En nombre de Mayo: Conchuda
Por Bruno Napoli
La hendidura de la palabra
es similar en su dimensión (opuesta, claro) al ejido desde el cual se
construye. Salvaje y similarmente descarnada, la construcción de las figuras
políticas a partir de la imaginaria anatomía como centralidad de un devenir
histórico, ha henchido con fiereza la expansión de un “machismo feminista” (o
su contrario) que erotiza tanto las admiraciones como los odios. Pero también
es cierto que, en la historia argentina, todo tipo de admonición por prefiguración
anatómica (y todo tipo de destitución golpista construida desde la
descalificación) se ha hecho en nombre de la libertad. Baste recordar que cada
golpe de Estado en Argentina ha sido sostenido desde la reivindicación de los
ideales de mayo, de ahí su autocalificación de “revolución”, y para salvar a la
“patria” de los desviados de esos ideales de mayo.
El
macho y la prostituta.
Perón, el Macho, desanudó
en infinitas crónicas su virilidad sostenida como resabio de sus propias
proclamas, cuando el Grupo de Organización y Unificación (conocido como Grupo
de Oficiales Unidos) sostenía que “Las Fuerzas Armadas de la Nación, en un
gesto viril, cuyo desinterés debe destacarse, han debido abandonar la
patriótica y anónima labor de los cuarteles, para detener con firmeza el
proceso de desintegración de valores…”. La justificación “viril” del Golpe de
Estado del ´43, para salvar a una mujer desbordada de deseos infames (la
Patria) fue la denominación común de los tiempos, pero también la
identificación del propio líder luego de reafirmar su legitimidad en las urnas.
Perón pasó a ser el “macho”, y todos los que podían citar su revolución en
marcha (una ampliación de derechos inédita en la historia argentina) podían
sentirse también “machos” ante los “patrones” de siempre. San Perón, trabaja el
patrón. Pero además era el macho de una bellísima mujer: “Esa Mujer”. Que ante
el macho no era definida como “la Hembra” (a excepción de una de esas siempre
bellas y ambiguas canciones de Ricardo Iorio “Ser humano entre los míos”) sino
como la “prostituta”. Una maquinación desaconsejada para ser analizada en
formato psi: la definición de un hombre como “el macho”, así como a una mujer
como la “puta”, desnuda una pasión contenida: ver a ese otro con la forma de un
deseo admirado que no deja de serlo. ¿Cuántos se sintieron cogidos por Perón en
su apogeo?, ¿cuántos imaginaron una noche de amor carnal con la bella Eva en su
esplendor? La cancelación de una posibilidad real, encadenada al brillo
poderoso de lo teatral, estimula las fantasías (son solo eso) de los
espectadores. Pero determina también el
lugar formal de la definición. Parafrasean el odio y la admiración bajo la
sombra de una relación profundamente erótica con el odiado/admirado, en clave
sexista. En clave singular que plantea sus propios contra discursos. Los
detractores del “macho” comenzaron rápidamente a descubrir que el líder no
dejaba descendencia, y la resultante de semejante desmadre para la corona, fue
sin dudas la calificación de “estéril” y un paso más: “impotente”. Tema de
discusión en formato vulgar y hasta académico, la discusión no dejaba de ser un
correlato de la construcción anterior: el “macho” era impotente, y su “puta” no
tenía el placer de su macho, por eso cultivaba su odio de clase. Las clasificación
desmesurada es una confiscación de la razón, por ímproba y desalmada para con
los líderes naturales (y no por eso menos dignos) de los olvidados de las
historia. Pero la patología de estos discurrimientos perversos parece ser una
constante en las coordenadas de lo políticamente posible, cuando se trata de
discernir la impronta destituyente (y golpista) en discursos peyorativos.
La
conchuda
La madurez de los
desencuentros no desanimó la vejez de los discursos. Una desfachatez semejante
como la de una mujer despojada de su paternidad (Patria como toda necedad
masculina en lo que siempre es femenino -y es llamado tan bellamente como la
“pacha mama” por los pueblos originarios-) debe desencumbrar el entendimiento
de su “virilidad”: es conchuda. Cristina, sin mas necesidad que su talento,
pasa rápidamente a esa clasificación por su solitario talento de mandato. Si es
tan fuerte para soportar la paridad de los hombres que la quieren “voltear”,
tiene que estar centrada en su vagina “ditirámbica”. Esa que hace tronar a los
jóvenes que le prometen “la liberación” y que ella no escucha, porque
supuestamente, está “ataviada” con las necedades de la mujer sola. Allí, la
banalidad de un desmesurado odio puede convertirse en una desanudada
proscripción a la mujer: si ella no debe estar allí, pero se mantiene allí, no
es por una capacidad innata para gobernar un país de autoritarios y machistas, sino
solo es por su condición de “conchuda”. Esa es la “inacabada” (con todo lo
doloroso que pueda prefigurar esta imagen a los hombres –más que a las mujeres-)
e inmunda construcción de la mujer que por su “viudez” (en definitiva, su
“falta de macho”) no presta atención a los “deseos de otros hombres”. Una
malicia suprema (de hombres y mujeres) que no satisfacen a una mujer. Y que construyen
“sorda” a cualquier mujer poderosa a la que ha dado su libertad de decisión.
La idea de esa “inmensidad
vaginal”, la trastoca en la acción del habla. Cuando habla (tan brillante y
“mujerilmente” –es de una inmensa belleza cuando habla-) desata una tormenta
previa: me hablará una mujer, y yo, macho, debo antecederla en el habla porque
primero debo hacerla desear para gozar. Pero esta mujer nos habla y goza, como
cualquier ser humano dado a poder “decir” (y nos deja deseando más) Porque es
una hembra, a la que no podemos llamar puta (su discurso desestima cualquier
intento de semejante desmadre con la Iglesia y sus acólitos –ella es inmigrante
de la grey mas católica-) entonces nos queda la sedimentación de sentirla como
la exacerbación de su lugar de deseo: la concha. Y construimos desde allí
nuestra impotencia. No la podemos “tener” a la mujer más inteligente y “bella”
(desde la construcción que el poder puede hacer de la belleza) porque piensa
desde su concha (elemento mágico –hay que decirlo) y eso parece una
imposibilidad/impotencia que se repite en la crítica política. En definitiva,
“la mujer”, brillante y casada, está ataviada del sudor del “luto”. En esa
dimensión nos condena: ya no podemos decirle puta porque no tiene un macho que
la defina como tal (como Perón y Eva). Y empeoramos la demanda, pues ahora es
la “viuda” del “tomuer” (así, con esa denostada criptografía del lumpenaje,
alguna víctima del peor desasosiego que la “conchuda” quiso desanudar, se
atrevió a desatar una maligna imagen del que se fue, luego de hacer de “esa
mujer” una inmolación del deseo) Es decir que al tener a ese “macho” muerto
(que no se para) esta mujer está “enconchada”. Ensimismada en su vagina.
EL
cajón: zona erótica.
De todas formas, la
erotización de los cuerpos no es solo la incumbencia de los vivos. Rosas fue
símbolo de pacificación siendo puro polvo en el alegato de un presidente que no
paraba de desear inmortalizar los restos del brigadier solo para sentirse parte
de una historia que no siempre le fue esquiva: la de un gobernador eternizado
en el poder. Lavalle condensó las simpatías sobre un corazón que en la
demagogia popular, aun latía después de desprendido de su “residencia”, y que un
autor best seller (y arribista) se encargó de glorificar como “prócer” (durante
años, se habló del corazón de Lavalle como un músculo independiente de su
muerte que siguió vivo a pesar del deceso de su cuerpo) Eva, bella hasta la
inmortalidad, dejó su cuerpo embalsamado, y debió transitar la demagogia fálica
de muchos hombres y mujeres, en el derrotero de su cuerpo manoseado por propios
y extraños; sufrió a la CGT exponiéndola en el hall de Azopardo, y a los
milicos escondiéndola en la publicidad interna de su cofradía. Pijas que se
paraban para “cogerla de parado” –según reza un militar que se encargó de
cuidar su cuerpo- en deshonor a una lucha por la gloria que trastocó en batalla
por quien tiene el cajón. También Perón, tan “viril” en las postrimerías de su
muerte, fue la demanda de un sindicalismo extraviado que dio pie a la derecha
atomizada (en los ´80) para sodomizar su cuerpo, encargando arrancar sus manos
para desvanecer el saludo del viejo conductor. Esta desanimada demanda de
deseos, traducida en el tratamiento conspicuo de los cuerpos, aquí o acullá en
el tiempo, destaca la impronta desatada otra vez, sobre la anatomía, aun
después de muertos, antes que sobre la obra. Una formidable erotización del
“cuerpo político" que construye deseo sobre los muertos, que se muestra en
perversidad adiestrada con lo que se puede hacer con un muerto. Y además, habla
del pragmatismo con que los que deciden la “futuridad” de lo que nos pasa
(mediáticamente) están desencantados de la vida (deseando cadáveres) por
intereses que, cuando se toquen, los dejarán en la cumbre (algo así como el
infierno para quien es más inteligente) Pero también destraba la inmaculada
concepción enunciada al principio de estas líneas: la anatomía como dador de un
sentido identitario, tan real como frágil. Quizás en la cercanía del tiempo
relacional erótico de las sociedades con un cadáver, la insistencia en las
dudas de la presencia de un cuerpo en el cajón que acompañó el llanto y el luto
de Crisitina, sean un eslabón más de esa genealogía. Los comentarios de esa
ausencia, las dudas sobre la “presencia” de Néstor en su propio entierro, parecieran
corroborar que la latencia de una erotización exagerada respecto de la carne en
lugar de las ideas, respecto de la anatomía (viva o muerta) en lugar de las
acciones de esos cuerpos, circunda los espacios de discusión política a la hora
de tomar definiciones.
Epígonos
de un epílogo.
En una relación entre
líderes y masa, entre símbolos que superan la historia y muchedumbres que la
acompasan con los cánticos de ocasión (de amor o de odio) constitutiva de esas
distancias ambivalentes, tal vez lo más intenso sea que la zona erógena no
conoce de ideologías. Ni tampoco diferencia entre apoyos o rechazos. En el
devenir de esta historia, propios y extraños han acordonado momias para su
adoración o admonición. Baste recordar la intensidad de la búsqueda del che
(exponiendo solo sus solitarias manos en un frasco durante años), la presencia
del indiscutido Lenin, que luego de muerto siguió durante décadas mirando a los
ojos a millones de personas (y el estudio/exposición de los “sesos” de los
líderes rusos explicando lo inexplicable). O el execrable líder del nacional
socialismo alemán, del cual se dudo de su cuerpo calcinado para encontrarlo
vivo en partes inhóspitas (mas no insospechadas de refugio para tales méritos
–tal el caso argentino-). Incluso más atrás en el tiempo, las cabezas rodantes
de la revolución de la igualdad, la libertad y la fraternidad. Pero en vida, la
impronta de calificar anatómicamente corre también para los aduladores. Si
Cristina es una “conchuda” para los perversos odiadores de turno (que la
animalizan en la definición de “yegua”) es también la “morocha” para los
seguidores del espacio pasional que ha creado. Y la definición hace a la
belleza física más que la brillantez de sus maduraciones políticas. Incansables
en la historia, los herederos de esas amatorias definiciones transcriben los
poemas heréticos de otras generaciones, y empalman (para bien o para mal) una
seguidilla de definiciones que por momentos parecieran perder el rumbo de lo observable.
Aunque tal vez la construcción anatómica de la política sea, por el momento, el
dique que suplante errores peores a la hora de decidir qué hacer con esos
cuerpos, a sabiendas que son deudores de ese pensamiento autoritario que en
nombre de la libertad y la patria (y por los ideales de “mayo”) acordona los
cuerpos con descalificaciones límites. Ese “machismo feminista” y su reverso,
no han agotado aun el diccionario para seguir machacando en datos del cuerpo
como descalificador/adulador de los rumbos históricos. Pero si el dique falla,
tal vez el diccionario pase a formar parte de un relato oficial “orwelliano”
que siempre ha sido difícil de descomponer y explicar para los que viene.