desde los dieciocho
años trabajaba de ocho a tres de la tarde en el Ente Municipal de Vialidad y
Alumbrado. Manejaba un camión de “Bacheo al toque”. Según él, nunca tuvo
problemas ni sanciones laborales. También es guardavidas y conductor náutico.
Cuando salía del
trabajo, iba al gimnasio. Hacía musculación, cinta, bicicleta, spinning. Con
uno de sus hermanos, personal trainer, seguía una dieta a base de proteínas
para subir de peso. Los kilos demás se convierten en músculos. Todos los días
comían arroz con pollo, ocho claras de huevo y tomaban polvos proteicos con
carbohidratos y aminoácidos. Nunca probó anabólicos ni esteroides.
Fumaba marihuana
desde los dieciséis. Probó cocaína pero no le gustó. Hacía dos años que
consumía éxtasis. También pepa junto con alcohol todos los fines de semana para
ir a fiestas electrónicas. “Me pega alegre”, dice.
A su relación con
Vicky la describe como “la única en que tuvo sentimientos”. El asistente social
escribirá que Cristian no registra la situación de violencia por la que se lo
acusa. Sí otras veces en las que tuvo ganas de pegarle a Vicky pero logró
reprimirse y controlarse. “Es la única persona que logró sacar lo peor de mí.
Nunca le levanté la mano a una mujer”, dice Cristian.
**
El mensaje de
Cristian decía que estaba pasando por el momento más difícil. Vicky le
respondió y quedaron en encontrarse en la puerta de su casa. El mismo lugar donde
se habían visto por última vez hacía un año. Fue una noche de febrero de 2012.
El cielo despejado, el calor, sugerían una cerveza o una vuelta por la costa
pero él no quiso. Tenía que contarle algo antes que se enterara por otra
persona. Estaban en su auto, lloraba y un temblor le sacudía todo el cuerpo.
Tardó unos minutos en reponerse. Ella pensaba que estaba enfermo o se iba del
país. Nada de eso. Había tenido una hija con Florencia, una de sus amigas.
A principios de 2013,
Cristian también lloraba y le decía que la necesitaba. La mamá de la nena se la
había llevado a Buenos Aires. No le atendía el teléfono ni respondía mensajes.
No tenía cómo ubicar a su hija. Tampoco entendía a la abogada que contrató para
recuperarla. Le pedía ayuda.
—Lo empecé a ver de
vuelta por la nena— dice Vicky.
—¡Por lástima! —grita
su mamá desde algún lugar de la casa y parece que ella no escuchara.
—Fue lo peor que
podía haber hecho.
Vicky, pantalón
verde, remera blanca, va a repetir esa frase o alguna parecida todas las veces
que cuente que volvió con Cristian. Pero así lo puede ver después de tres meses
de terapia.
Desde las amenazas en
el IDRA cada vez que se reconcilió con él fue por unos meses —lo mismo dirá
cuando lo denuncie—. Después se peleaban, estaban un tiempo separados hasta que
pasaba algo y volvían. Muchas veces a escondidas. Nadie quería que esté con él.
Ella lo puede ver
ahora que ceba mate dulce en el living de su casa, le pide al gato gris que no
se suba a la mesa y describe a la relación con el Círculo de la Violencia, un
esquema que usa la psicología para analizar las relaciones violentas y tiene
tres etapas.
Todo empieza con la
etapa de acumulación de tensión. El hombre vive enojado, indiferente, es dueño
de silencios que duran horas. Si la mujer pregunta qué le pasa, responde que
nada, que es ella que está muy sensible. Tiene demandas irrazonables o
manipuladoras: si hay lasaña para la cena, su mujer debió imaginar que él
quería comer pollo. Las palabras, los gestos, las opiniones que valen son las
suyas. Él es la autoridad. La mujer se pregunta en qué falla. Siente culpa,
angustia, confusión. Hace lo imposible para calmarlo aunque nunca alcanza.
La tensión aumenta
hasta que estalla. Llega la etapa de explosión violenta. O sea los insultos,
amenazas, golpes. Tras el dolor, la mujer se siente culpable, ansiosa y tiene
miedo. Aprende que el poder es exclusivo
del hombre.
La tercera etapa es
la luna de miel. El hombre llora. Pide perdón. Admite que estuvo mal. Promete cambiar y le pide a la mujer que lo
ayude. Hace lo que sea para que lo acepte de nuevo. Incluso deja que ella crea
que, ahora, el poder es suyo. Cuando empieza a ejercerlo, él siente que pierde
el control y quiere retomarlo: el círculo vuelve a empezar. Funciona como un
espiral: las etapas son cada vez más cortas y la violencia más intensa.
Sin embargo, él niega
el abuso. Lo minimiza, lo explica, lo justifica. Eso le permite vivir con lo
que hace, no ser descubierto por los demás, tratar a la víctima de exagerada
cuando no hay evidencias del maltrato o decir que no quiso dañarla cuando las
hay.
La mujer también
niega y se culpabiliza. Es preferible eso que aceptar que el hombre que eligió
no la quiere, no la respeta. Reemplaza su valoración personal por lo que su
pareja piensa de ella. Cada vez es más dependiente, tiene menos poder y menos
energía hasta que siente que no puede vivir sin el hombre.
Es muy difícil romper
el círculo sin ayuda.
**
Nadie. Ni la mamá, el
papá, las hermanas, las amigas de Vicky sospechan que está viendo a Cristian
otra vez. Si supieran, quizás no permitirían que se levante, vaya a la cocina y
corte pan para preparar sánguches. Ni que los guarde en la mochila y cargue la
heladera con gaseosa y salga al mediodía a encontrarse con él. Hace menos de un
mes que se recibió de maestra jardinera. Cristian la llamó para felicitarla y
están empezando de nuevo.
Su cumpleaños es el 7
de enero y hasta el día anterior la amenazó con que no estaría invitada. Pero
ahora están en la pileta del camping municipal. Cristian quiso pasar el día con
ella y a la noche la invitó a una fiesta. No le importa que esté pendiente del
teléfono, hablando o respondiendo mensajes. Tampoco dejar el celular en la
mochila porque con él lo tiene prohibido. Vicky dirá que ya sabía todo lo que
tenía que hacer para que no hubiera problemas. Él quiere que vivan juntos
después de la temporada y ya no tiene dudas de que la quiere.
Son más de las siete
de la tarde y cerca del mar, el cielo se pone rosado: el sol le da tregua a los
cuerpos después del día de playa. Cristian y Vicky llegan a la inauguración del
balneario Destino Arena, al lado del Faro, en el Corsa de él. Se detienen en la
garita de seguridad y muestran la invitación: “Destino Arena Opening Party”.
Recorren más de dos cuadras entre médanos y palmeras y dejan el auto en el
estacionamiento.
El balneario está en
la zona más comparable con Punta del Este de la costa marplatense. El cuerpo de
modelo, la actitud de vedette de las promotoras en la entrada. Un deck donde
podría caber una cancha de fútbol siete. Un bar en cada punta y una cabina de
Dj en cada bar. Dos barras de tragos con carteles de Heineken. El agua de la
pileta que, por las luces, parece turquesa. Palmeras y sillones, mesas y
reposeras blancas.
Los hombres de malla
o bermuda. Las mujeres de short o minifalda. Casi todos de musculosa o remera. Una de cada tres personas
lleva lentes negros o espejados. La mayoría de los cuerpos bronceados, muchos
tatuados, otros tantos trabajados para llegar al verano como las revistas
mandan. En la mano alguna botellita de agua mineral, Cuba Libre, Campari o el
porrón de cerveza.
Los Dj pasan música
desde temprano. No aturden como en un boliche. Hay mucha gente pero nada de
amontonamiento. Algunos bailan, otros hablan, se ríen. Son las mismas caras que
se ven en las fiestas electrónicas de Mar del Plata. Vicky y Cristian las
frecuentan y conocen a muchos. Van, vienen, charlan con uno, con otro.
Los dos coinciden: se
estaban divirtiendo.
Una semana más tarde,
Cristian declarará como imputado ante el fiscal Juan Pablo Lódola que con
Vicky, en el camping, tomaron media pepa cada uno y alcohol todo el día.
Alexis, un conocido de Cristian, citado como testigo en la causa, dirá que
estaban de la mano y lúcidos aunque todos tomaban alcohol. No sabe si tomaron
pastillas pero Cristian, en el ambiente, tiene fama de que le gustan.
Cristian declarará
que tenía un amigo en la barra que le daba cerveza a buen precio y que tomaron
éxtasis. No recuerda la cantidad pero cree que dos pastillas cada uno. También le dirá al fiscal que su novia se
estaba besando con otra chica. Entonces fue, la tomó de la mano y le dijo:
“¿Por qué me estás haciendo esto? ¿Estás flasheando?”. Desesperado, discutiendo
la llevó hasta el auto. Le pidió que le explicara. Vicky no quería subir y la
agarró del cuello para que entrara. Arrancó, se fueron, la discusión siguió.
Cristian no recuerda el lugar —“por el estado en el que estaba”, dirá— en que
frenó y le pegó. Lo que sí recuerda es que golpeó con el puño cerrado. Ésta es
su versión.
Vicky lo contará de
otra manera.
En la fiesta, se
encuentra con Guadalupe, una amiga que hace tiempo que no ve. Mientras bailan,
le cuenta que hace poco se reencontró con Cristian. La conversación se
interrumpe cuando siente una mano que la agarra del cuello. Los dedos de su
novio la atenazan y le llevan la cara a su pecho. Algo le dice al oído. No le
gusta cómo baila.
La agarra de un brazo
y con la otra mano la empuja hacia una de las salidas que dan a la playa. Vicky
atina a mirar a Guadalupe que no sabe qué hacer. Después agacha la cabeza.
Algunas personas se abren para dejarlos pasar. La mayoría ni se entera. Junto a
la barra hay un espacio tapado por una valla de seguridad. Cristian la empuja
pero por ahí no pasa.
Micaela, una chica
que está en la fiesta, le pide a un empleado de seguridad privada que haga
algo. El tipo responde que no se puede meter en problemas de pareja. Los dos
ven cómo Cristian obliga a su novia a ir al estacionamiento. Caminan entre los
médanos, la gente queda atrás y parece que nadie escucha los gritos.
—¡Me estás haciendo
quedar como un boludo! ¡Te voy a matar! ¡Te estás portando como una puta!
Llegan al lado del
auto y, como siempre, la agarra del cuello. Siguen los gritos, las amenazas.
Vicky, los ojos ciegos por el miedo, otra vez no podrá escapar. No tiene cómo.
El brazo trabajado en años de gimnasio de su novio, la mano ya puño que no se
detiene ante su ruego y va derecho al pómulo izquierdo es lo último que ve, lo
último que siente antes de perder la conciencia.
**
Vicky está en la
comisaría de la Mujer. Ya terminó de contar lo que pasó en la fiesta. El
policía se levanta para hacer las copias de la denuncia. No se da cuenta que
ella transpira, siente frío y no para de temblar. El desmayo llega segundos
después. Su papá la levanta en brazos y la lleva a la clínica.
Según el informe
médico —que figura en la Instrucción Penal Preparatoria Nº 08-00000876-15—
tenía lesiones en la cabeza: trauma de región frontal con hematoma
bipalpebral en ambos ojos, trauma de
nariz, contusión en labio superior, fractura de arcada zigomática,
neumatización del cornete medio derecho, desviación del tabique nasal, fractura
multifragmentaria de pared lateral y posterior del seno maxilar con colección
hemática.
Dicho de otra manera:
estaba desfigurada. El informe médico aclara, también, que tenía lesiones en el
cuello y en el tórax, las costillas, la columna.
El primero que la
asistió esa noche fue Mariano, un amigo suyo. En el expediente está la declaración: Cristian estacionó el auto
frente a la pizzería donde él trabaja, en Almirante Brown al 1800. A veinte
metros escuchó cómo la pareja discutía y el golpe que Cristian le dio al
volante. Convenció a su amiga de que pasara al baño del negocio y se pusiera
hielo.
Mariano dirá que
Cristian no sabía qué hacer: no la quería dejar “tirada” pero, a su vez, se
quería ir. Todo el tiempo trataba de explicar lo que había pasado. Buscaba
excusas y le repetía que si Vicky no hubiera bailado así.
—Estoy arrepentido.
Se me fue la mano —recordó Mariano que le dijo.
Vicky lo echó de la
pizzería. Se fue y al día siguiente volvió a hablar con Mariano. Esta vez por
WhatsApp. La conversación también figura en la causa. Siempre la empieza
Cristian: a las 12, a las 2 de la tarde, a las 5, a las 6. Pregunta por Vicky,
dónde está, si está internada. Dice que la estaban pasando bien pero ella se
equivocó. En uno de los mensajes le escribe: “Me sentí re boludeado. La vieron
todos”.
**
Vicky apretará el
botón Publicar de su Facebook y no habrá vuelta atrás.
El sol de la mañana
del domingo 11 de enero amenaza con una tarde de más de 30 grados. Pero a Vicky
poco le importa. Hace un día que salió de la clínica. Su familia le prohibió
todo contacto con Cristian que no podrá pedir las disculpas de cada vez. O hacerse
el que no recuerda lo que pasó. Ni preguntarle por qué lo provocó y mucho menos
prometerle que va a cambiar, que van a estar bien.
La noche anterior
Fernanda y Alejandra ven una foto de Cristian en Facebook. Está en la costa,
abrazado a un amigo. Hacen un comentario y Vicky se da cuenta de que hablan de
él. Ellas no le quieren decir nada pero se enoja y su mamá le muestra la
pantalla de la computadora:
—Esto hacía el hijo
de puta que te cagó la vida mientras vos estabas internada.
Hay otras fotos de él:
bailando solo, con cuatro chicas en un boliche, abrazado a otra mujer. Vicky no
puede creer que Cristian siga como si nada. Ella sabe que sus amigos, incluso
los que tienen en común, piensan que es un genio. Sabe —le dijeron los médicos—
que una trompada más pudo haberla matado. Por primera vez el enojo, la bronca
son más que la tristeza.
Esa noche le cuesta
dormirse pero cuando decide usar el Facebook lo consigue. Apenas se levanta
agarra la computadora y escribe como quien escapa, sin lugar a interrupciones.
Cuenta que no está de acuerdo con el morbo de las redes sociales pero siente
todo el dolor que puede llevar en el cuerpo. Habla del llanto de sus amigos, su
familia; del odio que inunda la casa. Esta vez no puede dejarlo pasar.
La barra azul del Facebook
marca que la imagen está cargando. Son tres fotos en una. A la izquierda de la
pantalla se ve a Cristian: el torso de patovica desnudo, los lentes negros,
media sonrisa. En el medio aparece de musculosa, sin lentes y abraza a Vicky
por la cintura. Ella, el pelo tirante hacia atrás, vestido blanco, devuelve el
abrazo. Los dos tienen un vaso de cerveza en la mano y miran a cámara. Ninguno
sonríe. En la última se ve la cabeza de Vicky sobre la almohada de la clínica.
Una lágrima de sangre ya seca le cruza la cara pálida, agotada. El ojo
izquierdo morado, cerrado por la hinchazón. Los labios partidos, del color del
ojo. Una cinta blanca le tapa la herida en el pómulo.
Vicky publica la
foto. En dos horas, más de 600 personas comparten su estado y llueven mensajes
privados. Unos de apoyo, otros le piden consejos. Una mujer policía le escribe
que vive la misma situación con su
pareja, también policía. El tipo le juró que si lo denunciaba la hacía
desaparecer en dos minutos. La mujer le pedía ayuda porque cada vez que iba a
dejarlo, el novio la convencía.
—Pobre chica. Todavía
piensa que el novio va a cambiar —dice Vicky.
—Es lo mismo que vos
pensás de Cristian —responde Fernanda.
A la tarde, 10708
personas ya compartieron la imagen y 8164 le pusieron me gusta. Una ciudad
entera sabe de Vicky. Y de Cristian. El lunes es tapa de portales de noticias y
diarios. La semana va a ser larga: las radios la despiertan a las siete y la
llaman todo el día. Las cámaras de televisión de canales locales y nacionales la
visitan en su casa.
Dos días después, la
policía detiene a Cristian.
**
El Juez de Garantías
Juan Tapia dictó la prisión preventiva a Cristian y lo acusó de tentativa de
femicidio.
En su resolución,
evaluó que Cristian mide casi dos metros. Tiene un cuerpo fuerte y atlético.
Agarró del cuello a Vicky como para estrangularla mientras gritaba que la iba a
matar y la golpeó en la cabeza. Le provocó traumas y fracturas en una zona vital.
Vicky perdió el conocimiento. “Esa conducta está orientada a matar”, dijo el
juez.
El femicidio,
agravante del homicidio, es cuando un hombre mata a una mujer en un contexto de
Violencia de Género. Pero el Código Penal no define qué es Violencia de Género.
Tapia recurre a otras normas para interpretarla: se basa en una relación de
poder desigual. En una agresión a la mujer por el hecho de ser mujer. En una
situación de dominio y sometimiento en la cual el hombre actúa como si la mujer
fuera su propiedad.
Para Tapia, Cristian
dominaba a Vicky. Había una relación de poder desigual entre ellos. Tuvo una
actitud machista cuando interrumpió la charla entre su novia y Guadalupe. Le
reprochó que lo estaba “haciendo quedar mal”, la trató de “puta” y se la llevó por
la fuerza hasta el estacionamiento como si fuera una cosa.
Además, en la
declaración de Cristian, hay un intento de justificarse cuando dice que su
reacción fue por la actitud de Vicky. El juez dice que es una argumentación
sexista muy común en casos como éste: le traslada la culpa a su pareja que pasa
a ser la provocadora y no la víctima.
La pena mínima que le
correspondería a Cristian es de diez años. Tapia sostiene que si recuperara la libertad podría presionar a su
ex novia para que retire la denuncia o provocar un nuevo episodio de violencia.
Por eso dictó la prisión preventiva. La Cámara de Apelaciones y Garantías la
confirmó.
Hasta el juicio oral
—que sería en el primer semestre de 2016— Cristian debe permanecer en la unidad
44 de Batán. Pero para Tapia, en caso de que la justicia lo encuentre culpable,
la cárcel no es la solución: debería haber penas específicas distintas al
encierro.
El juez dice que si
la violencia se aprende, hay que desaprenderla. En la cárcel, Cristian tendrá
que defenderse cada vez que le quieran robar las zapatillas o la comida. Sabrá
lo que es el hacinamiento y el hambre. “Estamos ante una gran hipocresía
colectiva: queremos enseñar a vivir en libertad y sin violencia utilizando el
encierro y la violencia”.
La abogada que
representa a Vicky, Patricia Perelló coincide con Tapia: la cárcel no
solucionará nada, la ley de femicidio reprime pero no previene el delito.
También cree que Cristian debe tener la pena que corresponde pero no para que
sirva de ejemplo sino porque puso en riesgo una vida.
Para Vicky, no es
fácil ninguna opción: ni Cristian preso ni libre. “Lo que está pasando es lo
que tiene que pasar”, dice. Espera que todo el tiempo que esté en la cárcel le
sirva para entender lo que hizo, salir y tener una vida mejor.
—Por primera vez en
ocho años, estoy haciendo las cosas bien —dice Vicky, por primera vez con los
ojos azules bien abiertos.
(fuente: www.revistaajo.com.ar)