Colombia, la luz no llega a los ‘barrios subnormales’. Unión Fenosa y Repsol

por Nazaret Castro



En Barranquilla, el sol del mediodía castiga con 35 grados a la sombra todos los días del año. La temperatura media en la cuarta ciudad más poblada de Colombia rebasa los 27 grados y los lugareños dicen que, con esto del cambio climático, ese calor húmedo y empalagoso va a peor. Una tarde sin ventilador –aquí lo llaman abanico- se hace interminable. Un día sin nevera equivale a perder todo el alimento en una casa; qué decir en un comercio. Y sin embargo, esa es la situación a la que deben hacer frente, casi a diario, las 440 familias que habitan Malambo, un barrio popular de la periferia de Barranquilla; una comuna, como dicen en Colombia. Sus habitantes sufren cortes continuos y el suministro eléctrico es tan deficiente que conectar un equipo electrónico a la red implica arriesgarse a perderlo. En Malambo, como en tantas comunas y favelas de las periferias urbanas latinoamericanas, el tendido eléctrico es un amasijo de cables sin mucho orden y concierto, prueba de que fueron los habitantes del barrio quienes, con sus propios y limitados medios, levantaron la red. Pero aquí no se pinzan ilegalmente al sistema, como es también común en las comunas: aquí, cada vecino recibe su factura de la luz, por importes que a veces alcanzan la mitad del ingreso familiar.

Conozco a Miriam Escocia en La Victoria, un barrio barranquillero de ingreso medio, en un encuentro que la Red de Usuarios de Servicios Públicos de Barranquilla ha preparado con motivo de mi visita para ofrecerme una panorámica del descontento de los ciudadanos con el servicio que prestan las filiales colombianas de Gas Natural Fenosa en los departamentos (provincias) del Caribe. Son dos: Electricaribe, que atiende a 1,8 millones de clientes, y Energía Social, con 120.000 usuarios que viven en barrios llenos de carencias. Una docena de habitantes de La Victoria, indignados, me resumen sus quejas por el servicio de la compañía: facturas elevadas, deficiente servicio, cortes continuos. No se libra ni la Iglesia católica: de hecho, celebramos nuestra reunión en la parroquia de San Germán de París, que se enfrentó a Electricaribe cuando la compañía, tras cambiar el contador, triplicó la cuantía de las facturas –que alcanzan los 200 euros al mes– y pretendió cobrar más de un millón de pesos en concepto del consumo que, supuestamente, se había dejado de facturar con el antiguo contador.

Miriam ha viajado hasta La Victoria para hablarme del caso más extremo: el de Malambo y otros barrios pobres y carentes de infraestructuras que la Administración colombiana decidió llamarbarrios subnormales, y se muestra encantada de hacer de guía. Como muchos habitantes de las comunas, Miriam llegó a la periferia barranquillera huyendo del conflicto armado y la violencia paramilitar: ella es uno de los cinco millones de desplazados forzados en Colombia. En Malambo rehízo su vida y levantó una vivienda sencilla, pero agradable, con un pequeño patio exterior. Allí, aliviamos el calor con un delicioso jugo de guanábana, mientras su esposo me cuenta que él, por suerte, tiene un empleo: trabaja como camionero de larga distancia. Es casi una excepción en Malambo, donde la mayor parte de la población vive de la economía informal, eso que los colombianos llaman el rebusque. Pero tampoco a Miriam y su familia les resulta fácil pagar las facturas de Energía Social, que alcanzan los 60, 80 y hasta 100.000 pesos colombianos (hasta 50 euros), pese a que las facturas están subsidiadas por más de la mitad del importe. Son cifras que suponen a veces la tercera parte, incluso la mitad de los recursos que una familia consigue con actividades informales como la venta ambulante, muy extendida en Colombia. Así que a veces se retrasan en el pago, les cortan la luz y les cobran un cargo de reconexión que pasa a formar parte de la impagable deuda de los usuarios con Energía Social: 183.000 millones de pesos (69 millones de euros). “Nos llaman subnormales… sí, subnormales para todo, menos para pagar”, se queja Miriam.

Energía Social opera en Malambo desde hace unos años. “La empresa engañó a la comunidad. Algunos intentamos resistirnos, porque habíamos escuchado muchas quejas de otros barrios”, cuenta Miriam mientras recorremos la comuna y va presentándome a los vecinos que nos encontramos por el camino. Cada uno de ellos, nada más escuchar el nombre de Energía Social, tuerce el gesto con indignación y corre a traerme una factura, a mostrarme el estado de la infraestructura del barrio, a enseñarme su casa para evidenciar que el gasto energético posible en una vivienda tan modesta no cuadra con una factura que, sin el subsidio estatal, llegaría a los 100 euros. “Es muy importante que esto se sepa en tu país”, insisten.

Pero los problemas técnicos y tarifarios tienen una cara más perversa: las muertes por electrocución. Sólo entre 2011 y 2013 han muerto 91 ciudadanos electrocutados en la Costa Atlántica. Según la Red de Usuarios de Servicios Públicos la cifra total desde la llegada de Unión Fenosa supera los 800 fallecidos. De ellos, 150 en Barranquilla, una de las ciudades donde se han registrado más deficiencias en el servicio. “El transformador se daña continuamente, y la solución siempre es tardía: la comunidad tiene que resolverlo todo”, asegura un vecino de Malambo. Pero el drama de las electrocuciones no se limita a los barrios populares: ocurren también en los de clase media, según me cuentan habitantes de La Victoria. Muchos de ellos creen que la razón estriba en que, para abaratar costos, Electricaribe ha sustituido el cobre por materiales más baratos. Jorge Enrique Robledo, senador del Polo Democrático, que se presenta como una alternativa de Gobierno de izquierdas, atribuye estos accidentes al mal estado de las redes y la falta de inversiones en infraestructura.


La llegada de Energía Social

Energía Social es, al mismo tiempo, el nombre de la empresa y de una política que se implantó entre 2003 y 2006 bajo la presidencia de Álvaro Uribe Vélez. Se anunció como “un servicio adaptado a las necesidades de los más necesitados”, pero en la práctica el Estado comunitario significaba trasladar a los vecinos las funciones de mantenimiento del cableado, de la atención al usuario e incluso de la recaudación del pago, con las tensiones que eso desató en las comunas. Cuando esa nueva normativa comenzó a desarrollarse, hace una década, la Defensoría del Pueblo alertó de que Unión Fenosa estaba aprovechando ese marco legal para “eludir su responsabilidad” sobre el servicio.

La historia comienza en los años 90, durante el mandato de César Gaviria, que emprendió la apertura económica del país. El Gobierno colombiano impulsó una nueva legislación para los servicios públicos domiciliarios que, junto a la Constitución de 1991, preparaba el terreno para la privatización de las empresas públicas. La región de la Costa Atlántica, que comprende ocho departamentos (provincias) donde vive el 21% de la población colombiana, fue pionera en ese proceso. Las empresas del sector, Electrocosta y Electricaribe, fueron adquiridas por una empresa foránea con sede en Caracas, que pronto registró pérdidas y decidió abandonar el país. Poco después, en el año 2000, Unión Fenosa adquirió ambas eléctricas al“irrisorio precio de 450 millones de dólares”, según el senador Robledo.

Unión Fenosa incrementó de manera considerable las tarifas: en los barrios más pobres el aumento ha sido de hasta un 600% desde que llegó la empresa española, según los datos que Robledo presentó al Senado. Sin embargo, la compañía seguía registrando pérdidas. Unión Fenosa en su web corporativa que había detectado dos grandes problemas: el “bajo nivel de pago de los clientes” y el robo de energía, esto es, los pinzamientos ilegales en las comunas. Para resolver el problema, Unión Fenosa identificó 1.628 comunas en la Costa Atlántica en las que habitan unas 300.000 personas, y las llamó barrios subnormales. Paralelamente, en 2003, el Estado colombiano lanzó una Ley del Plan Nacional de Desarrollo que “generó oportunidades excepcionales” de negocio “para los barrios, teniendo en cuenta sus rasgos diferenciales”, afirma la empresa en su web corporativa. Para gestionar el suministro en esos barrios, se creó Energía Social en 2004.

“Energía Social es una política de subsidios y es también una empresa que se beneficia de esos subsidios: es una maniobra del Estado colombiano para transferir recursos a la compañía”, asegura el senador Robledo, quien califica de “inaudita y escandalosa” la situación de la electricidad en la Costa Atlántica. Además, el Observatorio de la Deuda Global (ODG) acusa a Unión Fenosa de haber recurrido al chantaje a la Administración para obtener esos privilegios, amenazando en repetidas ocasiones con abandonar el país y dejar sin suministro a millones de personas. Lo cierto es que el Estado, a través del Fondo de Energía Social (FOES), paga directamente a la empresa los subsidios al consumo de los barrios pobres. Paralelamente, a mediados de los años 90, el dinero de los contribuyentes recapitalizó las filiales caribeñas de Unión Fenosa con 240.000 millones de pesos (90 millones de euros). Aún así, la deuda acumulada del Estado con Electricaribe alcanza los 1,8 billones de pesos colombianos (676 millones de euros).

Sin embargo, el Gobierno no vinculó los subsidios a ningún tipo de compromiso para mejorar las redes en las comunas. Según las cifras que Robledo llevó ante el Senado, sus filiales colombianas aportaron a Gas Natural Fenosa utilidades por 246 millones de euros en 2012, y sin embargo, no mejoró la red. Tampoco en los barriossubnormales, los propios vecinos levantaron el cableado y la empresa entró después para cobrar, pero no para mejorar la instalación ni el servicio. En su web, Energía Social zanja así el asunto: como en las comunas las redes las hicieron los propios vecinos, de forma ilegal, “no cumplen con las normas técnicas establecidas en la ley y la normalización del suministro es tarea casi imposible”. En su respuesta a mi cuestionario –la firma se negó a conceder entrevistas para este reportaje–, Electricaribe se justifica por la existencia de “reconexiones ilegales y fraudulentas” y por la llamada cultura del no pago: “En la medida en que bajen las pérdidas y la morosidad, se acelerará el proceso de mejora de la red eléctrica”.


Cultura del no pago

Con esa expresión, cultura del no pago, que también impregna el discurso del Gobierno, la compañía da a entender que las altas tasas de impago en las comunas se deben a una suerte de rasgo cultural y no a la imposibilidad de hacer frente a las facturas. El mismo argumento sirve para justificar las inauditas tasas de muertes por electrocución: “Hay, infortunadamente, personas que insisten en manipular las redes a pesar de los peligros a los que se enfrenta”, señala la empresa, y añade: “en todos y cada uno de los casos en que Electricaribe ha tenido responsabilidad, la compañía ha hecho parte de los procesos”. No corroboran esta versión los familiares de víctimas consultados. Relatan casos de vecinos que sufrieron una descarga tras abrir la nevera o encender un abanico. El novio de Lorena trabajaba en el mantenimiento de la red cuando sufrió una descarga eléctrica que acabó con su vida; ella asegura que la empresa eludió hacer frente a cualquier responsabilidad. Luis perdió a su esposa, madre de sus cuatro hijos; en enero se enteró de que el abogado había dejado caducar el proceso judicial que él inició contra la empresa. Nadie le ayudó.

Otra de las consecuencias de la llegada de Energía Social a las comunas es que cada barrio pasó a ser considerado como un solo cliente. Lo que para la empresa es “un verdadero modelo de gestión comunitaria” ha recibido críticas porque, al margen de abaratar los costos para la firma, ha creado tensiones y división en las comunidades. En Malambo hay un solo contador comunitario, pero cada familia recibe su factura. Un buen día, trabajadores de Energía Social llegaron a sus casas, anotaron las características básicas de la vivienda y los electrodomésticos de que disponía cada familia. Basándose en esa precaria información, Energía Social divide entre todos los hogares lo que marca el contador colectivo. Y como las facturas son altas, muy altas, los usuarios desconfían: “Cobran lo que se les da la gana”, resume uno de los vecinos. La empresa suscita en Malambo un rechazo mayoritario, pero eso no le impidió a la filial de Gas Natural Fenosa ganar, hace unos años, un premio de Responsabilidad Social Corporativa (RSC).

Las cosas no han mejorado después de que, en 2009, tras la adquisición de Unión Fenosa por Gas Natural, la empresa vendió Electrocosta y la filial que tenía en el Pacífico, EPSA, y se quedó con Electricaribe y Energía Social. Conversar con los habitantes de Malambo y La Victoria es escuchar una larga retahíla de desafueros. Por eso dice Marcos, vecino de La Victoria: “este modelo provoca problemas de orden público: ellos lo han provocado; nosotros intentamos defender nuestros derechos”. En lo que tiene que ver con el suministro eléctrico, la costa colombiana es un polvorín; y no están mucho más contentos con la gestión que del agua y el alcantarillado hace Triple A, la filial colombiana del Canal de Isabel II.


Cara y cruz de la inversión extranjera

Colombia inició en los años 90 un proceso de apertura económica que, entre otras cosas, llevó a la atracción de inversión extranjera directa (IED) que se ha incrementado en los últimos años. La inversión extranjera neta se disparó en Colombia desde 2010, hasta convertir al país en tercer receptor de IED en la región en 2012, con cerca de 16.000 millones de dólares. Como asegura la Conferencia de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (Unctad), Colombia atrae a las multinacionales por sus buenas cifras macroeconómicas, con un crecimiento del 4,9% del Producto Interior Bruto (PIB) de media en los últimos años desde 2010 –y un 6% tomando la última década– y con una clase media en expansión, además de por la “estabilidad y garantías” que ofrece a los empresarios extranjeros: es, según el Banco Mundial, el país latinoamericano que mayor protección ofrece a las empresas y el tercero más “amigable” para hacer negocios. En un optimista análisis sobre la coyuntura del país, la consultora británica Oxford Business Group destacaba su gran “potencial” para seguir recibiendo inversión, entre otras cosas, por la carencia de infraestructuras.

Para el senador Robledo no se trata de demonizar la IED, sino de estudiar “caso por caso” y orientar esa inversión hacia aquellos sectores que amplíen el tejido productivo y creen empleo en el país. Para Robledo, no cumplen esos requisitos las inversiones en el sector de servicios públicos domiciliarios, que compraron empresas públicas que ya existían y, en casos como el de Unión Fenosa, redujeron plantilla, subieron las tarifas y no mejoraron el servicio. Para explicar esas divergencias entre el interés común y la acción del Gobierno, Robledo alude al poder de lobby de las grandes multinacionales y acusa de “lacayismo” a los gobernantes colombianos.

En 2011, Felipe González, quien como presidente del Gobierno inició en España la oleada de privatizaciones, fichó como consejero independiente de Unión Fenosa por 126.000 euros anuales. El presidente que culminó el proceso privatizador, José María Aznar,fichó ese mismo año como asesor externo para América Latina por Endesa, una empresa que fue privatizada durante su mandato. En la multinacional italo-española están también Pedro Solbes, Elena Salgado y Luis de Guindos; en Iberdrola, Manuel Marín y Ángel Acebes. Rodrigo Rato fichó por Telefónica y por Banco Santander. Son esas puertas giratorias por las que un presidente del Gobierno puede pasar del poder ejecutivo al consejo de administración de una gran compañía, y un ejecutivo de una firma termina siendo ministro, un trasvase que, entre otras cosas, suele suscitar escepticismo y suspicacia en muchos ciudadanos.

La banca multilateral, y especialmente el Fondo Monetario Internacional (FMI), también han jugado un papel relevante en los procesos que han consolidado la presencia de multinacionales extranjeras en la gestión de los servicios públicos en América Latina. Así, por ejemplo, el FMI financió la adquisición de Triple A por el Canal de Isabel II. Otras veces, la ayuda financiera ha venido del propio Gobierno español: Nicaragua recibió créditos de Financiación al Desarrollo (FAD) justo antes de la entrada de la multinacional en el país centroamericano. Tal vez como recompensa el Gobierno nicaragüense no expedientó a la multinacional en 2006 por la situación crítica de la energía eléctrica en el país, con apagones de hasta ocho horas en algunos sectores. Al año siguiente, el nuevo presidente, Daniel Ortega, comenzó a presionar a la empresa para que aumentara su inversión en infraestructuras.


Transnacionales y derechos laborales

Las protestas de los usuarios de los servicios públicos domiciliarios se suman a las denuncias de los sindicalistas del sector eléctrico. En Cartagena, un trabajador con décadas de experiencia en el ramo me lo cuenta de primera mano: es Gil Alberto Falcón, presidente de la Central Unitaria de Trabajadores de Colombia (CUT). “Cuando Unión Fenosa llega en 2000, se encuentra el trabajo hecho: Sintraelecol (el sindicato del sector eléctrico) ya había sido diezmado”, explica Falcón. Se refiere a que, en la Costa Atlántica, dos años antes de la llegada de Unión Fenosa, los anteriores inversionistas habían implantado un plan de retiro voluntario y una serie de despidos que expulsaron de la empresa a 2.300 trabajadores. Cuando entra en Colombia la multinacional española se encuentra con un sindicato ya prácticamente desmembrado y, según Falcón, impone sus condiciones: cláusulas de no sindicación, tercerizaciones y pérdida de casi 700 puestos de trabajo adicionales.

La cara más oscura del proceso de privatización de la energía en el Caribe es la persecución de líderes sindicales a cargo de mercenarios y grupos paramilitares. El proceso de privatización se saldó con 27 dirigentes sociales muertos o desaparecidos, la mayoría de ellos sindicalistas. En esa lista está, por ejemplo, Odulfo Zambrano, que murió asesinado por grupos paramilitares, según documenta el ODG. Pocos sindicalistas dudan de la relación directa entre los paramilitares y las multinacionales. Gil Falcón asegura que, en 2000, “apareció un documento interno de la empresa que denominaba terroristas a los representantes sindicales”. El Sindicato de Trabajadores de la Energía de Colombia (Sintraelecol) ha denunciado “actuaciones ilegales de Unión Fenosa, en complicidad con la fuerza pública”. El Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP), en su sesión de 2006 en Viena, señaló vínculos entre Unión Fenosa y la violencia paramilitar. Allí se presentaron testimonios según los cuales “personas desconocidas y armadas han interceptado a los líderes e barrios subnormales en Barranquilla, para advertirles que no se metan en problemas”, señala el acta del TPP. Sin embargo, esa relación no se ha podido demostrar a efectos penales.

Algo similar ocurre con el Canal de Isabel II, responsable de la gestión del agua en el Caribe colombiano a través de su filial Triple A. Después de escuchar a las poblaciones afectadas, el TPP identificó prácticas que atentan contra los derechos de usuarios y trabajadores y señaló que se utilizó a los grupos paramilitares “como herramienta de control para eliminar a los sindicalistas y líderes sociales que se han opuesto a la gestión del agua”.


Subcontratación e impunidad

No se trata, una vez más, de un problema aislado. Los sindicatos establecen una relación directa entre la llegada de las transnacionales y el deterioro de las condiciones laborales. Lo consiguen por dos vías: la primera es el deterioro de los derechos sindicales. “En muchos casos, se exige a los trabajadores directamente que renuncien a su afiliación como condición previa para acceder al trabajo; a veces, la empresa se inventa un sindicato propio”, explica Rodolfo Vecino, dirigente nacional de la Unión Sindical Obrera (USO). La otra es la subcontratación: “Las multinacionales acuden a la tercerización a través de contratistas, bolsas de empleo o rotación; así, la matriz se aísla de toda responsabilidad”, al tiempo que abarata costos laborales, agrega Vecino.

El ejemplo más evidente de la eficacia de esa estrategia está en el sector textil, y aquí España cuenta, de nuevo, con una firma puntera: el Grupo Inditex, que ha convertido a Amancio Ortega en el hombre más rico de Europa, con una fortuna acumulada que la lista Forbes estima en 47.600 millones de euros. Inditex, como todas las grandes firmas del ramo, no posee una sola máquina de coser: la producción está deslocalizada mediante una compleja red de subcontrataciones. Las prendas de Zara y el resto de las marcas de Inditex se diseñan en España, pero se producen en países con costos laborales más reducidos, como Bangladesh, que ostenta el récord mundial con salarios mensuales de unos 34 euros. En América Latina, donde los salarios legalmente establecidos son mucho más altos, en el sector textil y del calzado cada vez se recurre más a la producción en talleres ilegales donde trabajadores inmigrantes son encerrados en condiciones análogas a la esclavitud. Es un secreto a voces en ciudades como Sao Paulo Buenos Aires. En las dos se descubrió que talleres ilegales trabajaban para Zara. En ambos casos, la empresa de Ortega argumentó que desconocía la situación de los empleados. Inditex no controla quién le cose la ropa, y ninguna ley le obliga a hacerlo. El entramado de filiales y subcontrataciones se convierte, así, en una forma de garantizar la impunidad.


Mapa base de Wikimedia Commons. Modificado por FronteraD


La maldición del petróleo

Al sindicalista Rodolfo Vecino lo encuentro en Puerto Gaitán, una ciudad del departamento del Meta y el principal punto de extracción petrolífera del país, adonde me he desplazado para participar de unapreaudiencia al Juicio Ético a las Multinacionales que han organizado la Red de Hermandad y Solidaridad con Colombia, la Asociación de Cabildos y Autoridades Tradicionales Indígenas de Arauca (Ascatidar) y otras asociaciones, inspirándose en los juicios populares del Tribunal Permanente de los Pueblos. Estamos al sur de Los Llanos, una vasta región que se extiende sobre la cuenca del río Orinoco, entre Colombia y Venezuela. Es una de las zonas más ricas en hidrocarburos del continente, y es también uno de los ecosistemas prioritarios para su conservación, según WWF. En Puerto Gaitán, las volquetas y tractomulas ya forman parte del paisaje, junto con sus atardeceres rosados, planicies inmensas y un sol de justicia. Los lugareños me explican que el paisaje ha cambiado mucho desde que se comenzaron a explorar las reservas de hidrocarburos, en los años 80. La tradicional ganadería extensiva, que tan bien combina con esos sombreros llaneros que recuerdan al Lejano Oeste, comenzó a dar paso a las explotaciones de petróleo y gas, así como al monocultivo maderero orientado a la exportación.

Llegamos a Puerto Gaitán un viernes por la tarde, con el calor todavía apretando. Salimos de Bogotá muy temprano, en tres autobuses fletados por los organizadores en los que viajaron periodistas y decenas de activistas de organizaciones sociales, entre ellas varias canadienses, pues de esa nacionalidad es la firma que está en el centro de las miradas en este evento: la Pacific Rubiales. Nos acompañan organizaciones internacionales de derechos humanos que colocan sus banderas al frente de los autobuses, para darnos protección. La región del Meta es muy insegura: según nos cuentan los organizadores del evento, el territorio está controlado por paramilitares al servicio de las petroleras. Nada más llegar a Puerto Gaitán mis guías me lo advierten, por si se me hubiese olvidado dónde estoy: “Este es uno de esos pueblos en que de vez en cuando hay un apagón, y junto con la luz, se apaga la vida de alguien”. La Redher y el sindicato USO han sufrido amenazas. Ellos no terminan de creerse que haya sido posible celebrar el evento en Puerto Gaitán: es, para ellos, todo un éxito. Poco después entenderé sus recelos: el 20 de julio, una semana después del evento, unos desconocidos entran en la Casa de la Redher en Bogotá y se llevan ordenadores, cámaras fotográficas y grabadoras con material recogido en Puerto Gaitán. Pese a los contratiempos, en agosto, tal como estaba previsto, se celebra en Bogotá la audiencia final del simbólico juicio a las transnacionales canadienses Pacific Rubiales y la minera AngloGold Ashanti. El veredicto del juicio popular, pronunciado en Bogotá el pasado agosto, subraya la responsabilidad de esas empresas en violaciones de los derechos humanos y laborales, vinculaciones con paramilitares y destrucción del medio ambiente. “Los parapolíticos les recuperan la inversión que han hecho las compañías en la creación de los grupos paramilitares, en connivencia con los políticos. Son las patas del modelo que impone la banca multilateral: uso de la violencia y leyes coercitivas. El resultado es la violencia, el despojo y el desplazamiento forzado”, afirma el abogado Francisco Ramírez, que ejerció como fiscal en el juicio ético.

Nos alojamos en una escuela pública que han cedido para la ocasión. Todavía estamos levantando las tiendas de campaña cuando llegan los autobuses procedentes del Arauca, un departamento situado un poco más al norte, en la frontera con Venezuela, con una importante población indígena y una de las mayores reservas petrolíferas de Colombia. Han venido indígenas de las etnias uwa y sikuane, para dar su versión sobre los efectos que la llegada de las petroleras ha tenido sobre sus modos de vida. A lo largo del fin de semana, indígenas, sindicalistas y expertos analizarán los efectos de las explotaciones de Pacific Rubiales, pero también de otras petroleras que operan en Colombia, como las españolas Cepsa –a través de su filial Cecolsa– y Repsol. Centran sus acusaciones en cinco temas: degradación ambiental, perjuicio a las comunidades indígenas nativas, vulneración de derechos labores y sindicales, criminalización de las protestas sociales y militarización de los territorios.

Víctor es uno de los indígenas del Arauca que viajó a Puerto Gaitán para participar en este evento. Él, que lidera una comunidad indígena de etnia uwa de 49 familias, vivió en primera persona el cambio convulso que para su pueblo supuso la llegada de las petroleras en los años 80: “Antes, nuestra vida era más organizada y productiva, se sembraba mucha yuca y maíz. Llegó la Oxy y rellenó la laguna sagrada, hizo dragados, construyó campamentos, taponó las salidas y entradas de los caños; después llegaron las tractomulas y las volquetas. La vida en la laguna acabó: murieron muchas especies acuáticas que antes nos alimentaban; fueron desapareciendo aves, mamíferos, y también plantas medicinales y árboles sagrados; bajó el nivel del río. Después desplazaron a las comunidades”. Y añade: “La sabiduría de nuestros ancestros nos dice que el petróleo se creó para ser germen de la vida vegetal, no para extraerlo del corazón de la tierra”.

Cuando le pregunto a Víctor si la llegada de las multinacionales petroleras vino acompañada de violencia y militarización, cambia la expresión de su rostro: “No quiero ni pensar en eso. En los 80 llegó una gente extraña y comenzó a limitar territorios y poner controles y reglamentos. Como no fueron capaces de masacrarnos o desplazarnos, se inventaron a los paramilitares. Allí donde la organización social era más débil, los paramilitares comenzaron a matar a compañeros, dirigentes, trabajadores humildes que les apostaban todo a la vida. Eso a ellos no les importaba, porque éramos un estorbo”. Añade con tristeza: “El mismo gobierno es el culpable de esas muertes: todo en contra del pueblo. Una comisión internacional, formada por varias oenegés, tuvo acceso a un batallón militar y desmanteló un arsenal de guerra camuflado”.

Hacia el año 2000, los grupos paramilitares se instalaron en el perímetro de seguridad del oleoducto Caño Limón-Coveñas, para protegerlo de los ataques de los activistas. Se agravaba así la militarización de la zona: allí estaba ya la Brigada XVIII del Ejército Nacional, consagrada a la protección del complejo de Caño Limón para asegurar el transporte de crudo hasta el mar Caribe, con ayuda y financiación, según el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL), de los Estados Unidos. Esa misma brigada ha sido señalada por organizaciones de derechos humanos por su involucración en la matanza de Caño Seco, en la que fueron asesinados tres dirigentes sociales influyentes en la zona. El Ejército reportó la ejecución de supuestos guerrilleros. Aún más sangrienta fue el de la matanza de Santo Domingo en 1998, un municipio de 247 habitantes. Un helicóptero de la Fuerza Aérea dejó un saldo de 17 muertos, cinco de ellos niños, y 25 heridos. La matanza quedó impune, mientras se intensifica el número de desplazamientos y la represión del movimiento social, numeroso y fuerte en la zona. Comienzan las detenciones masivas de dirigentes sociales bajo la acusación de terroristas: el caso más notable fue la detención de2.500 personas en un pabellón deportivo de Saravena, en 2002.

En el Arauca, “el Estado estaba prácticamente ausente hasta los años 50; vivían indígenas, algunos de ellos nómadas. El descubrimiento de yacimientos petrolíferos vino de la mano de la llegada de colonos y del Ejército: ahí comienzan los conflictos con los indígenas. Después, la zona se convierte en un polvorín, con fuego cruzado de insurgentes y paramilitares”, explica Pedro Ramiro, coordinador del OMAL y coautor del informe Colombia en el pozo. Los impactos de Repsol en Arauca. El episodio se repite en otras zonas del país, como el Putumayo: las comunidades locales, que en la mayoría de las ocasiones no han sido informadas ni mucho menos consultadas por los gobiernos, se resisten a la implantación de los proyectos petroleros, y sabotean los oleoductos. El Estado colombiano y sus Fuerzas Armadas, que ha adquirido con las empresas la obligación de proteger esas infraestructuras, reacciona con vigor.

“La mayor parte de las multinacionales en Colombia cometen crímenes de lesa humanidad como una práctica habitual. Son per seorganizaciones criminales, que se basan en la información de los servicios de inteligencia, utilizan sistemáticamente el soborno y la coacción e imponen su modelo económico con el apoyo de lasbacrim (los grupos paramilitares)”, asegura Pedro Ramiro. Colombia no necesitó de una dictadura militar para convertir la violencia en un eje del cambio político y económico. En los últimos 30 años, el saldo macabro de seis décadas de violencia en el país –guerrilla, militares, paramilitares, mafias narcotraficantes– es de 220.000 muertos, 60.000 desaparecidos y 5 millones de desplazados. Y las zonas más ricas en recursos son, muchas veces, las más violentas. La riqueza del territorio puede ser la perdición para los pueblos que lo habitan. Es la maldición de la abundancia, según la expresión del ecuatoriano Alberto Acosta.

“Allí donde hay petróleo, se da una constante: lo primero que sucede cuando llegan las transnacionales petroleras es que aumenta la violencia; hay un impacto sociopolítico, desarraigo, despojo. Las fuerzas militares actúan al servicio de las multinacionales, tienen contratos para garantizar que el Ejército defienda sus intereses y generan impactos de terror para evitar las exigencias de sindicatos y movimientos sociales”, asegura el líder sindical Rodolfo Vecino. En la USO apuntan a la complicidad de Repsol en el “proceso de guerra” que vivió el Arauca, y añaden que Cepcolsa, filial colombiana de la española Cepsa y socia de Pacific Rubiales en las exploraciones de la Orinoquía, impide la afiliación de los trabajadores.


Repsol en el Arauca

Parecía que hubiese desaparecido de la faz de la tierra. Sindicalistas y comunidades indígenas de las áreas afectadas están convencidos de que Repsol abandonó Colombia hace unos años. Sin embargo, la firma, que llegó al país hace veinte años, sigue presente en los departamentos del Arauca y La Guajira –la península fronteriza con Venezuela–, con siete bloques en exploración y otros cuatro en explotación. Ni su nombre ni su logotipo aparecen por ninguna parte: “Repsol juega a la estrategia de la invisibilización; seguramente, porque sabe que no es bienvenida en Colombia”, apunta el investigador Pedro Ramiro. A lo largo de los años 2000, organizaciones como Amnistía Internacional, Greenpeace y OMAL han puesto en cuestión la actuación de Repsol en el Arauca, donde la firma explotaba los campos de Rondón, Campo Limón y Capacho, entre otros. La empresa ha sido acusada de financiar a las unidades militares a cambio de proteger sus instalaciones, pese al “historial de abusos y violaciones de los derechos humanos” del Ejército colombiano, según Greenpeace.

Como Gas Natural Fenosa, Repsol prefirió respondernos a través de un cuestionario. En él aclara, que “por exigencia de los gobiernos”, en algunos países la protección de las instalaciones “debe realizarse en colaboración con las fuerzas públicas de seguridad”, como ocurre en Perú, Colombia, Ecuador y Venezuela. En cualquier caso, la empresa asegura que exige a sus proveedores de seguridad, sean instituciones públicas o privadas, “el cumplimiento de criterios [alineados con] estándares internacionales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos” y otros acuerdos internacionales. En La Guajira, Repsol realizó un análisis sobre la situación del orden público en la zona “como parte de las actividades previas requeridas” para dar inicio a proyectos de exploración en territorios poblados por comunidades indígenas. La empresa afirma que, antes de contratar, se asegura de que no tengan antecedentes asociados a milicias privadas o grupos paramilitares. “Durante 2012 no se han tenido en cuenta proveedores de seguridad privada que tuviesen este tipo de antecedes en los procesos de licitación que hemos llevado a cabo en Brasil, Colombia, Ecuador y Perú”, asegura la firma.

Las denuncias de violaciones de derechos humanos y contaminación se repiten en varios países de la región en los que opera Repsol. La animadversión hacia la empresa es tal que ha sido objeto de campañas como la de Afectados/as por Repsol y Repsol Mata. Uno de los casos más conocidos es el de la Patagonia argentina, donde, antes de la nacionalización de YPF, las exploraciones de la firma ocasionaron fuertes impactos en el medio ambiente y en la vida de las comunidades mapuches. En la provincia de Neuquén, la Comunidad mapuche reivindicó que no fue consultada, lo que supone vulneración del Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas de la Organización Internacional del Trabajo, la principal normativa internacional que defiende los derechos de los pueblos aborígenes, suscrito por Argentina. Otro caso sonado ha sido el de Perú, donde las comunidades indígenas amazónicas han protestado por las operaciones de Repsol en el Bloque 39, una de las zonas con mayor biodiversidad de la selva, que el propio Estado peruano reconoce como tierras protegidas y oficialmente tituladas a los indígenas. En el cuestionario, Repsol arguye en el cuestionario que su compromiso es cumplir con el Convenio 169 incluso en aquellos países donde no ha sido ratificado.

“Las buenas relaciones con las comunidades indígenas son tan necesarias para el éxito de nuestro negocio como la gestión eficaz de nuestras operaciones”, asegura la empresa. “Buscamos entender las implicaciones sociales y económicas de nuestras actividades para que podamos optimizar los beneficios y reducir los impactos negativos. Aceptamos que no podemos satisfacer todas las expectativas, pero donde quiera que operemos, tratamos de hacerlo con el apoyo de la comunidad”, añade Repsol. La firma pone el ejemplo de Ecuador: “En un ejercicio de apertura a la sociedad civil, organizamos una visita a nuestras instalaciones de un grupo de seis expertos que han dictaminado que Repsol es la petrolera que más respeta los derechos de las comunidades indígenas en el país”. El presidente ecuatoriano, Rafael Correa, les dio la razón: “Donde mejor cuidada la selva es donde existen empresas responsables, como Repsol”, afirmó en una visita a Madrid el pasado abril.


Responsabilidad social u obligación legal

Repsol asegura que cuenta con un equipo de más de 40 personas “encargadas de dialogar y relacionarse con las comunidades del entorno” y que, en los últimos tres años, ha invertido 90 millones en acción social; de ellos, 22 millones de euros en proyectos de desarrollo comunitario. Para la firma, estos programas son “parte del compromiso de promover el desarrollo de las comunidades locales”. Sin embargo, los movimientos sociales comunitarios se quejan de que, muchas veces, estas ayudas económicas sirven para cooptar líderes comunitarios y dividir a las comunidades. La investigadora Ane Garay, de la OMAL, apunta que con ese marketing solidariolas transnacionales “se presentan como parte de la solución y no del problema”, como estrategia para “aplacar la rabia de la población, reblandecer corazones y desviar la atención”.

El problema no estriba en los programas de RSC en sí, sino en que éstos se consoliden como una alternativa a la ausencia de mecanismos del Estado o de la sociedad civil para exigir responsabilidades, como apunta Garay en el informe Empresas transnacionales. La RSC se basa en los criterios de voluntariedad y autorregulación: los códigos de conducta no vinculantes sustituyen a la fiscalización externa por parte de autoridades estatales. Lo mismo sucede a escala mundial con el código Global Compact de la ONU, que apunta a diez principios éticos muy generales y sin eficacia normativa. El objetivo final, concluye Garay, es la impunidad; por eso el Tribunal Permanente de los Pueblos propone crear alternativas de control; entre ellas, una corte mundial que juzgue y sancione a las empresas, y no sólo a los estados.

“Hacen campañas de sensibilización o de empleo, pero es un cuento: llegaron a nuestro territorio y provocaron contaminación del agua, descomposición social, aumento de la violencia. Y aun así, les llaman terroristas por explotar un oleoducto, cuando lo que están haciendo es defender sus tierras ancestrales”. Quien así habla es Óscar Pisso, líder de un resguardo indígena de 622 habitantes en la región del Putumayo, en plena selva amazónica. Óscar describe una situación trágica: las comunidades están cada vez más cercadas por los proyectos petroleros o mineros, y han comenzado a organizarse para defender el territorio. Es el primero en decirme algo que después escucharé muchas veces en Colombia: “Indio sin tierra no es indio”. Por eso, desde hace 500 años, los pueblos originarios defienden un territorio que para ellos representa mucho más que el sustento económico: es cultura, sacralidad, el lugar de sus ancestros y donde crecen sus plantas medicinales.

Óscar atravesó en autobús media Colombia para llegar a Puerto Gaitán y organizar nuevas formas de resistencia junto con otros pueblos indígenas. Allí se encontrará con gente como Víctor, el líder Uwa que me dejó estas palabras: “Nuestra lucha dura más de 500 años, y aquí seguimos, resistiendo, porque el interés del gobierno es darle el territorio a las multinacionales. Queremos que nos devuelvan la tierra, que se regenere y tenga vida para las próximas generaciones. Las petroleras deben abandonar nuestro territorio. Nuestros cadáveres no descansarán mientras no sea así”.



Nazaret Castro es periodista y vive desde hace cinco años en América Latina. Este artículo forma parte de la investigación Cara y cruz de las multinacionales españolas en América Latina, financiado por los lectores de FronteraD a través de uncrodwfunding en la plataforma Goteo. En FronteraD ha publicado reportajes como Una flor en medio del asfaltoLa matanza de Carandiru o La sociedad carioca, en estado de apartheid, y mantiene el blog Entre la samba y el tango.



Cara y cruz de las multinacionales españolas en América Latina


2.-   La luz que no llega a los ‘barrios subnormales’. Unión Fenosa y Repsol en Colombia



En la próxima entrega hablaremos de las represas de Endesa en el sur de Chile y del renacer de la resistencia del pueblo mapuche. Analizaremos por qué Chile es “el modelo del modelo” del neoliberalismo en América Latina y cuáles han sido las consecuencias de haber privatizado el 100% de los recursos hídricos del país.

Los cofinanciadores de esta investigación recibirán además una serie de materiales complementarios.



Para más información:

La Unión Europea y las transnacionales en América Latina.Documento de la Sesión IV del Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP), celebrada en Madrid en 2010. Descargable en:http://rebelion.org/docs/105936.pdf

Informe CEPAL, Internacionalización y estrategias empresariales en la industria eléctrica de América Latina: los casos de Iberdrola y Unión Fenosa. Patricio Rozas, Santiago de Chile, diciembre de 2008.

Empresas transnacionales. Diagonal, nº 209, noviembre de 2013. Descargable en: http://omal.info/spip.php?article6068

Javier Sulé, Unión Fenosa en Colombia. Una estrategia socialmente irresponsable. Observatorio de la Deuda de la Globalización. Cátedra Unesco en Tecnología y Desarrollo. 2006

Informe Los nuevos conquistadores, Greenpeace, 2009. Descargable en: http://www.greenpeace.org/espana/reports/090930-03

Pedro Ramiro, Erika González y Alejandro Pulido, Las multinacionales españolas en Colombia, Asociación Paz con Dignidad/OMAL, 2007.
Pedro Ramiro y Alejandro Chaparro, Colombia en el pozo. Los impactos de Repsol en el Arauca, Asociación Paz con Dignidad/OMAL, 2006. 

Informe sobre Repsol YPF en América Latina, 2008. Tribunal Permanente de los Pueblos.http://omal.info/IMG/pdf/informe_caso_repsol_en_america_latina_-_final.pdf

Jesús Carrión, Erika González, Tom Kuchard et. al., Beneficios a costa de los pueblos y de los derechos humanos. Corporaciones Transnacionales Europeas en América Latina y el Caribe.Enlazando Alternativas. Descargable en: http://www.enlazandoalternativas.org/IMG/pdf/ONU_DDHH_TNC_ginevra_5_6_octubre_ES.pdf


Tribunal Permanente de los Pueblos: Veredicto de la sesión de 2010. Descargable en:http://www.enlazandoalternativas.org/IMG/pdf/TPP-verdict_es.pdf