Balibar: el porvenir del ciudadano
por Verónica Gago
Llega a Buenos Aires el pensador francés que estudia la vigencia de
Marx, los populismos, las sociedades y las ciudadanías en la escena actual.
Para presentar el trabajo del filósofo
francés Étienne Balibar hay que subrayar que tanto por su vitalidad política y
su trayectoria de intervención como por su frondosa obra le cabe una consigna
que él mismo acuñó a propósito del trabajo de Marx: hacer una práctica viva de la filosofía es
siempre una confrontación con la no filosofía. Balibar
llega a Buenos Aires esta semana invitado por el Programa Lectura Mundi de la
Universidad de San Martín y el Centro Franco Argentino de la Universidad de
Buenos Aires. Acaba de publicarse el segundo volumen de su libro Ciudadano Sujeto (Prometeo) y está traduciéndose La propuesta de la igualibertad (Futuro Anterior). Aquí un diálogo sobre las
maneras en que el neoliberalismo redefine categorías fundamentales de la teoría
y la práctica política y los desafíos que experiencias como Syriza y Podemos
vuelven a poner sobre la mesa.
Usted sostiene que el neoliberalismo se
expresa en una forma de governance que es una forma de “estatismo sin
Estado”, frente al declive de las ciudadanía clásica. En contrapunto, usted
propone una línea de investigación concreta: averiguar qué formas están tomando
los procesos constituyentes o elementos de ciudadanía posestatal. ¿Cómo
caracterizaría una ciudadanía postestatal? ¿Ve en esa línea lo que podría ser
una imaginación pos-neoliberal?
La fórmula “estatismo sin Estado” la usé
inicialmente para describir el funcionamiento de las instituciones europeas,
con su incertidumbre característica entre la invención de un federalismo
postnacional y la reproducción a nivel superior de la proliferación burocrática
que rige las relaciones entre máquina de estado y sociedad civil. Fue
retomada más recientemente por Zygmunt Baumann y Carlo Bordoni en su ensayo
común sobre el “estado de crisis” para describir la “patología” que afecta la
transformación de las estructuras políticas en el marco de la globalización,
marcadas a la vez por los efectos de privatización y de nuevo autoritarismo, un
hecho que puede parecer paradójico (desde el punto de vista de la teoría
liberal), pero que es muy típico de la “transición” actual hacia formas
institucionales adaptadas al neoliberalismo.
El vínculo entre los dos usos
naturalmente proviene del hecho que la construcción europea (así como se
trasformó después de la gran “vuelta” de 1990, es decir, después del fin de la
gran competición con el “socialismo real” y del triunfo del principio de
“competencia sin falsificaciones”) se demuestra como una forma de
experimentación peculiar –a la vez muy radical y muy conflictiva– de las
posibilidades de “revolución por arriba” o “revolución pasiva” (en términos
gramscianos) del nuevo orden. “Governance” es una categoría inventada (o más
bien generalizada) precisamente en el inicio de los años 90, por expertos del
Banco Mundial. Su característica principal (muy eficaz) es abolir la
diferencia entre métodos de gestión de la empresas privadas y principios de
gobierno público (no sólo organización de servicios públicos, sino de
regulación de conflictos y relaciones de poder). En este sentido, se podría
decir que la oposición es total –simbólica y prácticamente– entre la idea de
«governance» y el principio político de la «ciudadanía» (que es la traducción
latina de la politeia griega).
Pero aquí hay que añadir al menos dos
cosas. Primero, la cuestión de la naturaleza y de las estructuras del
neoliberalismo (y de su relación con un nuevo estadio de desarrollo del
capitalismo, con dominación del capitalismo financiero) es muy complicada, y yo
soy muy escéptico con respecto a ciertas generalizaciones derivadas en
particular de la descripción que hacen ciertos lectores de Foucault y Marx,
porque dejan de lado la permanencia de formas estatales ligadas al principio de
soberanía. Segundo, hay que problematizar la idea de ciudadanía a la vez desde
el punto de vista histórico y territorial. Ciudadanía “clásica” es una fórmula
muy equívoca. No puede referirse en el mismo sentido a estructuras antiguas, o
siquiera medievales, donde el poder no ha tomado todavía la forma estatal, y a
estructuras que caracterizaron el desarrollo del estado-nación, después de la
revoluciones “burguesas”. La importancia de volver a examinar las
estructuras antiguas (en particular las formas de participación popular y de
“conflicto civil” en el sentido maquiaveliano) es demostrar la variabilidad y
versatilidad de la noción de ciudadanía en la historia, para sostener la
imaginación que busca formas de ciudadanía futura (en ningún sentido
aseguradas). Entre los múltiples problemas, destaco la cuestión de saber cómo
definir formas institucionales que mantienen (o siquiera «liberan») el
carácter público de la decisión y del ejercicio del poder más
allá de la relativización de su carácter estatal, y la cuestión de
saber cómo definir derechos y obligaciones de los «ciudadanos» a nivel
transnacional, es decir, sobre la base de una reciprocidad más que de una
identidad o pertenencia. Sin embargo, en todo caso, creo que podemos asegurar
que el porvenir de la ciudadanía está íntimamente ligada a invenciones
democráticas que no vienen «por arriba», sino más bien por abajo de los
ciudadanos mismos –lo que el filósofo político Engin Isin llama «actos de
ciudadanía» o el antropólogo James Holson llama «ciudadanía insurgente».
Usted describe el “momento
insurreccional” como el momento de negación de la exclusión referida tanto a la
dignidad, como a la propiedad y a la seguridad. En tanto tal, posibilidad
permanente de toda democracia. Sin embargo, usted sostiene que este carácter
inestable y contingente de la comunidad no es tan evidente ni frecuente
justamente por la asociación que se produce entre ciudadanía y nacionalidad.
¿Cómo pensar este problema en la Europa actual frente a coyunturas como las
fuerzas novedosas de Syriza y Podemos pero también las emergentes fuerzas de
derecha?
Lo que llamo “momento insurreccional”
tiene mucho en común con la idea de “poder constituyente” tal como fue
propuesta por Antonio Negri y algunos discípulos suyos – destaco la importancia
de la obra de Sando Mezzadra, con quien mantengo una colaboración estrecha
sobre cuestiones referidas a la interpretación política de la importancia del
hecho migratorio y de apoyo a las perspectivas de democratización de la
construcción europea, como se esfuerzan por realizarla Syriza y Podemos. Pero
tal vez la fórmula “momento insurreccional” (que entre otras tiene una raíz en
la herencia de los “insurgentes” latinoamericanos del siglo XIX, grandes
republicanos y cosmopolitas de su tiempo) permite insistir de modo más preciso
y en simultáneo sobre la importancia y la dificultad de la cuestión de la
comunidad. Es muy difícil imaginar una ciudadanía que no comporte una dimensión
colectiva, lo que precisamente señala la noción de “comunidad de ciudadanos”, a
la que se refieren los derechos y las obligaciones. Pero no es inevitable que
la comunidad sea definida como nación, o nacionalidad, aunque esa definición se
impuso potentemente en la edad moderna. La identificación de la comunidad de
ciudadanos con la nación no solamente la somete a la soberanía del estado, sino
que introduce un dilema en materia de exclusión e inclusión. Las
discriminaciones “internas” (por ejemplo de sexo o de raza) permanecen, aunque
–no sin luchas, naturalmente– parecen cada vez más contradictorias con el
principio de igualdad de derechos inherente a la ciudadanía “universalista”
moderna, mientras las discriminaciones “externas” (entre “nacionales” y
“extranjeros”) parecen inevitables y justificadas por el principio de comunidad
mismo. Sin embargo, la “frontera” se manifiesta más y más inestable y
arbitraria en la edad de la grandes migraciones poscoloniales y de la
globalización. Ensanchar y modificar cualitativamente la noción de «comunidad
de ciudadanos» en sentido «cosmopolítico» se convierte así en la tarea y el
desafío más difíciles de este momento de crisis política. Es también un desafío
para los «movimientos nuevos» de la izquierda europea que Ud. menciona.
¿Cómo incluye la cuestión del populismo
en sus preocupaciones: es posible oponer un populismo de izquierda a un
populismo xenófobo? ¿Le ve una potencia específica que puede ir más allá de los
confines del Estado-nación y de una autonomía de lo político tal como se
expresa en América Latina?
Para América Latina lamento no poder
contestar verdaderamente, por falta de competencia e información suficiente. A
nivel abstracto, diría que la expresión “autonomía de lo político” puede
naturalmente ser interpretada en modos muy diversos. Una autonomía de lo
político en el sentido de una posibilidad de separar la acción y la
instituciones políticas de su contenido social y de sus condiciones e
implicaciones económicas, no me parece verdaderamente posible, sobre todo en la
época actual de “fusión” de los poderes estatales y financieros. Por otro lado,
una “autonomía de lo político” en el sentido de lógica de conflictos y
discursos que buscan valorizar la intervención de los ciudadanos mismos y del
“pueblo” en el campo de las instituciones (en modo precisamente “constituyente”
o “insurreccional”) me parece crucial. Y es aquí que se plantea el
problema muy difícil y muy actual del “populismo”. Hay diversas precauciones
que deben tomarse en este respecto.
¿Por ejemplo?
Primero, no hay que olvidar que
«populismo», aunque se trata de una categoría muy difundida en todo el espacio
político occidental, recibe según la historia específica de cada país y cada
tradición política, una significación y una valorización muy diversa. Segundo,
hay que tener en cuenta que, en el momento actual, la palabra “populismo” está
usada frecuentemente por parte de ideólogos que quieren abrumar las diferencias
entre derecha y izquierda para describir un “peligro” indiferenciado hacia la
democracia, aun cuando se trata más bien de esfuerzos para reestablecer la
dimensión participativa y popular de la política, que la “governance” ha
aniquilado. Eso nos lleva a los que considero el dilema
fundamental de la cuestión “populista” en el momento actual: tiene que
ver con el modo de articular la cuestión de la identidad nacional con la
cuestión de la participación y de los intereses populares en la política y en
el Estado. Para decirlo con las viejas categorías de la filosofía griega: se
trata de articular al demos con otras dos categorías que
traducimos con “pueblo”, el ethnos o la identidad colectiva,
en particular nacional y cultural, y el plethos o la multitud
«plebeya» de la gente pobre y trabajadora. No creo que se trate de una
alternativa sencilla (y eso depende también de hechos históricos, de
dependencia y de resistencia al imperialismo): más bien decombinaciones
complejas, pero donde el elemento dominante puede ser más nacional o
más social, y eso produce una diferencia que puede tener consecuencias enormes.
En su libro sobre Marx, subraya el
desplazamiento de la categoría de sujeto: de un idealismo a un
materialismo. Cuando escribe sobre Spinoza y Simondon, argumenta cómo ese
sujeto siempre es transindividual. Cuando se dedica a pensar las tensiones
entre sujeto y ciudadano vuelve el problema del “sujeto constituyente” y las
variaciones entre sujeción y subjetivación. ¿Qué tipo de experiencias,
resistencias o contra-conductas detecta en la actualidad capaces de poner en
práctica estas cuestiones sobre el sujeto?
La correlación del sujeto y del
ciudadano es completamente “burguesa”, en el sentido epocal, pero incluye a la
vez tendencias conservadoras y tendencias insurreccionales, como ya las
contiene históricamente la palabra “burgués”(sobre todo en alemán o
inglés: der Bürger o the burgher). Un teórico
como Marx, desde sus obras de juventud hasta su interpretación de la
significación política del movimiento obrero, no deja de explorar los “límites”
de esa configuración pero, según me parece, lo hace esencialmente desde
el interior del paradigma “burgués”. Eso no es contradictorio
con el hecho de que su uso de la noción de proletariado para designar a una
nueva “clase universal” combina esos rasgos materialistas (insistiendo sobre la
raíz productiva de los conflictos de clase) con una gran construcción idealista
del “sentido de la historia” y de la “transformación del mundo”, la cual sería
encarnada en la misión revolucionaria del proletariado. Nos encontramos
ahora en una situación donde los límites se han multiplicado y profundizado. En
mi colección de escritos Ciudadano Sujeto, que es esencialmente una
colección de comentarios a textos clásicos, pero que conduce finalmente a un
nuevo planteamiento del problema del universalismo, he tratado de manifestar
dos aspectos principales de esa cuestión de los límites, que miran
respectivamente a la problemática de lo transindividual (una
categoría muy usada, sino inventada, por Simondon, pero que yo entiendo más
bien en un sentido spinoziano) y a la problemática de la normalidad (y anormalidad,
inspirándome en Foucault y Freud). Sin embargo, los dos aspectos están ligados,
porque la normalidad está a la vez definida a nivel social e “interiorizada”
por los sujetos, es constitutiva de una «identidad» a la vez individual y
colectiva, o más bien demuestra la imposibilidad de aislar lo individual y lo
colectivo (o a la totalidad), dando lugar a una dialéctica permanente que la
categoría de «transindividualidad» busca precisamente comprender. Sé que
presentar el problema así puede parecer muy abstracto, pero estoy convencido
que las implicaciones se demuestran concretamente en el campo de nuestras
reflexiones políticas y éticas en torno a la “subjetivación” que se presentan
como “trayectos” de identificación y des-identificación personales y colectivas.
(fuente: Revista Ñ)