Tomar las tomas
Por S.R.L.
No les importamos. Esta más que claro que
lo que le ofrecemos no tiene la menor importancia ni el más mínimo valor para
ellos. Sus pelos, sus tatuajes, los piercings, sus consumos, sus gestos, sus
lenguajes, sus modos de grupalidad no guardan ni la menor referencia con las
formas obsoletas con las que los invitamos a formar parte del (nuestro) mundo.
No es rebeldía ni rabia, no: es simple indiferencia.
Y con algo de razón: somos la primera generación de adultos que no tenemos casi
nada interesante para pasarles a las que vienen, es hora de admitirlo. Las
formas en las que nos socializaron –que son las que pretendemos imponerles– ya no
sirven, no dan la clave para vivir estos tiempos.
Entre los escombros de los dispositivos
heredados (familia, escuela, trabajo) podemos ahora vislumbrar sus piezas
desmembradas, sus operatorias más escondidas. Ya dejó de ser un secreto que las
instituciones fueron lugares de encierro para introyectar la jerarquía y la
obediencia, para producir cuerpos dóciles y útiles para la acumulación necesaria
del capitalismo emergente. La disciplina que evita que el hombre sea el lobo
del hombre era la clave para vivir en sociedad que se organizaba en torno al (a
la explotación del) trabajo: el Estado y sus instituciones fueron los garantes
de esta “pacificación” forzada. Claro que también la revuelta fue siempre el
gesto libertario que intentó clausurar o limitar esa enajenación programada de
la vida.
Es por eso que la escuela no fue nunca el
lugar del encuentro, ahora lo sabemos. Un encuentro es siempre la ruina de la
expectativa, el exceso de lo que pensamos debe pasar, la realidad como el plus
y la devastación de nuestras previsiones, y la escuela con su sistema de roles
y posiciones fijas fue siempre todo lo contrario. Esto no quiere decir que no
haya habido encuentros, pero estos no fueron más que “daños colaterales” en el
intento de doblegar almas para reconducir energías a la lógica mercantil. Por
suerte las presencias, muchas veces desbordaron las re-presentaciones, pero el
dispositivo no estaba pensado para el encuentro sino para el sometimiento. Después
de todo, en el mundo adulto había que dejarse doblegar al mando del capital por
unas cuantas horas, y esta guerra que se desataba alrededor de la fábrica era
más eficiente y menos costosa y riesgosa moralizarla en temprana edad, que
debatirse en lucha en su interior, por eso es que llegamos a decir alegremente que: el trabajo dignifica, mientras
marchábamos hacia (nuestra) explotación.
En tiempos donde el capitalismo es la realidad, donde el modelo de la
guerra ya no es la fábrica sino simplemente la vida, esta operación se vuelve
obsoleta. Esta nueva guerra debe ser entendida en el marco de que el proceso de
trabajo que se ha generalizado.
La movilización de la vida por el capital
ya no necesita disciplina sino aspiración de consumo, vivir. La vida endeudada
que tenemos nos obliga a inventarnos las formas en las que nuestras vidas van a
ser vividas (al mando del capital). Los guardianes del orden están (estamos) en
retirada, porque la guerra ya está desatada.
Nos lo dicen sus cuerpos joviales que
portan mucha más energía e información de este tiempo que los nuestros, o por
lo menos, no tan contaminados del que ya fue.
Estamos desorientados. Mientras algunos
intentan recomponer el barco averiado con curitas o sacar el agua con una
cuchara, otros vivimos la experiencia del naufragio. Ahora que estamos en el
desastre, no nos queda otra que afirmarnos en él o perecer.
Hace unos días los chicos volvieron a
tomar las escuelas. Tanto no les importamos que cada tanto nos “exportan” a
nuestras casas. Patéticamente el rector del Nacional Buenos Aires (emblemática
escuela cuna de la intelectualidad argentina) se indignaba en los medios,
impotente, cual niño que le sacaron el juguete: “no podemos entrar a nuestras
escuelas” explicaba.
Esta mítica escuela, es hoy la insignia de
la guerra desatada. No solo ultrajaron el templo del saber al tomar la escuela,
sino también el templo de la fe, (hicieron destrozos en una iglesia contigua). ¡Estamos
perdidos! En tiempos “sólidos” éramos los adultos los que mandábamos a las
casas a los chicos a hacer la tarea y a los que se portaban mal. Las conductas
“desviadas” eran sancionadas y los chicos eran conminados a reflexionar sobre
sus acciones (y a reconducir sus energías a la lógica racional del valor),
mientras la escuela quedaba incólume.