La menopáusica
por María Galindo
(Mujeres Creando)
Si hay algo que caracteriza a la mujer menopáusica no es el
malhumor, ni los arranques emocionales, ni los desequilibrios existenciales,
sino el fuego. El calor intenso y sorpresivo que le sale desde dentro del
cuerpo, la temperatura tropical de la piel y del alma, como si tuviera en su
interior aguas termales que de pronto salen a la superficie; como si fuera un
volcán dormido que ha empezado a hacer erupción.
La menopáusica puede amanecer destapada en pleno invierno
paceño, o dormir desnuda sin pasar frío, necesita abrir las ventanas, y si
tuviera alas, segura estoy de que veríamos no una, sino varias menopáusicas
volando en el cielo al lado de los pájaros.
Ese fuego interno, que todos los ginecólogos, todos hombres y
todos profundamente misóginos, insisten en patologizar y en "curar”, es un
fuego purificador que marca para las mujeres el cierre definitivo de una de las
etapas más pesadas y más tortuosas de su vida: es el fuego que anuncia el fin
de la etapa reproductiva.
Aparece en ese contexto la menopausia, anunciada como una
catástrofe en la condición más importante de la "feminidad”, inclusive
parece anunciar la expulsión del mundo erótico. Se la presenta como un
decaimiento, como el principio del final; aparece representada como un
desequilibro hormonal y como una pérdida de sensualidad, cuando podría
representar justamente todo lo contrario.
Estamos frente a un juego de interpretaciones, donde el
criterio parece que lo impone la sociedad patriarcal, con un libro de ciencia
en la mano, escrito por hombres y para privilegio de ellos.
Lo que juega a favor de la menopáusica es que ella ya ha
vomitado, superado y atravesado por todos y cada uno de los mitos con los que
somos domesticadas las mujeres. Ya sabe que todas las culpas y amenazas no
valieron ni las lágrimas, ni mucho menos el esfuerzo: sabe que todo es mentira.
El fuego dentro no anuncia el fin de la vida sexual, sino el
principio de otras formas de libertad. No es que ya no quiere tener sexo, sino
que pretende que sea un sexo placentero, pleno y sin concesiones.
Se me antoja ver a la menopáusica como perra callejera, como
felina que conoce el bosque, como fiera que sabe sacar las garras y defenderse.
Ya no está dispuesta a sonreír ni conceder como lo hacía antes, se le acabó la
paciencia, se le acabó la complacencia y estalla: tira puertas y demuestra que
en su ser el instinto de libertad ha cobrado un nuevo brío.
No es la adolescente que defiende lo que está por conocer; es
la mujer que inicia un nuevo ciclo de libertad, pero esta vez con una
sobredosis de descaro. El calor que lleva dentro acalora sus palabras, sus
exigencias para con la vida y hasta parece que fantasías muertas se revitalizan
con su sudor inesperado.
Puede tratar mal a un jefe que la acusa de menopáusica, puede
exigirle a un hombre mejor desempeño en la cama, puede tirarle la puerta a un
hijo que también la acusará de menopáusica.
Decirle menopáusica es acusarla de vieja, de desechable, de
insoportable, de irracional, de sustituible. Ella no tiene tiempo para rebatir
estupideces, sabe que ha perdido muchas horas esperando lo que nunca pasará. No
se detiene a rebatir el discurso simplemente explota y continua, firma el acta
de divorcio, deja de confesarse, se queda los domingos por la mañana en cama
mientras el mercado espera en vano. Se pone buzo, pasea con su perro, lo baña y
lo besa. Juega con las sábanas y deja de escucharte, de atenderte y de
esperarte.