Carta Abierta al pensamiento
Por Raúl Cerdeiras
No soy quien para juzgar a los compañeros que suscribieron la última
Carta Abierta. Porque tanto ellos como esta pequeña apuesta en que se sostienen
las palabras que voy a escribir, soportan las inclemencias de un vacío producido
ante nuestros ojos consistente en el desmoronamiento del ideal emancipativo del
comunismo y la feroz consecuencia de la mundialización del capitalismo. El
comunismo fue el primer proyecto político laico que afirmó la posibilidad de
liberar a la humanidad en su conjunto de toda dominación, poniéndolo
efectivamente en marcha; el capitalismo realiza por primera vez un tipo de
sociedad que cubre, atenaza, atraviesa y condiciona, directa o indirectamente,
a toda la humanidad. Vivimos en el “entre” que se ha formado, por un lado, por
la caída de una Idea política universal de emancipación y, por el
otro, por la instalación universal de
un sistema de explotación salvaje que arrincona a la condición humana hasta
reducirla al simple anhelo de sobrevivir a cualquier precio. Estamos en el
medio de dos universales, pero intrínsecamente diferentes, no sólo por su
contenido (emancipación vs. dominación) sino por el significado mismo del
término universal.
Pese a todo, ante semejante circunstancias, ¡qué antigua resulta la
Carta Abierta n°14! Ella se anuncia diciendo que “vivimos tiempos de urgencia y
de esperanza”. Sin duda la devastación que ha sufrido el pensamiento político
emancipador es muy profunda. ¿Cómo puede ser que en el 2013 se siga navegando
en una gelatina compuesta con las imágenes de un populismo de la década del 50
entreverado con un marxismo lavado e históricamente agotado? ¿Podemos seguir
esbozando discursos políticos que coquetean con la palabra emancipación en los que se mezclan una rémora de nociones,
imágenes, figuras, frases, slogans, etc. que corresponden a un pasado hoy
inerte? Los gobiernos progresistas de América Latina ¿están ratificando lo que
en su momento dijo Marx que los hechos y personajes de la historia se producen
dos veces: “una vez como tragedia y otra vez como farsa”? ¿No es hora de abrir
una nueva etapa y “dejar que los muertos entierren a sus muertos”? ¡Si, es
hora! Y ese es el lugar en el que me ubico para dialogar con los compañeros de
Carta Abierta, sabiendo que entre las cosas que hay que enterrar hay muchas que
pertenecen al mismo Marx y sus descendientes, pero para dar un paso más, es
decir, para inventar y proponer nuevos trayectos políticos que se inscriban en
el horizonte que él abrió para siempre. Además, aspiro a que me escuchen como
uno más que acepta la invitación que hacen para “convocar a compañeros que
buscan destinos similares a los nuestros y permanecen fuera del proyecto”. El único destino que nos acerca es una
palabra que usamos en común: emancipación.
Alrededor de esta palabra, que es una idea latente en busca de una nueva
significación, se juega el destino político de la humanidad. Parto del supuesto
que ustedes no se suman a la legión que comanda el capitalismo más salvaje que
ha sustituido, para mejor dominar a los pueblos, esa palabra por la de gestión. Pero tampoco soy tan ciego para
no comprender que el gobierno de la década Kirchnerista esta enterrada, y para
mí absolutamente maniatada, dentro de la lógica de la política entendida como gestión.
Aquí parece abrirse un inmenso abismo, sin embargo debemos encontrar el terreno
de las dificultades comunes que tiendan puentes. Eso obliga a delimitar el
ámbito de las cuestiones sobre el cual verter nuestras ideas.
La historia como
tragedia.
En América Latina en la década de los sesenta cuando los jóvenes nos
asomábamos a la política encontrábamos un mundo solidamente conformado
alrededor de dos opciones: el capitalismo o el comunismo. Eso no significaba
que del lado revolucionario había paz, nada de eso. Las discusiones en ese
territorio eran intensas pero las unificaba un eje en común. Las organizaciones
debían ser vanguardias del pueblo (pero se discutía el tipo de organización y
la composición de clase de ese pueblo); la toma del poder del Estado era el fin
absoluto para todos (pero se discutía las formas de capturarlo); desde el
Estado conquistado comenzaría la ardua tarea de cambiar la sociedad en una
nueva llamada socialista (pero ya se adelantaban discusiones basadas en las
experiencias de diversos países para llevar esa tarea adelante). El influjo de
la Revolución Cubana fue decisivo para que la lucha armada pasara a ser el
núcleo de todas las aspiraciones revolucionarias. Una de esas corrientes,
Montoneros, resulta de un proyecto de articular al pueblo, esencialmente al proletariado
encarnado en el peronismo proscripto, con las ideas marxistas. Muchos, yo entre
ellos, formamos parte de ese aluvión político-militar desde diversos lugares.
Como toda lucha de ese tipo abrazó la gloria, los errores y también las
miserias. No me arrepiento. Ese intento ya había fracasado políticamente antes
de ser exterminado militarmente. Políticamente, por la gestión del Estado democrático que hizo Perón
(expulsión de la Plaza de Mayo de la juventud maravillosa) y militarmente por el
Estado dictatorial. Fin de la
historia como tragedia.
En vísperas del desmoronamiento del “campo socialista” y el fin de la
“Revolución Cultural” de Mao, las dictaduras militares desde la griega y las de
toda nuestra región, al mismo tiempo que aniquilan todos los intentos
subversivos abren las economías de sus países para que se establezca la primera
cabeza de puente de lo que luego sería el desembarco neoliberal. Jimmy Carter
hace girar toda la política exterior de su país poniendo como principio de su
accionar diplomático la Defensa de los Derechos Humanos. Luego viene el
Consenso de Washington, la caída del Muro y la oleada antitotalitarismo en
nombre de la Democracia. Desde ese momento la política se divorcia de la
emancipación y se fusiona con la gestión, y la única elección real que imponen
los amos del mundo en el campo de la política es la disyuntiva entre dictadura
o democracia, esta última presentada piadosamente como el mal menor.
Simultáneamente se anuncia el fin de la Historia, de la Filosofía, de las
Ideologías, etc. La mesa está servida: entramos en la era posmoderna del
capitalismo mundial cuya estandarte reza: vive sin ideas.
Los jóvenes que se asoman a la vida política en la década del ochenta
encuentran activo otro cuadro político. El tema central es la transición de la
dictadura a la democracia. La juventud se viste de color morado y su líder es
Alfonsín. Empieza a consolidarse el sistema político de la Democracia, y una
inmensa cantidad de intelectuales que veinte años atrás se proclamaban revolucionarios,
vuelven de su exilio (no solamente los exiliados) y pasan por el altar de la
Democracia a confesar y arrepentirse del pecado de haberse sumado a la locura
totalitaria. Y en ese gesto también arrojaron al fondo de la historia, con en
el paquete que decía “totalitarismo”, a la idea misma de la emancipación.
“Antes queríamos cambiar el mundo, ahora nos conformamos con arreglar el jardín
de la vereda”, se le oyó decir a muchos.
Cada uno a su manera, tanto Galtieri como Alfonsín no captaron la
esencia del nuevo tiempo político que se abría en el mundo. El primero pensaba
que como brazo armado de la destrucción de la subversión, al momento del
manotazo de ahogado de invadir las Malvinas los EE.UU le harían un guiño y mirarían
para otro lado. Mientras Alfonsín, que
aturdía gritando todas las cosas que se podían hacer con la Democracia (comer,
estudiar…etc. etc.), en plena inflación motorizada por la ley inflexible del
capital, confesó que le fue a hablar a los empresarios con el corazón y le
contestaron con el bolsillo. Tuvo que irse más pronto que ligero. Galtieri no
entendió que el momento de la limpieza había terminado, que para la
mundialización del capitalismo era imprescindible el consenso democrático.
Alfonsín (¿ingenuo?) nunca se percató que la Democracia no es otra cosa que la
Democracia S.A, es decir, la forma política de administrar y gestionar los
intereses y conflictos de la globalización en expansión. Comienza a montarse el
escenario para representarse la historia
como farsa.
Creo que el lapso que va desde la transición a la democracia (vía
Alfonsín) seguido de la transición al neoliberalismo sin trabas (por la vía de
Menem) anudado entre ambos en el Pacto de Olivos, es crucial. ¿Por qué? Porque
toda la clase política y sus intelectuales progresistas compraron y aceptaron
sin beneficio de inventario, un proyecto de estructuración de la política
destinado no a la transformación sino a la administración de la realidad. Ante
la esterilidad y el desamparo en que habían quedado, tanto las izquierdas
revolucionarias como el populismo que se pretendía con capacidad de ruptura, en
vez de encarar una revisión de toda esa secuencia hasta llegar a sus raíces,
algunos se empecinaron en seguir encerrados en la vieja doctrina (la izquierda
retórica) y otros se alistaron en el horizonte que proponía el balance que la
derecha hizo del siglo XX. El populismo ahora pasa a ser nacional y democrático.
Otros pocos decidieron (me incluyo) encarar un análisis lo más profundo
posible de los fundamentos del proyecto político que nace en el Manifiesto de 1848 hasta su agotamiento
pero rechazando de plano el pescado podrido que vendía el capitalismo bajo el
ropaje de elegir entre dictadura o democracia.
La historia como farsa.
Cuando la juventud de nuestro país se asoma a la política en la primera
década del año 2000, se encuentra con una situación inédita: no se le ofrece
nada para elegir. Ni capitalismo o comunismo; ni democracia o dictadura.
Tiempos difíciles: no se puede elegir
¡no queda más remedio que decidir! En
diciembre del 2001, la muchedumbre mezclada sale a tomar las calles, como el
fogonazo de un relámpago, una serie de luchas no tradicionales que se venían
sosteniendo se arremolinan en un confuso y tenso escenario pero destinado a
dejar varias huellas para el futuro
entre ellas, quizás la más profunda, portadora de inquietantes
interrogantes: “¡que se vayan todos y no quede ni uno solo!”
Es este el primer dato real incontrastable que en la política tal cual
funcionaba algo había concluido. No estuvimos a la altura de los acontecimientos. Toda la diferencia que
tengo con el Kirchnerismo y los intelectuales que honestamente promueven su
proyecto, es que ante el nuevo presente político que abrió los sucesos de
diciembre del 2001, creo que esa huella debe ser sostenida como imborrable, en el sentido de tomarla
como punto real de referencia para desplegar e inventar todas sus posibilidades;
mientras que Kirchner considerará un trofeo mayor de su política haberla borrado. Llamamos a esa política el producto
de un sujeto reactivo, sin duda
diferente al que pudo haber desatado un sujeto
oscuro una de cuyas muestras es la masacre del Puente Pueyrredón
instrumentado por el Dhualdismo.
La derecha y el orden constituido cambian su táctica y su discurso en
momentos en que un nuevo presente emancipativo los amenaza. También parecen
reconocerlo ustedes cuando hacen referencia a la ilusión de un capitalismo
humano y que el fin del ciclo de los
estados de bienestar fue revelador de que se trataba de una “estrategia” frente
al mundo socialista. Debería profundizarse el alcance de este argumento, puesto
que no solo era una competencia con el mundo socialista, había algo más
peligroso para el reino del capitalismo. Después la Segunda Guerra, con un capitalismo debilitado
y el ascenso del fantasma del comunismo montado en las rebeliones obreras de
Europa, se desata la última oleada revolucionaria comandada desde el Tercer
Mundo. China y su Revolución Cultural, Cuba, el Che, Argelia, Lumumba, Allende,
Indochina, Vietnam, etc. etc. El imperialismo desparrama para ahogar ese nuevo
presente político en Europa, primero el Plan Marshall y luego monta el Estado
de bienestar; y en América Latina la Alianza para el Progreso. Eran sujetos
reactivos. El sujeto oscuro emergía según las circunstancias, como por ejemplo
la invasión militar a Cuba, etc. Finalmente, se comprobó que a la larga el
sujeto reactivo no es un dique seguro respecto a las fuerzas oscuras y que
finalmente terminan trabajando para ellas, o preparando el terreno para que
puedan restaurar sin medias tintas su dominio.
La farsa consiste que en el 2000, las fuerzas políticas que 40 años
atrás, trabajando en el interior de una lógica revolucionaria plenamente
vigente en el mundo (Marx-Lenin-Mao, articulada con las variantes nacionales),
hoy reaparecen en el escenario para representar un simulacro de ese pasado. La
farsa consiste en disfrazar con los antiguos ropajes de una epopeya pasada a una
política ahora destinada a sofocar
(borrar la huella, apagar el incendio) un nuevo presente que sigue
estando a la espera de su propio e inédito despliegue.
Sin embargo la carta afirma que la década Kirchnerista “se atrevió a
desafiar el orden establecido” y que se “abrió una grieta en esta humanidad
desolada”. Y aquí está la braza candente de una disputa política que sería
desastroso no enfrentarla abiertamente. Porque es en el acontecimiento del 19/20 de diciembre de 2001 que se abrió una grieta y se desafió al orden establecido.
Por el contrario, el kirchnerismo produjo con su política “reparadora” no solo
el necesario socorro a las víctimas del desastre neoliberal, sino la reparación
integral del sistema político y económico de nuestro país. Esto significa: la política entendida como la gestión
dentro del sistema democrático y apresada en el dispositivo del Estado; y la economía como sinónimo del desarrollo
del capitalismo. Democracia y capitalismo, así de crudo.
Entonces la farsa puede peligrosamente volverse una tragedia pero esta
vez sin tragedia. La juventud,
decíamos, no tenía al comienzo de este siglo nada que elegir, pero Kirchner
parece decirles que no había nada que elegir por que la política estaba ausente
y ahora volvía. Pero lo que se les entregó como el renacimiento de la política
no es otra cosa que los restos funerarios de un pasado de la política agotado,
y junto con ellos, los emblemas del poderoso Mundo Libre de Occidente:
democracia y capitalismo, así de crudo. Tan crudo como decir que el
kirchnerismo intenta dar una batalla (con un aroma de liberación) cuarenta años
después contra los dueños del mundo, pero con las armas que le dan esos mismos amos,
que son el resultado de su triunfo de hace 40 años.
Miremos la política real tal como se muestra alrededor de su acto
sublime: las elecciones. Cumple al pié de la letra las exigencias que imponen
los recalcitrantes enemigos. Basta observar una tira de propaganda de todos los partidos para sentir una
sensación de repugnancia e indignación, que hace renacer el deseo de gritar
nuevamente “que se vayan todos y no quede ni uno solo”. Es la prueba aplastante
de la esterilidad de todo este andamiaje de la Democracia S.A., de la manera en
que se maniata toda capacidad de decidir, pensar y actuar autónomamente a la
gente. Transforman al pueblo en simples animales vivientes encerrados en el
corral de la Democracia S.A., y los políticos sonrientes subidos en las empalizadas
ofreciendo “lo que la gente quiere”: ser feliz. Una felicidad hecha de
seguridad, salud, comida, educación, familia, bienestar, proyectando una nación
cada vez más grande y…etc. ¡Si quieren todo eso, vótenme! afirman con gesto
adusto y firme. Ustedes solos no pueden hacer casi nada, parecen decirle,
porque no tienen el poder que a nosotros nos da el Estado. ¿No se enteraron que
volvió la política? ¡Alegría: sí, volvió! Ahora el Estado se ha convertido en
un arma que puede poner orden y límites a todas las injusticias que se
desparraman por el mundo. Por fin, exclaman, ¡un mal menor ilumina nuestro horizonte! Después de todo esto,
cualquiera que sean los resultados, nadie, absolutamente nadie, dejará de decir
que ha sido “un triunfo de la democracia”. Es la única verdad que la casta
política pronuncia en estas circunstancias.
Una revolución
copernicana en las políticas de emancipación.
Se que suena grandilocuente pero estoy convencido que vivimos tiempos de
re-fundación. Hoy algunos síntomas recorren el mundo que nos comprometen aún
más a prepararnos para producir y recibir una nueva experiencia de pensamiento
y acción política cuyas formas apenas si podemos balbucear. He llegado a
algunas conclusiones y desde ellas intentaré articular este diálogo que supongo
difícil pero fraterno.
La primera liberación es la que tenemos que hacer nosotros mismos
respecto a una vieja matriz que ha condenado a la política que se pretende
emancipativa a quedar atada y dependiendo férreamente de fuerzas sociales ya
preconstituidas y del Estado como su lugar de ejercicio natural. Una revolución
copernicana es sacudir profundamente esa idea que parece tan evidente para
todos como lo era en su momento la certeza de que la Tierra se hallaba inmóvil
y el sol, junto con el resto de la bóveda celeste, giraba a su alrededor.
La idea es sencilla, se trata de afirmar la autonomía de la política.
Considerar que su capacidad de transformación depende de que no esté sujeta al
tejido que impone el régimen social dominante (el capitalismo) y debe renunciar
a pensar que el Estado es un instrumento de transformación si está en manos de
revolucionarios o de regresión si lo manejan las fuerzas conservadoras. El
Estado, que ha sido la tumba de todas las revoluciones del siglo pasado, tiene
una sola función: garantizar el orden establecido, apenas si le hace cosquillas
quien lo ocupe. Una fórmula se ha acuñado para sintetizar esta idea: la política no es representativa y debe
practicarse a distancia del Estado.
La idea es clara pero las consecuencias son tremendas. ¿Porqué la
política tiene que repetir eternamente la misma cantinela de los partidos y sus
programas, la representación, el voto (o las armas) para llegar al Estado? La
experiencia debería ser suficiente como para sacar la conclusión de que esa vía
es el fracaso, la impotencia: nunca la humanidad ha estado tan aplastada política
y económicamente como en nuestra época. Nuevamente mi pregunta acompaña el
desafío hecho en su momento por Marx, cuando afirmaba que “la tradición de
todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro el de los vivos”, y se indignaba al ver que cuando los vivos
“se disponen precisamente a revolucionarse y a revolucionar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas
épocas de crisis revolucionarias” entonces se conjuraban todos los espíritus
del pasado para abortar este nacimiento vistiéndolo con los antiguos ropajes. Lo
que vino después del 19/20 de diciembre del 2001 puede ser un caso emblemático
de esta conjura del pasado. Pero el mundo no cesa de manera cada vez más
testaruda de ofrecernos esas explosiones de presencias en las calles apuntando
no tan directamente al sistema de explotación capitalista sino a las formas
políticas que la apuntalan y administran.
Desarticular el sistema capitalista global que nos tiene atenazados en
cuanto a nuestra subsistencia inmediata resulta una tarea casi imposible (ni
tampoco es seguro que nadie esté en condiciones de controlar sus complejos
dispositivos y sus efectos). Pero distinta es la posibilidad que cualquiera
tiene de intentar pensamientos, organizaciones, luchas, etc. que vayan abriendo
otra subjetividad política, otras experiencias que debiliten el armazón político
establecido y vayan creando nuevos. Por dar un solo ejemplo, una huelga general
es algo que el capitalismo asimila sin mayores problemas, pero –hagamos casi ficción– una abstención masiva de
votantes puede conmover el andamiaje de la legitimación del poder y, además, la
subjetividad que debe acompañar esa decisión implicará sin lugar a dudas una
nueva mirada política de la situación. No es una propuesta, es algo que debe
pensarse. No se trata de construir formas económicas “autónomas” en las orillas
del capitalismo, sino de inventar políticas autónomas a la lógica del capital
(es decir, liberar a la política de su determinante en última instancia) y
situarla a distancia del Estado. Esta autonomía de la política no puede sino
desembocar en un tercer principio en el cual recostar esta revolución
copernicana. Es la afirmación de que la política es un pensamiento. Sí, la gente piensa, y es ese pensamiento el que
crea una secuencia política, mínima o no. Por eso un pensamiento político no es
para nada un conocimiento riguroso de una realidad política que se supone objetiva,
como si fuera una montaña y los políticos geólogos que la escudriñan. No, la
política es el pensamiento mismo de lo que se declara como político a lo largo
de su historia. Es una invención, no una revelación. Pero ese pensamiento
conlleva una práctica, una organización y una disciplina respecto a sus
consecuencias. Finalmente, lo que no es sino un punto de partida, se lo puede
resumir así: La política es un
pensamiento autónomo de la red que organiza los lazos sociales y del orden
político que organiza el Estado, y es por eso que tiene la capacidad de
procesar ideas y practicas emancipatorias.
Política o gestión: el nudo real de la cuestión.
Si hablamos de proyectos de liberación cabe hablar de política. Si se trata de administrar
desde el Estado la realidad tal cual es, entonces la palabra política debe dejar su lugar y en su
reemplazo hay que decir gestión.
Cuando una política de emancipación se pone en marcha, cabe hablar de políticas reactivas (o democráticas) y políticas oscuras (o fascistas). El mando afirmativo y creador pasa
al campo de las políticas de rupturas que son
las que obligan a que el orden
constituido se defienda por vía de estos dos sujetos políticos: el reactivo y el oscuro.
Reivindicando en este punto preciso a Borges –que decía que la
democracia es un abuso de la estadística– creo que en un futuro no muy lejano
si irrumpen experiencias políticas revolucionarias respecto al formato hoy
vigente, se va a empezar procesar una distinción entre ser un estadista y hacer
política. Llamaremos “estadistas” a esa clase encaramada en la gestión
gubernamental del Estado, sabiendo que el núcleo central de su acción será el contenido real de una política que no
podrá ser pensada ni practicada con los parámetros propios de una medida de
gobierno. Después de todo un estadista
no es otra cosa que una persona versada en los negocios concernientes a la
dirección de los Estados, mientras que estadística
es el recuento de la población y de los recursos naturales, industriales o de
cualquier otra manifestación de un estado, provincia, etc. Asombrosa
coincidencia que entregan los diccionarios. Y todo esto regido, lo sabemos, por
el número.
El capitalismo mundial obtuvo un triunfo de consecuencias funestas al
lograr que la palabra política quede diluida en aquello de lo que es una
política. Liberan así el cuchicheo
ensordecedor propio de toda gestión: política de transporte, política de
seguridad, política económica, política sanitaria, etc., etc., pero jamás
política política, es decir, la
política en la afirmación de su autonomía y potencia transformadora. Por
supuesto que las medidas que toma un gobierno son importantes pero la
evaluación de las mismas debe ser política. Si abandonamos este principio
entonces nos entregamos encadenados a las pretensiones de los que nos dominan
que no cejan de insistir en que, al revés, toda política sea valorada por la
gestión.
En el plano de la gestión de los intereses inmediatos de la población hay
medidas que benefician a un sector o a otro. El interés y el beneficio junto
con el reconocimiento de derechos, son los parámetros más importantes que se
ponen en juego al momento de evaluar una gestión con los recursos que son los
propios de la lógica gestionaria.
Pongamos por caso el matrimonio igualitario. Desde el punto de vista del
reconocimiento de los derechos de las minorías y la igualdad ante la ley, es
una medida progresista porque progresa hacia ese objetivo frente a los que
piensan lo contrario, es decir, los conservadores. Pero la ideología política que se promueve es, desde una
visión emancipativa, reaccionaria. ¿Por qué? Porque es totalmente concordante
con el fortalecimiento de la institución familia,
abortando toda la fuerza que tuvieron las luchas de hace 30 o 40 años de las
“minorías sexuales” que buscaban subvertir la institución de la familia y no
adaptarse y ser reconocidos como parte de la misma y sus derechos. Y, además,
es plenamente coincidente con uno de los caballitos ideológicos de la posmodernidad
neoliberal que se llama el multiculturalismo, que es la reducción de toda política al reconocimiento de los derechos
individuales y de las diversas identidades. Si hoy estuvieran activas las
luchas que en otro tiempo llevaron adelante Foucault, Leo Bersani, etc., esta
ley sería conservadora. Estamos festejando un mal menor, las ruinas de una
lucha que seguro renacerá por otros medios.
Mis conclusiones son tres: a) si una gestión no encuentra ningún otro
obstáculo que otra gestión entonces tenemos un reforzamiento pleno del orden;
b) nada impide que gobiernos fascistas puedan gestionar medidas progresistas,
(la reactivación de la industria y la inclusión de miles de desocupados
producto de la derrota de Alemania y la crisis del 30, fue decisivo para
consolidar al nazismo en el poder); c) un programa de medidas progresistas, en
especial económicas, puede inclinar ideológicamente a la población hacia
posiciones de derecha. Este es el caso nuestro, según interpreto los resultados
electorales del 27 de octubre. ¿Qué puede ambicionar una clase media que quiere
consolidarse (se habla de 9.000.000 de ascendidos a esa condición) como tal,
sino defender el bolsillo (inflación) o que no se lo roben (seguridad)? ¿Por
qué será, como dice siempre el gobierno, que los que se quejan son aquellos que
les van bien?
Finalmente, mi anhelo sería que los compañeros que invitan a dialogar
sinceramente, estén dispuestos a salir de la impronta ideológica que sella la
dupla gestión-Estado, y hacernos cargo no de una promesa por venir sino de la
vigencia real aquí y ahora de la palabra que, insisto, es el único puente que
habilita este intento: emancipación.
Buenos Aires, 31 de octubre de 2013