Entrevista a Pablo Farrés: “Nuestro reglamento hoy es la crónica, la memoria neurótica, el minimalismo de taller”
Por Pablo
Chacón
En El
desmadre y El reglamento, sus dos
flamantes novelas, el escritor Pablo Farrés despliega un universo de discurso
por afuera del canon y del lugar común generacional que están colonizando una
zona de la literatura local, la más festejada por el mercado y por los premios
literarios, con las excepciones de rigor. Los libros -publicados por Pánico el
Pánico y Letra Viva- son un prodigio de densidad narrativa y teórica. Farrés
nació en La Matanza
en 1974. Publicó El punto idiota y Literatura argentina. Este es el diálogo
que sostuvo con Lobo Suelto!
En principio, ¿qué semejanzas (de estilo
o procedimiento) encontrás en El desmadre y El reglamento?
Veo
que en los dos libros, los narradores escriben para un receptor que sostienen
alguna jerarquía sobre ellos. La
Asociación de Madres de la Memoria en un caso, y el Ministro de Educación
del Régimen en el otro. En este sentido, los narradores están compelidos a
explicar sus imposibilidades, la de escribir el reglamento que le han exigido,
y la de escribir las memorias de una madre que ha perdido su condición con la
desaparición de su hijo. Estas imposibilidades no remiten a un derrotero
subjetivo, sino a ciertas lógicas paradojales. En una, la imposibilidad de una
ley que justifique la existencia de la ley. En la otra, el desarrollo de una
serie más compleja pero que me parece guarda su racionalidad: la pérdida de un
hijo implica un desmadre, pero a su vez un desmadre implica un desconche, y si
la narradora se desconcha es porque le sale un pene -de allí el problema, ¿cómo
sostener la condición de madre con cierto pene decorando su entrepierna?
No sé
cómo lo trabajarán otros escritores; en mi caso, el estilo surge de intentar
ocupar el lugar de esas experiencias imposibles. El estilo no responde a
ninguna decisión, más bien es una cuestión de intensidades definidas por
aquello de lo que se está escribiendo. Doy un ejemplo para explicarme: Carlos
Ríos tiene un estilo de escritura tremendamente definido, pero ese estilo ¿responde
a Carlos Ríos o al paisaje donde se instala su escritura -Manigua, Pripyat,
etcétera? ¿Se puede escribir desde Manigua de otro modo, o es que Manigua ya es
ese modo, es decir, ese estilo? Respuesta apurada: el estilo no es de Carlos
Ríos sino que ese estilo ya es Manigua. En otras palabras, la escritura es el
estilo, pero la escritura nace de un lugar que está fuera de las palabras.
En El
desmadre, el narrador, ¿practica una parodia de un escritor como Osvaldo
Lamborghini o está afirmando un juicio sobre su propia práctica?
No
hay parodia. Ninguna parodia. Escribo con toda la seriedad de la que soy capaz.
Casas decía que Aira nos cagó. Pobre Casas. El que nos cagó fue Lamborghini. La
intertextualidad delirante de Lamborghini hizo que los juegos abstractos y
meta-literarios de Borges se cierren en el trabajo de la frase. Lamborghini es
una clausura de la literatura que Borges abrió, y por ello mismo nos condena a
escribir en el desierto. Aira escribe en el desierto, pero el desierto no
termina y por eso Aira sigue escribiendo máquinas autosuficientes. Cuando Casas
dice que Aira nos cagó es porque Casas no se aguanta el desierto y necesita del
barrio, de los amigos, de la historia y de cualquier cosa que venga a tapar el
desierto. Respondo entonces: no hay parodia posible sobre Lamborghini porque
Lamborghini inventó su propia parodia (la llanura del chiste), lo que hay es un
desierto por el que avanzar sacándose de encima lo que nos pesa -las madres y
los reglamentos políticos, culturales y literarios. Después vemos a dónde
llegamos, si es que llegamos a alguna parte.
La pregunta anterior se relaciona con esa
especie de oposición Gelman-Lamborghini donde pareciera que inventar algo por
fuera de ese canon resultara imposible. ¿Es imposible inventar algo por fuera
de ese canon en la Argentina
contemporánea?
La
lógica del adentro y del afuera, me parece que responde a la trampa en la que
la misma vanguardia planteó y terminó cayendo. La noción del afuera remite a
cierta necesidad de novedad, en la que no me interesa participar. Me gusta
pensar la literatura en términos de simultaneidad, más que en función del par
viejo o nuevo.
Ciertamente,
en El desmadre aparece cierta oposición entre la figura de Gelman y la figura
no nombrada de Lamborghini. Pienso El desmadre como una novela política, y en
este sentido, la novela, de un modo lateral, interviene sobre ciertos discursos
que se han vuelto hegemónicos.
En
términos culturales, Gelman ha ganado. Y ganó porque nuestra cultura es la de
la derrota, la memoria de la derrota, y la crónica de los derrotados. Nietzsche
habla de los sacerdotes del ideal ascético: hay sacerdotes de la derrota que
hacen triunfar su voluntad usando el resentimiento común. Contra ello, aparece
El desmadre, como un modo de sacarme de encima las ataduras culturales y
personales de la memoria. La desmemoria sana, nos vuelve más livianos. Y no se
trata de negación ni del olvido, se trata de hacerse cargo del horror pero para
vivirlo con la gracia del don (en la novela, por ejemplo, cuando a la madre se
le revela su propio pene y por ello la necesidad de volver a reconsiderar su
estatuto de madre), de lo contrario sólo nos queda el resentimiento. En el
resentimiento no hay literatura posible, salvo que el resentimiento se transforme
en una fiesta desmadrada. Pero para eso hay que pensar el lugar de las Madres.
Pienso en el imperativo Verdad, Memoria y Justicia, y me digo que desde ahí no
hay creación posible. Prefiero Ficción, Desmemoria y Fiesta.
En
este sentido, la pregunta acerca de la invención literaria, me parece que no
debe remitir al problema del canon. El canon no importa. Y si a alguien le
importa es porque no leyó sino a los tres o cuatro que dicen qué hay que leer.
En todo caso, el canon funciona como un reglamento que no dice nada. Por eso el
tema de la invención se relaciona mejor con lo que está fuera del reglamento.
Por ejemplo, ¿cómo es posible el desmadre?
Treinta años de democracia. ¿Cómo ves el
funcionamiento de la institución-literatura en la época que te ha tocado vivir
de esos treinta años?
Un
poco te respondí en la pregunta anterior. Siento que la literatura estuvo
anclada en la memoria, omitiendo los procesos ficcionales -selección,
desplazamiento, superposición, travestismo, etcétera-, siempre perversos, de la
memoria. Permitime oponer dos libros paradigmáticos: Los topos, de Félix Bruzzone, y justamente de Bruzzone -digo porque
hay algo de valentía que se juega en que sea justamente Bruzzone el que
escribió ese libro- trabaja con esos procedimientos que hacen de la memoria una
herramienta de creación. Frente a ese hermoso libro, hay que leer el de
(Patricio) Pron, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, donde
se plantea la búsqueda de una verdad que reduce la literatura a mera crónica,
cae en todos los clichés generacionales, propone una épica que sólo sirve para
desnudar nuestras imposibilidades contemporáneas, y finalmente se dibuja a sí
mismo con un autor comprometido con los valores morales de nuestra sociedad que
tan bien deben ser leídos en Europa. En uno hay creación, en el otro sólo un
posicionamiento cultural que conlleva algunas regalías. La oposición que
planteo es sintomática de nuestra cultura de los últimos treinta años. Una
memoria reactiva y clasificatoria (bueno-malo, negro-blanco) contra una memoria
creativa que expone sus procedimientos desmadrados (mezcla, travestismo,
contaminación). Gelman ganó, del mismo modo que Pron va a ganar.
No sé
qué van a ganar, pero no importa. Otro libro sintomático es el de (Elsa)
Drucaroff, Los prisioneros de la torre,
donde se plantea una lectura de ciertas obras recortadas en términos
generacionales y definidas bajo la noción de post-dictadura. Ni yo ni nadie
quiere sentirse post-nada, y la noción de desmadre intenta plantear la
posibilidad de escribir desde ninguna generación (generación = madre).
Finalmente, con esto quiero decir que nuestra democracia se ha sustentado en
ciertos modos de captura cultural y discursiva que nos condenan al encierro en
una generación, en la reverencia a la figura materna (el sufrimiento, la
conciencia moral, el llamado al hogar, la verdad histórica, y esas cosas), en
cierto higienismo bienpensante que pone al horror como un monstruo ajeno como
si no fuera parte de cada uno de nosotros y de nuestras relaciones.
Siento
que la literatura no ha podido hacer mucho frente a esas imposiciones de
nuestra democracia, y terminó haciéndole el juego. Nos enseñaron a tenerle
miedo al horror, y reducir nuestras experiencias a un código neurótico -de ahí
la actual novelística. Nuestra democracia siempre está al borde del fascismo,
ahí donde el sueño fascista por excelencia es el de aniquilar el horror por
medio del horror legitimado. El único favor que la literatura puede hacerle a
la democracia es devolverle el horror como su parte más propia.
¿Es posible que la práctica literaria
vernácula esté más cerca del universo de El reglamento que el de El desmadre?
Si es así, ¿por qué?
Sí,
completamente. Nuestro reglamento literario hoy es la crónica, la memoria
neurótica, el minimalismo de taller, y la apología tecnológica que reduce la
literatura a Facebook. El problema es que estamos re-contentos con nuestro
reglamento generacional. Pero la trampa también es apostar por la transgresión
del reglamento. No se necesita ninguna transgresión de nada. Eso es vulgaridad.
Cuando hablamos de desmadre hablamos de modos de hacer una fuga que reconfigure
la narración del pasado y del origen, no volviendo a ellos sino llevándolos
consigo lo más lejos posible, casi hasta perderlos.