Lo que nos ocupa es la conciencia, esa abuela que regula el mundo

por Damián Milla


I.

Deleuze y Guattari escriben el Anti-Edipo en el lenguaje riguroso de la técnica y en el lenguaje riguroso de la risa y del escándalo. Hay momentos de gran calma y momentos de gritos, corridas y explosiones. El inconsciente ha sido separado de lo que puede. Edipo se ha infiltrado. Y sería poco serio mantenerse serio en estos asuntos. Ésta es una especie de locura de la voluntad en la crueldad del alma absolutamente sin igual: la voluntad del hombre de encontrarse culpable y reprobable hasta la inexpiabilidad, su voluntad de pensarse castigado sin que el castigo pueda ser nunca equivalente a la culpa, su voluntad de infectar y envenenar el fondo último de las cosas con el problema del castigo y de la culpa a fin de cortarse de una vez por todas la salida de este laberinto de ideas fijas, su voluntad de erigir un ideal (...) Kafka también conoció mejor que nadie esa crueldad y ese sentido del humor. ¿Cómo pudo llamar El Proceso a un libro que literalmente desde el comienzo mismo describe una condena? Decir que se equivocó es tan bajo como decir que la novela tiene un argumento psicológico. Es la risa de El Proceso como condena: ¿qué significa hacer algo con uno mismo? Este placer de darse forma a sí mismo como a un material pesado, reacio y sufrido, de grabar a fuego una voluntad, una crítica, una negativa, un desprecio, un no, este inquietante y horriblemente placentero trabajo de un alma que está escindida consigo misma y quiere estarlo, que se hace sufrir a sí misma por el placer de hacer sufrir. «Bienvenido», dicen el sacerdote, y su relevo social, Edipo, secándose la sangre de la boca, y preguntando enseguida: Bien, muy bien… ¿sos hombre, mujer… antes era vergonzoso, pero ahora… travesti? ¿Infante, adolescente, adulto? ¿Clase baja, clase media, clase alta? ¿Neurótico, perverso, psicótico? Y ahí ya están los grandes monumentos, los ideales, las jerarquías de la memoria… Todo nuestro culto a la memoria que volvemos a encontrar afuera, y encima preguntándonos, entre ingenuos y perplejos, ante hechos que parecen indignarnos, «cómo es que esto pasó » El pasado, el larguísimo, profundísimo y durísimo pasado nos respira en la cara y sale de nosotros cada vez que nos ponemos serios. Nunca se podía prescindir de la sangre, el martirio y el sacrificio cuando el hombre consideraba necesario hacerse una memoria. Pasamos largas jornadas en nosotros mismos como obreros en una fábrica en la que nunca se termina nada. Vergüenza de ser padre ante los hijos; de ser hijo, ante los padres; de ser hombre, ante la mujer; de ser mujer, ante el hombre… Vergüenza ante uno mismo porque nunca se pudo ser mujer, ni hombre, ni padre, ni hijo. Tenemos un tribunal con todos los fiscales de turno. Y esta condena no puede sino terminar nunca. Se ve así enseguida hasta qué punto no podría haber felicidad, jovialidad, esperanza, orgullo, presente, sin el olvido. El hombre en el que este aparato inhibitorio está dañado y deja de cumplir su función es comparable a un dispéptico (y no sólo comparable), no acaba con nada. Eso es teatro: el hombre como animal indigesto de sí.

II.

Volvamos a Kafka, al malestar del estómago en los pulmones. En Diarios escribe sus preocupaciones constantes: la familia, el lenguaje, el trabajo, el matrimonio. Cuatro casos de orden establecido. No porque sean ámbitos del orden, sino porque se presentan como orden: el universal padre opresivo, la madre que mantiene los vínculos afectivos, las palabras estranguladas en la sintaxis dominante, la explotación en la compañía de seguros, las obligaciones conyugales con Milena… Pero tenía la literatura. Si estoy condenado, entonces no estoy solamente condenado a la muerte, sino también condenado a defenderme de la muerte. Ése era el relevo con la biografía, y a la inversa. Escribir para vivir, y vivir para escribir. A través de esas vivencias -intolerables bloques de cemento- se encontraba la «gran salud». Y Kafka las agujereaba: nunca negando o renegando, sino dándole ser a aquello que no había podido tenerlo. Huir no significa, ni muchísimo menos, renunciar a la acción, no hay nada más activo que una huida. Huir es lo contrario de lo imaginario. Huir es hacer huir, no necesariamente a los demás, sino hacer que algo huya, hacer huir un sistema como se agujerea un tubo. El Proceso, además del humor, inventa esa defensa. De ahí dos sentidos: El Proceso, como humor; El Proceso, como huida. George Jackson escribe desde la cárcel: «Es posible que me fugue, pero mientras dure mi huida, buscaré un arma.» Y Joyce, censuras y elogios aparte, ¿qué hacía? Stanislaus, su hermano, especie de lector-editor en los comienzos, afirma que no quisiera estar en la piel del ofensor «en vida» cuando Joyce se vengara de las ofensas en sus obras. Pero eso no implicaba una venganza. Convertir los obstáculos en medios. Ésa es una buena definición de artista. Es decir, de todo aquel que enfrenta problemas. Síntoma de artista o de visionario: ver en las formas el elemento salvaje. Artaud decía que vivir no es otra cosa que arder en preguntas. Pero las preguntas del reconocimiento, de las garantías y de las legitimidades, exigen poco de la vida. Haría falta acostumbrarse al aire cortante de las alturas, a caminatas invernales, al hielo y la montaña en todos los sentidos. ¡Qué soledad de estepa aquella en donde entre uno y uno mismo, un elemento oscuro se hace sentir a fuerza de golpes, de presiones, de sufrimientos y de felicidades, en suma, de sentimientos concretos y reales! Pero, ¿quién de nosotros quiere la montaña? Miremos los hechos. Ya he dicho suficiente. Así es como un brujo escandinavo, con los ojos muertos como corresponde, clausuraba a los impacientes cualquier necesidad excesiva de previsión. ¡Y la clausuraba porque sabía el resto! La tarea de criar un animal al que le sea lícito prometer -asumir obligaciones ahora para cumplirlas mañana- implica como condición y preparación suya la tarea más concreta de hacer primero al hombre hasta cierto punto necesario, uniforme, igual en iguales circunstancias, regular, y por tanto calculable. Y cotidianamente respondemos de nosotros como futuro. Y eso no se limita solamente a los bancos -el crédito financiero necesitó una larga preparación para cumplir la función que hoy cumple- Es la conciencia y la medida de valor que uno tiene de sí: el autoestima, el orgulloso saber del extraordinario privilegio de la responsabilidad, la conciencia de esta rara libertad, de este poder sobre sí mismo y el destino, se ha hundido en el hombre hasta su más honda profundidad y se ha convertido en un instinto, en un instinto dominante: ¿qué nombre dará a ese instinto dominante? No hay duda: este hombre soberano -que responde de sí, y responde de sí porque domina las circunstancias- lo llama su consciencia. Y eso es también teatro: el pensamiento como éxito en el cálculo.

III.

El Anti-Edipo muestra que en el inconsciente no hay imágenes, es decir, que las imágenes vienen después. El inconsciente se produce como se produce una obra o como se tiene una Idea. Porque las Ideas no existen ya hechas y derechas, hay que hacerlas. En una Idea hay cosas que vienen de aquí y de allá, de esto y lo otro. Una Idea procede de diferentes horizontes. Es cuestión de pervertir dominios. ¿Qué es la síntesis conectiva -máquinas enganchadas con máquinas- sino una relación entre cosas o entre aspectos de cosas que no tienen relación? ¿Qué es la síntesis disyuntiva inclusiva, sino puentes entre términos que por cuestiones de higiene deberían excluirse? ¿Qué es la síntesis conectiva de consumo, sino una experimentación paradójica? El presidente Schereber sintiéndose una alsaciana violada por un oficial francés; Gregorio Samsa viviendo un universo insecto; y finalmente Bartleby, por debajo de ellos, la virtualidad por excelencia que arrasa las acciones, las pasiones y los espacios. Deleuze lo dice a propósito de Freud: se llamará «perverso polimorfo» al niño… ¡por tener demasiados deseos! Pero llega la hora en que debidamente el inconsciente o el delirio o el cuerpo terminan dominados por un modelo: la imagen moral. Se sentirá bien, se pensará bien, se reproducirá bien, se eyaculará bien, se obedecerá en tiempo y forma… y todo esto se recordará. Este código lo constituyen el Edipo, la castración y la novela familiar; el contenido más secreto del delirio, es decir, esta deriva del campo histórico y social, se suprime de tal forma que ningún enunciado delirante correspondiente a esa población del inconsciente puede atravesar la máquina analítica… Edipo, Edipo, estos tipos siempre con Edipo… Hacemos una concesión. Después de todo, pobre Edipo. Aún así, no tenemos el coraje de atravesar el delirio porque tenemos otros compromisos. El delirio en el pensamiento, la alucinación en la percepción, el nomadismo en la acción… Bien, pero el dato alucinatorio (veo, oigo) y el dato delirante (pienso…) presuponen un Yo siento más profundo, que proporcione a las alucinaciones su objeto y al delirio del pensamiento su contenido. Delirio y alucinación son secundarios con respecto a la emoción verdaderamente primaria que en un principio no siente más intensidades, devenires, pasos… En una palabra, el esquizo ¿no siente esas alturas, esos estados de materia puramente intensiva, esas soledades invernales, que nada tienen que ver con un neuropsiquiátrico, con la muerte o con la abolición? Y de paso, esos valores inegoístas  -el desinterés, la abnegación, la autoinmolación- surgidos de la interiorización del hombre, de la fuerza que se conoció como hombre, habiéndose modificado como lo hicieron… ¿o es que acaso hoy no tenemos nuestros propios centros de gravedad alrededor de los cuales continuamos nuestra tortura, nuestra tristeza inconfesable, nuestra más íntima negación? Habría que ver lo que hace un bebito que repta, un alcohólico que nos habla, que está completamente ebrio, y luego un sonámbulo que pasa por ahí. Y también las drogas, las fiestas, el sexo, el arte... Pero tampoco… Tampoco a través de esas cosas podemos hacer pasar a los lobos que acechan y amenazan desde el exterior. Porque, ¡qué sería de nosotros si faltáramos como corderos! 

IV.

 ¿Qué son esos tipos ahí? se pregunta una sociedad ante un elemento desconocido, peligroso, temido, desestabilizante. Y suponemos que a ese fenómeno se lo asfixia desde arriba o desde afuera: es la sociedad como conjunto, en sus instituciones más visibles, en donde podemos encontrar el agente de poder. En un primer momento se agita entonces el aparato represivo, se intenta aniquilarlos. En un segundo momento, se intenta encontrar nuevos axiomas que permitan, mal o bien, recodificarlos. Pero esto presenta varios problemas, o diferentes niveles de un problema. Porque eso sucede -surgimiento, aniquilación, recuperación… en definitiva, ¿qué recuperación no tiene las manos llenas de sangre?- como efecto de una situación más profunda. Nietzsche dice que toda cosa en sus orígenes toma prestada la faz de la fuerza contra la que lucha. Y ahí el asunto se desimplifica. A la filosofía le pasó al comienzo lo que a todas las cosas buenas: durante largo tiempo no tuvieron valentía para sí mismas. Por ejemplo, en este caso, la filosofía, para sobrevivir, se disfraza de monje, toma una actitud ascética. Pero no como actor de teatro. El ideal ascético ha servido durante largo tiempo al filósofo como una forma en la que manifestarse, como presupuesto existencial; tenía que representarlo para poder ser filósofo, tenía que creer en él para poder representarlo. Sólo más tarde ese íncubo, si las condiciones son favorables, toma conciencia de sí como lo que realmente es. Pero también la cosa puede salir mal, y el ropaje inicial terminar siendo lo que era en un principio. Entonces ¿qué son esos tipos ahí? son las larvas que hay en todas las cosas. Y volvemos a George Jackson: En la carta de Jackson, por ejemplo, la clásica madre negra que dice a su hijo: «Basta de disparates, haz un buen matrimonio, gana dinero», (…) Y luego está la otra madre de Jackson que dice: «toma tu fusil». Esos son los dos grandes modos a través de los cuales sentimos, conocemos, pensamos, imaginamos… en una palabra, uno que se queda con los aspectos y las relaciones establecidos y reconocidos; y otro, el de las intensidades, el de los pasajes, el de los saltos… el de la experimentación de sí como un desierto o como una pura luz blanca. Un quitarse de la vista a sí mismo porque el amor secreto a lo que crece en él, lo remite a situaciones en las que se le quita la carga de tener que pensar en sí mismo. Y, ¿qué es eso puede crecer en nosotros sino algo imprevisible, irremediable, arduo y doloroso? O por el contrario, ¿qué es esto que anida en el corazón envolviéndolo como un sudario?