Linchillo fácil. No sabemos lo que podemos. Un mapeo en ocho notas.
I
Primero fue
linchamiento y asesinato. Acto seguido una cantidad de discursos e imágenes espectaculares
y más linchamientos que, por suerte y por ahora, no terminaron en muerte del
linchado. La mayoría de los discursos ya estaban antes. No son nuevos. Los
reclamos de mano dura, los pedidos de pena de muerte, las expresiones de deseo
acerca de lo que cada machote haría si tuviera la oportunidad de vérselas con
quienes se atreven a quitarle el estéreo, venían siendo moneda corriente mucho
antes de que asesinaran a David Moreira. Pero su sangre derramó algo nuevo. ¿Pero
qué exactamente? Entre la avalancha de expresiones de moralina vía tweets y
posteos, encontrarse a pensar qué mierda es todo esto. ¿Qué informaciones trae
la secuencia de linchamientos? ¿Cómo desactivarla sin caer en posturas egoístas
(no cuenten conmigo), ni reactivas (armemos grupos de contra-linchamiento), ni bienpensantes
(los linchados son unas pobres víctimas del sistema a los que no les queda otra
que salir a robar), ni oficialistas (la culpa de todo la tienen los medios), ni
opositoras (la culpa la tiene el Estado que está ausente)? ¿Qué nuevas
economías de poder se están poniendo en juego? ¿Cuál es la especificidad de este
tipo de violencias? ¿Cómo es posible que todo esto ocurra mientras de fondo
flamea la bandera de una década ganada con ampliación de derechos? Modos
autogestivos del castigo los hay desde hace rato (en la popular la barra le da
terrible paliza a los que osan punguear, en los viejos barrios los viejos
chorros aleccionaban a los pibitos que choreaban adentro). Ok, sí, pero ¿qué
pasa cuando el castigo pasa directamente a implicar la interrupción del ciclo
de una vida? ¿Qué está queriendo decir el excedente de esa paliza?
II
Más allá de la
ruptura que implica postular la novedad de un acontecimiento, sería iluso no
ver las continuidades en las que estos linchamientos se inscriben,
constitutivos de un episodio más en la
secuencia progresiva de toma de conciencia del fascismo vecinal. Sin
retrotraernos a la construcción de un otro suprimible bajo la figura setentista
del subversivo, es posible trazar una secuencia de sucesos a partir de los
cuales en los últimos años se fue construyendo un nuevo tipo de fascismo: los
cacerolazos al estilo 8N, la represión vecinal del Indoamericano, los piquetes
anti-saqueos de diciembre. En todos ellos se entrevé la conformación de un
“nosotros” cuya potencia radica en la negación de un otro que vale menos o,
sencillamente, no vale un carajo. Una potencia que niega la vida de ese otro
que no puede nada y contra el que se puede todo. Y allí está la gracia de matar
en banda. No se trata de una puesta en juego del honor a través del duelo,
tampoco de la guapeza de barrio del que se para de manos en un mano a mano. El
linchamiento es puro sacrificio, el suplicio ejecutado por un verdugo en masa
cuyas individualidades se pierden impunemente entre la hermandad de la horda.
Porque fuimos todos no fue nadie. Y sin asesino no hay delito.
III
¿Y qué es lo
que podemos? ¿Es posible alguna disposición afirmativa, menos furtiva que el
paupérrimo “no cuenten conmigo”, cover pedorro de la teoría de los dos
demonios? El (hagan lo que quieran pero) “no cuenten conmigo” es poco menos que un arréglense entre ustedes, yo en esta no
me meto, no es mi problema, ésta no es mi guerra.
IV
La ciudadanía
vecinal-consumidora –el tipo que se dice ciudadano pero no es más que el
consumidor con derechos pero sin obligaciones que visibilizó legalmente la Constitución
del 94- demanda seguridad, castigos ejemplares, una vida apacible entre los
suyos y alejada lo más posible de los ajenos, porque tiene derecho. Y si el
Estado no actúa en consecuencia, entonces, como si estuviera en riesgo la
patria, se arma de un martillo y un bate de beisbol y sale a hacer justicia. El
problema es que su manera de construir “seguridad popular” consiste no en la
elaboración de modos autónomos de autocuidado sino directamente en la supresión
de la amenaza. Se trata de una concepción basada en la eliminación del otro que
comienza siendo uno, aquel que robó una cartera, y, por un acto de
transferencia trascendente, acaban siendo todos los que tienen pinta de escapar
de algo: el que corre un colectivo, el que viaja en moto, el que se viste como
se visten los pibes chorros. Por las dudas comprémonos armas y matémoslos a
todos. Después, en todo caso, vemos qué hacemos. Ahora bien, ¿quién es ese
otro, o todos esos otros a los que hay que eliminar? Es discutible, pero se
dice que, en tanto la gestión de la violencia es inherente a lo humano, todos
somos potenciales linchadores. ¿Pero
somos todos potenciales linchados?
V
Ojo: poner en
evidencia las configuraciones subjetivas del fascismo vecinal no implica
construir un relato romántico del pibe que afana, quien muchas veces también
con un fierro en la mano asume la condición de quien todo lo puede frente a una
víctima que no puede nada y te caga a culatazos cuando ya se hizo con el
celular. Pero igual cabe recordar: ni en el caso de David Moreira ni en ninguno
de los otros linchamientos que se produjeron en las últimas semanas se trató de
pibes que entraron a la casa de nadie a violar a ninguna hija ni a golpear
hasta la muerte a ningún viejito indefenso. “Claro, para vos es muy fácil
hablar porque nunca te entraron a tu casa”, se escucha. El tema es que a la
mayoría de los que justifican así tampoco les entraron. David robó una cartera,
sí. Y salió corriendo. Motivo suficiente para darle muerte. Y es que los
linchamientos no son la respuesta a una lucha por la supervivencia biológica,
no implican el desafío de matar o morir, mi vida o la suya, el otro o yo. Los linchamientos son la emergencia de una
lucha no por la vida sino por sus formas. Y allí es cuando muestran su dimensión
productiva: que no escape, lo necesitamos para poder afirmar nuestra -supuesta-
forma de vida, decente, familiera, trabajadora, consumidora en paz.
VI
Los vivas y
mueras luego del linchamiento son evidencias de que linchar pareciera no
cometer delito alguno. No solamente eso sino todo lo contrario: se lo ubica en
las antípodas del delito, se lo presenta como un acto de justicia.
VII
La
privatización o autonomización de la violencia, cuyo detentador legítimo se
dice es el Estado, tiene en nuestro país una larga historia. Las patotas
sindicales, los grupos de tareas, las barras bravas, hoy más que nunca las
policías territoriales, los patovicas de los boliches y las empresas de
seguridad privada fueron y son apenas algunos de los modos en que la violencia
represiva es asumida por mano propia sin necesidad de llamar al 911. Sin
embargo, lo que vemos en los casos que nos convocan, bajo el signo de “a la
seguridad la hacemos entre todos”, es otra cosa. No tanto la crisis del Estado
–en tanto potestad legítima sobre los cuerpos- como su dispersión. Si a la
seguridad la hacemos entre todos, el Estado somos cualquiera. La hipótesis
entonces: en los linchamientos el Estado
está ausente como aparato monopólico de la violencia, pero no como
racionalidad. Está, sólo que no aparece centralizado.
VIII
De nuevo. En esta cartografía siniestra que
pareciera emerger, ¿qué es lo que se puede?, ¿qué podemos?, ¿por dónde pasaría
una intervención políticamente productiva?, ¿con qué cuenta nosotros para
desactivar los linchamientos?
[i]
Producto del encuentro entre Andrés
Pezzola, Juan Sodo, Damián Huergo, Agustín Valle y Sebastián Stavisky.