Un malentendido
A las nueve menos cinco Antonio bajó del tren. Por
última vez haría ese recorrido. Despedido de la noche a la mañana. A la oportunidad
que sintió con el telegrama en la mano, le siguió inmediatamente una inquietud pánica.
En la salida del andén, le preocupó no encontrar el pasaje; lo buscó y rebuscó
en los bolsillos, pero aparecía uno que creía de un viaje anterior; le explicó
al empleado que lo había perdido y tuvo que pagar una multa. No bien bajó las
escaleras, volvió a los bolsillos y se detuvo: el pasaje con el que daba y
negaba estaba fechado ese mismo día. Menos por el dinero que por la acusación,
pensó en aclarar el malentendido. Cuando mostró la evidencia, el empleado lo
mandó con el supervisor. En la oficina, Antonio comentó el incidente, pero
aquél le contestó que muy bien podía haberlo encontrado después en el suelo de
la estación, que bajo ningún aspecto le reintegraría el monto.
-Yo no quiero el dinero, sino solamente… El supervisor
lo miraba con atención.
-…sino solamente…
-Tome asiento, le dijo. Antonio se sentó.
-Veo que es un hombre muy educado, eso puedo verlo, y
que esta situación lo incomoda, lo cual también habla de una cierta honestidad
suya. Pero vayamos de a poco. Usted usa nuestro servicio, ¿no es cierto?
-Sí, es cierto.
-Bien, ¿con qué motivo? Llegar a algún lugar, ¿no es así?
Antonio se levantó de la silla.
-¿Usted por quién me toma? ¿Por algún tonto que va por
ahí pidiendo lecciones de comprensión?
-Tranquilícese. Antes le dije que lo veía educado, y
en verdad lo creo. Tal vez mis preguntas molesten al principio. O mejor, así lo
tengo entendido. Mis hijos, mis amigos, mi mujer… Mi mujer, sobre todo, a veces
reacciona así, pero luego vuelve en sí y seguimos conversando amablemente. Ella
me conoce, por eso tengo su confianza, y además, es mi esposa, claro. Otros, en
cambio, me dicen las palabras más terribles y nunca más los vuelvo a ver, cosa
que me apena, pero que, debo confesar, en el fondo, también aliento. Si está en
mi naturaleza, ¿para qué rehusarme?
De pie frente al supervisor, el rubor cedía en la cara
de Antonio; en su fuero interno, las aguas se calmaban, al tiempo que los
músculos se distendían para que pudiera sentarse nuevamente. El supervisor se
repantigó en el sillón y continúo.
-Veo que podemos retomar. Es un hombre sensato. Eso
juega a su favor, pero la mayoría de las veces, para alcanzar ese estado, es
necesario contraponer otros. ¿Sabe de lo que hablo, no?
-Vagamente. Si se refiere a los dos movimientos
naturales básicos…
-¡Los dos movimientos naturales básicos!… me gusta esa
apreciación. Sístole y diástole. Antonio, ¿puedo decirle Antonio, verdad?
-Supongo que puede, vaciló, agarrado con firmeza a los
brazos de la silla.
Como Antonio notara que parecía un animal agazapado
que, saliendo de un peligro, todavía se considera amenazado, intentó con todas
sus fuerzas adoptar una postura más amigable. Después de varios movimientos, cruzó
una pierna encima de la otra y colocó sus manos sobre una de ellas. El
supervisor permaneció respetuosamente en silencio todo ese rato y, cuando
advirtió que por fin Antonio se acomodaba, abrió uno de los cajones del
escritorio. De allí sacó uno de esos álbumes con una película de celofán para
cuidar las fotografías. Abriéndolo al azar, empezó a describir el contexto de
lo que se veía.
-La terraza de la casa de mis padres. El pequeño soy
yo, ésa que está a mi lado es mi abuela. Recuerdo que ese día me sentía enfermo
y ella me sacó del colegio porque el sol, decía, era el remedio más natural que
conocía. La cámara la tenía mi abuelo, que en ese momento estaba reparando una
radio. Pero a ella, como quería tener esa tarde para siempre, poco le importó
lo entretenido que él estuviese, y lo arrastró hacia nosotros. Mi abuelo,
rezongando, sacó la foto.
-La Iglesia del Sagrado Corazón. Mi otro abuelo, el
del lado materno, me tiene en brazos la mañana de mi bautismo. Un hombre que
vivía fuera de sus cabales, pero de buen corazón. A veces me llevaba a pasear,
y si yo le pedía algo, lo que fuere, se paraba en la mitad de la calle y
empezaba a gritarle a los que por ahí pasaran diciendo que yo lo vaciaba. Mi
madre decía que se le subía fácil la sangre a la cabeza.
Antonio, que escuchaba la divina juventud del
supervisor, impaciente de tener que recorrer el árbol genealógico y desarrollo
por entero, cortésmente, se aclaró la garganta. Del mismo modo que cuando de
una zona de luz se pasa de repente a una de oscuridad, al supervisor le costó
acostumbrarse. Todavía tenía esa expresión remota que le embargaba la miraba
cuando cerró el álbum y de nuevo se acomodó contra el respaldar del
sillón.
-Es cierto. Me disculpo. Es uno de mis pasatiempos
preferidos, así que cuando me entusiasmo termino enfrascado, además de que me
es muy difícil comprender que los demás puedan aburrirse. Para equipararnos,
puede mostrarme algunas suyas.
-Equipararnos, repasó Antonio en voz baja. Era común
que le molestara en las personas esa manera de hablar en conjunto cuando apenas
si lo conocían; sin embargo, esta vez, más que molesto, se sintió ofendido.
-No llevo fotos conmigo; y si las llevara, ¿por qué
debería compartirlas con un extraño? contestó, secamente. El supervisor,
reteniendo de las palabras sólo lo que le interesaba, volvió a preguntar:
-Comprendo que nadie anda con un álbum de acá para
allá, pero ¿y en la billetera?
-¡No tengo billetera!- La cara de Antonio enrojeció
nuevamente, y con un ademán brusco, agarró su bolso apoyado en el suelo, y lo
puso encima del escritorio.
-¡Y ahí dentro tampoco encontrará nada que se parezca
a una foto!
-Bueno, está bien… y en un tono meditabundo, agregó: -…pero
debería tener una billetera… déjeme ver, en alguno de estos cajones… antes,
esta oficina se usaba entera para objetos perdidos, pero ahora apenas si
alcanzan media docena al mes… yo recién empezaba en este trabajo… ¡ahí está!
De un cajón sacó una cosa polvorienta que se parecía
poco a lo que él decía, pero, a fuerza de sacudones, al tiempo que una nube de
polvo se formaba entre ellos, aparecía el objeto en cuestión. Cuando pudieron
verse nuevamente, el supervisor alargó el brazo a través del escritorio.
-Es suya, dijo, con ese aire de los que dan
desinteresadamente. -Ahora puede guardar una foto y llevar algo de orden, ¿no
le parece?
En uno de esos gestos involuntarios, Antonio se
sorprendió con el brazo también tendido, aceptando el regalo. En lo más
profundo, empezaba a sentirse abatido. La examinó al derecho y al revés, por
dentro y por fuera. Al cabo de un momento, dijo, con una especie de cansada
gravedad:
-Tiene demasiados compartimentos.
-Es posible que ahora no sepa qué hacer, le contestó,
comprensivamente. -Y eso siempre ocurre cuando uno se encuentra ante una
novedad. Quisiera que todo quedase en ese comentario…
El supervisor adoptaba con Antonio la postura y
concentración exactas que con las fotografías: a medida que se inclinaba hacia
delante, una expresión remota y ensoñada se le manifestaba en la cara.
-…Pero por alguna razón debo decirle que está considerando
el asunto de modo incorrecto. O, lo que temo es peor, así ha acostumbrado a su
pensamiento.
Igual que una ciudad que sólo cuenta con alarmas
antiaéreas, Antonio sentía precipitarse un aluvión de preguntas que bombardearían
su intimidad. Hizo un esfuerzo para enderezarse en la silla y, una vez
conseguido, suspiró tan hondo que el supervisor se echó para atrás, el cual,
saliendo de su sueño, se levantó levemente para acomodarse mejor los pantalones,
y continuó:
-¿En qué estábamos?
Antonio se apresuró para empujar el tema hacia una
calle lateral y oscura:
-Me contaba sobre esta oficina.
-¡Ah, sí! Gracias. Bien, le decía que ésta era la
sección de objetos perdidos. Supongamos que un pasajero perdía algo durante el
viaje. Al finalizar la jornada, yo era el encargado de recorrer todas las
formaciones y registrar lo que encontrara, por insignificante que pareciera a
primera vista. Por supuesto, antes eran los guardas quienes cumplían esa
función, aunque de un modo diferente: «señora,
olvida su pañuelo; señor, su paraguas».
Muy pocos eran los agradecidos, y en verdad era comprensible, pero ¿qué más
podía hacerse?
-¿Crear una sección?, repreguntó Antonio, entre tembloroso
y burlón.
-¡Eso es!, dijo entusiasmado el supervisor. Para los
que tendían a apoderarse de lo que ya les había pertenecido, había que reducir tal
posibilidad. Lo que se hizo fue invertir el orden de la prueba. Si antes se les
pedía una descripción, ahora yo la haría por ellos. Así, sólo cuando una
verdadera emoción salía a la superficie, los dejaba buscar por los estantes. De
ahí en adelante, los demás reclamos me fastidiaron. Y para serle sincero, en
este caso, hago una excepción. Hay muy poco trabajo, como le decía.
-¿Excepción?, paladeó Antonio. -¿Excepción?, repitió.
-Claro que lo es, ¿o no?
-¡No!- Y, con todas sus fuerzas, dio un golpe sobre el
escritorio para subrayar una convicción que se desmoronaba. El supervisor
frunció el seño, y mirándolo con malicia, soltó una carcajada.
-Discúlpeme que insista, pero nosotros nos encargamos
de que los pasajeros lleguen a destino. Por favor, dígame si me equivoco,
¿usted quería llegar aquí, o no es así?
Antonio sintió un fuerte malestar en el estómago.
Quería responder que no, que no quería, pero no pudo, por lo que el supervisor
siguió:
-Bueno, entonces acá está. Nosotros hemos
cumplido con la parte que nos correspondía. De ahora en adelante, depende de
usted, por decirlo de algún modo.
Antonio se revolcaba en la silla, haciendo toda clase
de gestos ininteligibles.
El supervisor, de espaldas al espectáculo, se puso el
abrigo y pensó: -tal vez sea el último que pase por acá… mañana la sección, lo
que queda de ella, probablemente haya desaparecido… sí, muy probablemente…
todos esos años… bueno, ha sido un
placer… ¡Ah! Qué cabeza la mía… ese álbum… todavía no lo reclaman. Puede
quedárselo-. Con los ojos desorbitados de terror, ya tumbado en el suelo,
Antonio miró al supervisor que, no sin tristeza, cerró la puerta y salió.
Cuando se acercaba a la boletería, oyó un grito ahogado que retumbó desde el
suelo hasta el techo del hall de la estación.
-¡Un malentendido! ¡Un
malentendido!