Murió Videla, símbolo del consenso social del genocidio argentino

por Bruno Napoli


En una esquina (de Mercedes) estaban otra vez los carteles de los desparecidos. ´Toda esta gente era vecina nuestra, todos conocidos, de las familias conocidas de Mercedes... ¡Y en su momento estábamos contentos porque teníamos un presidente! Yo siempre me pregunto qué nos pasó en ese momento. Jamás me han parado en la calle, pero a medida que se fue descubriendo esto... ¿cómo van a traer los restos de una persona que no es grata acá?`” . (P/12, 23/05/2013, nota de Alejandra Dandan, sobre el repudio a Videla en Mercedes)

Videla vivo significó la tranquilidad de tenerlo sin necesidad de despejar dudas. Estaba en la cárcel y se lo podía pasear de perpetua en perpetua. Videla muerto significó la tranquilidad de que murió en una cárcel común. Solo. Mas luego, ya nadie lo quiere. Ni muerto.

Y murió hablando. Sosteniendo lo que dijo durante su dictadura oprobiosa e inédita en perversión. Desafiando al tribunal que lo juzgaba e invocando a Dios. Nunca le reclamó a nadie sobre obsecuencias pasadas. Durante su dictadura, intentó una reparación económica de las víctimas y utilizó  la justicia y las leyes para eso. No pidió blanqueos al terminar su genocidio. Habló hasta por los codos... y dijo todo lo que tenía que decir.

La carnadura de un relato que no fue

¿Qué cambia con la muerte de Videla? No mucho en términos de la materialidad de lo que dijo hasta último momento. ¿Y si hubiera muerto hace 20 años? ¿O hace 30? ¿O cuando recién dio el golpe y se autoproclamó Presidente con todo el consenso social que lo acompañó? 

Nada de lo que se le reclama hubiera cambiado: no dijo dónde están los desaparecidos. Pero, ¿por qué iba a decirlo? 

Videla no se llevó ningún secreto a la tumba. No se guardó nada de lo que no sepamos, y que se encargó de aclarar tantas veces. Los desaparecidos no están ni vivos ni muertos. Lo sostuvo como solo un católico mesiánico y obtuso puede sostener la creencia en Dios. Nada más que decir. Pero, hay que decirlo: es engañoso y hasta tranquilizador esperar la palabra de los perpetradores. Engañoso porque es una espera falseada por los relatos que, en boca de los que no tienen voz, ponen los sobrevivientes. Tranquilizador, porque si esperamos que hablen los perpetradores no tenemos porqué hablar nosotros, testigos sociales y políticos de nuestra propia perversión al haber apoyado ese genocidio. Testigos privilegiados, que vimos todo.

En este entuerto, los únicos que no pueden reclamar “por el habla” son los desaparecidos.  Porque, mal que nos pese, los desaparecidos no están. Y no van a estar nunca más, porque su condición no los deja morir. Y porque no murieron ni fueron asesinados. Lo que se construyó sobre ellos (desde la militancia, pasando por la victimización hasta el heroísmo mas desatado) es una gigantografía revisionista consecuente con los discursos redentores. Pero no son eso. Son desaparecidos, que están en esa ausencia, para siempre. El resto es lo que la tierra devuelva (en la forma que quieran, si es que algo queda) y los relatos que los demás hacemos sobre ellos. 

Pero no ellos. 

Ellos, tal cual eran, ya no están, porque truncaron su posibilidad de ser el día que el terror de estado decidió secuestrarlos delante de todos, como escarnio y castigo, para nunca mas devolverlos. Y por esto mismo es que la desaparición no se puede contar. Porque lo que el sujeto es (vida y acción hecha en su propio relato) se termina en el momento del secuestro, y luego….comienza a desaparecer, cada segundo que pasa, desaparece mas y mas. 

¿Cómo contar eso si no hay relato posible para eso? ¿Y cómo contar eso si ese es el único fin de los perpetradores? El último y único fin. No los asesinaron, los desaparecieron. Y la respuesta a ¿dónde están? siempre será esa. Cualquier palabra en contrario por parte del desaparecedor, sería romper una lógica de funcionamiento necesaria para ese relato. No hay intención de hablar, porque no hay necesidad de hablar. Ni posibilidad. 

¿Qué sentido tendría para un perpetrador/desaparecedor decir dónde está el “desaparecido”?: es una contradicción del lenguaje, es una aporía. Una simplificación imposible de solucionar. Un desaparecido no aparece. Porque “es” desaparecido. Y esto hay que aclararlo: en boca de su perpetrador, es un “desaparecido”: puede aparecer su cuerpo, sus huesos, sus pertenencias. Pero el no. El sentido último de la desaparición fue no hablar más de él. Borrar su historia. Lograr borrar todo desde el momento del secuestro. Porque antes era alguien. Luego del secuestro ya no. Como si nunca hubiera existido. 

Un “asesinado” habla, y mucho; porque su cuerpo dice muchas cosas: a que hora fue asesinado, como, donde, y hasta porqué. Pero un desaparecido, es la intención hecha materialidad histórica de borrar de la tierra todo rastro. E impacta para un historiador, el solo hecho de pensar que el hombre puede materializar los efectos de la historia hecha de no-relatos, una materia intacta y palpable en su no-posibilidad de ser contada

Esta intención incluyó no dejar tampoco rastros que hablen de él. La última vez que se vio a un desaparecido, estaba vivo. Y de repente, no está mas. Nunca mas. La morbosidad del inédito acto del caso argentino, sostiene como razón, que nadie pueda, de un momento a otro, volver a contar nada del que “desaparece”. Y entonces, si el perpetrador habla, rompe algo único: la sanción disciplinadora para la sociedad, pero también para el, de continuar con esa rasgadura de la cosa social. Una desaparición, en boca del perpetrador, desandando el camino, se hace imposible. El perpetrador no tiene en su vocabulario palabras para contar la desaparición, aunque se lo proponga. No puede. Ningún perpetrador puede arrepentirse de algo que se sostuvo para perdurar: no matar (que es instantáneo) sino desaparecer (que es permanente….todo el tiempo los desaparecidos están desapareciendo).

Ahora hablemos nosotros.

La búsqueda, la titánica tarea de la reconstrucción del relato de los sobrevivientes, de reconstrucción de los indicios, de reconsideración de la historia, es la tarea justamente de las víctimas. Y cuidado, porque aquí son muchos los que pueden hablar, y sin ser perpetradores, no lo hacen. 

Videla no se llevó a la tumba nada que no supiéramos: que los desaparecidos son/están desaparecidos. Fueron hechos carne de ese no-relato a la vista de todos. No hay secuestrados en medio del desierto. No hay campos de concentración en medio del desierto. Todo sucedió en medio de la gente, a la luz del día. Con uniformes e identificación estatal. Es mas, cada eslabón de esa cadena, desde el que manejaba el auto hasta el que tiraba cuerpos vivos al río, cobraban a fin de mes en el Banco de la Nación Argentina (o en sus réplicas locales). Y tienen jubilaciones estatales. 

¿Qué pasó con los que vimos todo? ¿Qué pasó con los apoyos demenciales y convencidos? ¿Qué pasó con los casi cuatrocientos intendentes radicales o los ciento sesenta y nueve peronistas, o los veinte del MID, o los cuatro del Partido Intransigente de Alende? ¿Por qué no hablan ellos, que son los que saben más que los que no van a hablar nunca? ¿Qué pasó con los que publicaban la revista “Propuesta y Control” (vaya título!) dirigida por Raúl Alfonsín desde 1976 a 1979? 

Allí solo hay que leer los editoriales y los apoyos a la “guerra contra la subversión” de puño y letra del expresidente, para entender quienes tienen que hablar.  Allí están, para memoria de los desdentados, todas las crónicas gráficas de la época. Como las palabras de quien fue presidente de la CONADEP desde 1984, pero que muy poco antes dice “el general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente” (E. Sàbato. 19/05/1976, La Nación, La prensa, Clarín. Un mes antes, los diarios publicaron, sin problemas, las proclamas de quema de libros en córdoba y bs as.) o la frase “la inmensa mayoría de sus escritores, de sus pintores, están en el país y trabajan (…) cometen una grave injusticia los que están fuera del país pensando que aquí no pasa nada y que todo es un tremendo cementerio” (E. Sabato. Clarin, 05/07/1980). 

La lista es infinita, de políticos e intelectuales que apoyaron a Videla, que lo visitaban en la casa rosada, en interminables encuentros semanales con artistas, intelectuales, escritores de todo género, deportistas, actores  y “políticos amigos” según el propio general. Los mismos que salen a apoyar al país contra la campaña de los exiliados, y un solo ejemplo: “espero no herir a algún compatriota que viva en el extranjero si afirmo que desconfío de algunos héroes intelectuales que postulan sus convicciones des de Calcuta o Afganistán (…) la imagen es falsa. Mas que falsa, corrompida. Injuriosa no para un país abstracto, sino para su pueblo, que en las buenas y en las malas, son un país”. (Abelardo Castillo, La Opinión, junio de 1978, varios artículos). 

En los mismos diarios, hay páginas y páginas de solicitadas en apoyo al gobierno y contra la “campaña anti-argentina” de centenares de empresas y personalidades. Es interminable la lista. Y las notas de color de Videla en familia o en gira presidencial, o en eventos públicos. Uno de los asesinos de mayor consenso entre políticos, intelectuales, artistas y empresarios, de la historia argentina.  

Reparación

Fueron esos mimos políticos, intelectuales o empresarios amigos los que no dijeron nada cuando Albano Hargindeguy anunció las leyes 22062 y 22068, que establecían el derecho a pensión a familiares de desaparecidos, y la presunción de fallecimiento de estos últimos; dando incumbencia  a los jueces federales para tomar las denuncias, los casos, la declaración de fallecimiento, y la aplicación de la ley reparatoria de pensión.  Ese mismo “ministro del interior” de la dictadura, hacía una copia de las reuniones de Videla, pero con periodistas. Los periodistas eran invitados a presenciar los logros del “Proceso” o simplemente para decirles que tenían que escribir. Un ejemplo es la reunión que mantiene Harguindeguy,  con “18 mujeres del periodismo” para “cargarles la computadora y después hagan uso” tal cual sus palabras a las presentes. Concurrieron a esa reunión del 04/07/1980, entre otras, Magdalena R. Guiñazú, Mónica Gutierrez, Mónica Cahen D`Anvers, Nelly Casas, Reneé Sallas, Clara Mariño, Emiliana Lópéz Saavedra (Siete Días, nº 882, del 9 al 15/07/80, texto y fotos del encuentro: Luisa Delfino/Jorge Grupali).

El reciclado, con solo unos poquísimos ejemplos, fue evidente. Apenas terminada la dictadura, la Conadep fue plataforma para los mas visibles, como Sábato o Magdalena. Y siguieron con el correr de los años. Pero ese reciclado, ese blanqueo, no hubiera sido posible sin el silencio de los asesinos. No hablaron, ni reclamaron el antiguo apoyo. No pueden narrar lo que hicieron, es una imposibilidad intrínseca en el plan. Pero ese silencio vino a ser el plafón para cambiar de bando sin ningún peligro. Los asesinos no pueden delatar su oprobio, sería cancelar su plan original. Y los testigos, pueden descansar tranquilos, nadie los señala.  Pero es seguro que si comenzamos a preguntar anonimamente todos los datos de lo que vimos, podremos dar sin ningún problema con todos los rastros, indicios, nombres y eventos relatados que nos faltan. Están inscriptos en el cuerpo social que parió esas escenas, y que las vio desvanecerse también. El silencio de los asesinos blanqueó el silencio de los testigos. El muerto quema, y nadie quiere quemarse. Todos tranquilos,  los responsables se mueren en la cárcel. La única voz que no parece quemarse es esa anónima vecina del general 

¡Y en su momento estábamos contentos porque teníamos un presidente! Yo siempre me pregunto qué nos pasó…!”