Pintando Venezuela de "rojo-rojito"

por Pablo Stefanoni


Pocos imaginaron a finales de los 90 que el nacionalismo popular retornaría al continente de la manera en que lo hizo en la década de 2000. Y sin duda Hugo Chávez fue el que, desde su llegada al Palacio de Miraflores, en 1998, allanó el camino hacia el llamado “giro a la izquierda” latinoamericano. Apelando a una metáfora gastronómica que él mismo utilizó, no solamente sancochó a las elites tradicionales venezolanas, sino que casi ninguna elección de la región –desde México hasta Argentina, pasando por Perú o Colombia– dejó fuera al líder bolivariano, a menudo transformado en un fantasma omnipresente. Como todos los grandes personajes, Chávez fue ideológicamente complejo. Pero básicamente –apelando al cristianismo popular, al antiimperialismo militar y a un igualitarismo socialista más o menos genérico– reconstruyó una tradición antiimperialista muy cara a los latinoamericanos. Si Chávez fue socialista, es porque era antiimperialista, no al revés. De a poco, se fue sacando de encima a asesores ideológicos como el argentino Norberto Ceresole –un nacionalista de derecha y antisemita– y dejó de lado la faceta anticomunista propia del nacionalismo militar latinoamericano clásico. Con todo, eso no le impidió conservar una visión bastante organicista de la sociedad, sustentada en la pirámide caudillo-Ejército-pueblo. El latinoamericanista Marc Saint-Upéry captó bien el lugar político-simbólico de Chávez en su libro El sueño de Bolívar, al señalar que Chávez era una suerte de Perón y Evita en una sola persona. Si era un militar con tintes mesiánicos y salvadores, eso no le quitaba la cuota de rebeldía y “vulgaridad” plebeya. Bastaba ver su programa Aló presidente para que estas dos dimensiones tomaran la forma de una orden marcial de expropiación o de un show donde podía cantar, repartir heladeras, besar niños, anunciar que tendría sexo con su esposa (antes de separarse) y un largo etcétera que podía durar el domingo entero.


Más que comenzar a “construir con la gente una sociedad alternativa al capitalismo” –como escribió estos días Marta Harnecker–, lo que Chávez logró en 14 años fue romper el techo de cristal que en la Venezuela saudita impidió la participación política, económica y simbólica de gran parte de la población, buena parte de ella negros y mestizos como él mismo, a quien las elites solían llamar “mono negro”. Eso es más que clientelismo, como leen restrictivamente los antipopulistas. 

Pero si el presidente venezolano tuvo un enorme éxito en crear una identidad política popular en torno a su liderazgo, el chavismo tuvo menos resultados a la hora de poner en pie un nuevo modelo socioeconómico. O lo que en Venezuela suele sintetizarse en la expresión del escritor Arturo Uslar Pietri: “Sembrar petróleo” (1936). Los sucesivos experimentos de propiedad cooperativa, comunal y otras formas “socialistas”, se toparon con numerosas dificultades que derivaron en nuevas experimentaciones. Más que crear una burguesía nacional, su modelo benefició a la burguesía brasileña. En parte, todo ello se enfrentó a una realidad sociológica: una sociedad rentista e hiperconsumista. Chávez mismo predicó contra el consumo de whisky escocés en enormes cantidades, operaciones de los senos como popularizados regalos de 15 para las niñas venezolanas, la nafta casi gratuita y otras costumbres “miamenses” con las que chocó el socialismo del siglo XXI. Y en el propio chavismo surgió la llamada burguesía bolivariana o boliburguesía. Tampoco los aliados tomaron tan apasionadamente sus ideas anticapitalistas. “Hugo, dejate de joder con el socialismo. Eso es cosa del pasado”, dicen que le dijo Néstor Kirchner en una oportunidad.

Chávez era un gigante animal político y una máquina de tomar iniciativas. En ese sentido, si él mismo se consideró la espada de Bolívar, Maduro será ahora la espada de Chávez, sostenido en la legitimidad de haber sido nombrado su sucesor por el propio comandante, pero lejos de ser el líder indiscutido y enfrentado a una compleja situación económica. Chávez le dejó una inmensa base de chavismo popular “rojo-rojito” –y activas estructuras de poder comunal–, que al parecer le permitirá ganar cómodo las elecciones y desde ahí tratar de construir su propio liderazgo.