Algunas notas sobre la idea de “desdoblamiento” en Rancière

por Amador Fernández-Savater


Me choca muchísimo Rancière. Me coge completamente a contrapié. Y creo que no soy al único. Querría pensar un poco las razones de ese choque.

Por un lado, me admira ese trabajo tan “solitario” y de largo recorrido, que no cede a las urgencias de lo político inmediato ni de lo espectacular-hegemónico en filosofía (¿Zizek, Negri, quizá ahora Badiou?).

También me llama ese estilo suyo tan polémico. Porque Rancière crítica y ataca, ataca y crítica, pero siempre aporta algo a la polémica. Es muy capaz de “radiografiar” el esqueleto conceptual del otro para discutirlo, muy capaz de una escucha muy fina de lo que el otro pone en juego. Con él no se trata de una polémica entre bandos que luchan por la hegemonía.


Rancière cree sinceramente que el pensamiento crítico se ha metido en un callejón sin salida, en un atolladero nihilista. Por eso ataca. Quiere mostrar los bloqueos de la posición crítica predominante y abrir otro camino, aunque sea con cierta “violencia”.

Creo que el impasse que detecta en el pensamiento crítico lo relaciona con dos de sus fuentes: la pedagógica y la vitalista. La que hace pasar la emancipación por un saber que falta. Y la que piensa la emancipación de alguna manera como una intensificación de las formas de vida.

Rancière propone otro punto de arranque para devolver cierta fuerza al pensamiento crítico (luego explico porque “cierta”, qué tipo de fuerza sería). Pondré un poco en tensión ese punto de arranque con el de las “filosofías de la vida”.

Así que Ranciére me choca por lo que habla y también por aquello de lo que no habla: de la vida puesta a trabajar, del capitalismo cognitivo, del malestar, de la precariedad, de la Red... ni de muchos otros “datos” básicos para muchos de nosotros.

Un poco (muy poco) de historia:

Rancière participa muy joven (con 25 años) en la obra colectiva Leer el capital, dirigida por su maestro, el filósofo marxista Louis Althusser. Althusser pretendía “volver a Marx”, descubrir bajo el peso de años de lecturas historicistas y humanistas al “verdadero” Marx, o al menos al Marx “científico” que desvela las leyes de gravitación capitalistas (no tanto de la Historia y la Sociedad en general, como del capital en concreto).

El acontecimiento de Mayo del 68 le sacude. Milita durante algunos años en la Gauche Proletarianne, un grupo maoísta célebre por teorizar y practicar dos invenciones políticas tan relevantes como fueron la “encuesta obrera” y el “establecimiento” (el ingreso en las fábricas para luchar junto a los obreros, que fue una práctica masiva tras Mayo del 68 en Francia).

Hay que pensar que el maoísmo tras el 68 es un maoísmo atípico (no tanto la GP, pero también), afectado por Mayo del 68, impregnado de existencialismo libertario: por ejemplo, el mao-espontaneísmo de grupos como Viva la Revolución! de cuyo seno saldrían luego grupos de mujeres que formarían parte del MLF, grupos de homosexuales que fundarían el FHAR, etc.

A lo largo de esos años, Rancière va elaborando su ruptura con Althusser, con quien “ajusta cuentas” en un libro publicado en 1972, La lección de Althusser. En él ataca la idea del marxismo como ciencia y la figura del Partido como dirección política que aplica la “línea correcta”. Releído desde hoy, llama la atención descubrir ya ahí muchas de las ideas que Rancière desarrollará los 30 años siguientes: la crítica de la emancipación ligada al saber, la crítica del Partido como Maestro que posee ese saber y lo transmite, el principio de igualdad de las inteligencias, etc.

Diría que “eso” que Rancière elabora durante los treinta y tantos años siguientes es una sola idea desplegada en muchos planos: la idea de emancipación. Indagar por dónde pasa la emancipación le lleva a la historia del movimiento obrero, que para él no es esencialmente una historia de “toma de conciencia” ni mucho menos; le lleva a descubrir a Jacotot, ese maestro anómalo del siglo XIX que afirma y practica principios tan locos para las ideas recibidas como la “igualdad de las inteligencias”, que “se puede enseñar sin saber” o que “toda transmisión de saber atonta”; le conduce igualmente a una interrogación por la estética como ámbito donde se juega la emancipación sensible de los modos de percibir dados (que llega hasta El espectador emancipado); le anima una reflexión muy potente sobre la democracia como “poder de cualquiera” que trata de restaurar la “potencia de escándalo” de ese nombre frente a la denigración y la despotenciación conjunta de la palabra por quienes la defienden o critican. Etc.        

¿Y qué es para Ranciére la emancipación? Conocemos la fórmula que usa para definirla: “la ampliación de las capacidades de cualquiera”. Pero para complejizar un poco esta fórmula, con la que así en principio todo el mundo “crítico” podría estar de acuerdo, yo añadiría: la emancipación es más un “desdoblamiento” que una “intensificación”.

La emancipación no es la afirmación de la vida, sino su división

Desde los situacionistas a Tiqqun, simplificando mucho una tradición bien rica y compleja, diría para entendernos que la emancipación se ha pensado como afirmación de las potencias de la vida que el “poder” contiene-neutraliza-anestesia, como producción de experiencias excesivas con respecto a la normalidad (repetitiva, inerte, automática).

Exceso subjetivo de la deriva, de la insurrección, del sueño, de la cooperación social, de las formas de vida que rompen los moldes disciplinarios (familia/escuela/fábrica/etc.).

Una cita que me parece significativa de un libro reciente que todos hemos leído (espero :):

La neutralización es una característica esencial de la sociedad liberal. Los nichos de neutralización, donde se requiere que ninguna emoción se desborde, donde a cada cual se le exige contención, todo el mundo los conoce y, sobre todo, todo el mundo los vive como tales: empresas (pero, ¿qué es lo que hoy en día no es “empresa”?), discotecas, lugares de actividades deportivas, centros culturales, etc. La verdadera cuestión es por qué, sabiendo cada uno a lo que atenerse en cuanto a esos lugares, ¿por qué están, a pesar de todo, tan concurridos? ¿Por qué elegir, siempre y en primer lugar, “que no pase nada” o que, en cualquier caso, no suceda nada susceptible de provocar estremecimientos demasiado profundos? ¿Por costumbre? ¿Por desesperación? ¿Por cinismo?   

Se tratará entonces de abrir paso a las potencias de la vida (cuerpo, inconsciente, imaginación) que reúnen lo que el poder separa: individual y colectivo, contemplación y acción, saber y poder, arte y vida, filosofía y política, trabajo y existencia, etc.

La potencia de la vida es una potencia de reunión, de encuentro, de comunicación, de comunidad. Por ejemplo, la forma-de-vida en Tiqqun: una vida que ya no está separada de su forma, un punto de coincidencia entre afecto, gesto y palabra (lo que sentimos, lo que hacemos, lo que decimos). Por eso el esquema que funciona tantas veces en las filosofías de la vida es el de “reapropiación contra captura”: reapropiación de las potencias de la vida contra la captura capitalista que las parasita, tergiversa, contiene, fragmenta. 

¿No tiene todo esto que ver con cómo solemos imaginar una “vida política”? ¿No es ésa la base de nuestra crítica de “una política (o una militancia) separada de la vida”? Una vida política sería aquella donde no hay compartimentos estancos, donde nuestros espacios y tiempos se funden, donde todo está junto y revuelto en un solo plano (amores, trabajo, existencia, amistad, arte, política...).  Abandonar esa idea (por insostenible, porque la vida nos empuja en otras direcciones o nos impone sus condicionantes) se ve entonces como una pequeña derrota. Se asume, incluso se asume como cierta liberación, pero sigue funcionando como ideal, con su lote de mala conciencia y remordimientos (“el remordimiento de las separaciones”).

¿Cómo sería por el contrario esa idea de “desdoblamiento” de la que arranca Rancière? La encuentra por ejemplo en el movimiento obrero.

Después de Mayo del 68 se hace una división entre el movimiento que parte de la conciencia (el movimiento obrero) y el movimiento que quiere “cambiar la vida” (sería el movimiento estudiantil). A Ranciére le incomoda esa división, que funciona hasta el día de hoy (cuando decimos que “antes” la política pasaba por la conciencia y hoy pasa por la “vida”). Entonces se hunde en la historia del movimiento obrero y ahí descubre que lo fundamental entonces era precisamente “cambiar la vida”, es decir, “hacerse un cuerpo distinto del que impone la dominación”.

El mismo acercamiento de Ranciére al movimiento obrero es muy ilustrativo de su manera de pensar, de proceder: se opone al relato de la clase obrera como bloque, al relato de la historia del movimiento obrero como totalidad, y busca casos singulares, historias singulares.

El gran relato de la clase obrera como cuerpo colectivo masivo es un fantasma retrospectivo que cubre una multiplicidad de pequeños relatos, de movimientos complejos y contradictorios 

Rancière parte de esos pequeños relatos. Historias de obreros que quieren dejar de ser obreros. Que desean hacer todo aquello que les prohíbe su condición (escribir poesía, literatura, filosofía). A los que no moviliza tanto la conciencia de ser pieza explotada como el sentimiento de una “vida robada” en y por el trabajo: “el deseo de no perder las manos ni el alma, de no reivindicar salarios ni sus intereses, de no contar el día, de no dormir por la noche”.

Por eso el libro que escribe sobre todo esto se llama La noche de los proletarios. Ahí reúne historias proletarias sobre cómo se arranca tiempo a la noche, es decir, al tiempo obligado de reposo para la reproducción de la fuerza de trabajo, para fundar ateneos y hacer todo aquello que no se puede hacer bajo la identidad obrera: estudiar, leer, escribir...

...y darse maneras de decir, ver y ser en ruptura con las que impone la dominación

Rancière no cuenta cómo los obreros hacen su propia cultura, ni fundan una cultura alternativa. No es eso, ahí está el quid. Cuenta cómo “el obrero sale de su identidad, se apropia de la mirada, el lenguaje y el pensamiento del otro”. Por ejemplo, lee a Flaubert, a Víctor Hugo, a Balzac,a los iconos de la “cultura burguesa”.

Un gran error para Bourdieu por ejemplo. Queriendo entrar en una cultura que te rechaza reproduces la separación: nunca un obrero “podrá manejar la cultura burguesa”, sólo será un pobre arribista fracasado. 

Otro ejemplo más claro de esto: el del ebanista-carpintero Gabriel Gauny que Rancière cita a menudo.

Trabaja en una residencia burguesa, pone el parquet, es explotado por el patrón, trabajaba para el propietario, la casa no es suya, pero describe la forma en la que se apropia del espacio, del lugar, de la perspectiva que abre la ventana. (…) Una especie de disociación entre sus brazos y su mirada para apropiarse una mirada que es la del esteta.

Recordemos la definición de forma-de-vida en Tiqqun: un punto de coincidencia entre gesto, afecto y palabra. ¿Qué pensarían del obrero Gauny, que disocia los brazos de la mirada, el cuerpo de la percepción, que se apropia de una mirada de esteta? Pues seguramente que está alienado por la “ilusión estética”. Es más o menos lo que explican en su texto “El bello infierno”, que discute indirectamente con Ranciére.

Pues para Ranciére creo que la emancipación pasa más bien por ahí: esa disociación entre brazos y mirada, ese desdoblamiento del obrero que lo es y no lo es, ese intervalo entre identidades, ese desplazamiento que no es el “devenir” en Deleuze.

Me pregunto ¿que quedará aquí una huella de aquella practica maoísta del “establecimiento”? Rancière explica que con los años se ha identificado completamente aquel ingreso en la fábrica con un “gesto sacrificial” (así cuadra mejor la idea de una gran ruptura entre la política de “antes” que pasaba por la conciencia y la de “ahora” que pasa por la vida). Sin embargo, para Ranciére ese desplazamiento era sin embargo algo muy gratificante (lo cuenta en un artículo de la revista “Revueltas lógicas” a propósito de un encuentro con inmigrantes en las afueras de París): el gozo de romper con las divisiones que impone la sociedad, el gozo de encontrarte con quien no estabas destinado a encontrarte, el gozo de romper tu estrecho circulo de vida y pasar al otro lado del espejo.

En general, para Rancière es importante el trabajo y el uso de las distinciones, no confundir las cosas. Porque precisamente que haya cosas distintas (filosofía, arte, política) abre la posibilidad de establecer trayectorias entre unas y otras, lo cual no ocurre si “todo es lo mismo”.

Otro ejemplo significativo: qué le interesa de la lucha de los “intermitentes” del espectáculo, muy diferente de Negri, Lazzarato:

Lo que para mí es importante en este caso no es la idea de la constitución de una nueva subjetividad global -posmoderna o posfordista, y que está más allá de las antiguas divisiones entre saber y trabajo, producción y afecto, tiempo de trabajo y tiempo libre-, sino la idea y la realidad misma de la intermitencia como intervalo. Para mí, una forma de subjetivación es siempre una manera de ocupar un intervalo entre dos identidades. Y esto es lo que está en juego en la cuestión de los “intermitentes”. Los “intermitentes” funcionan como revelador de una sociedad marcada, cada vez más, por el trabajo a tiempo parcial, las alternancias entre trabajo y el paro, o el trabajo y los estudios, la distancia entre las cualificaciones de los individuos y las tareas que efectúan, etc. Todo ello implica el incremento de la participación en modos de experiencia heterogéneos. Y creo que es de esa heterogeneidad de las experiencias de donde nacen las líneas de fuga y las posibilidades de subjetivación que interrumpen el tiempo de la dominación.   

Igual podemos ilustrar mejor la divergencia entre desdoblamiento/intensificación con otro ejemplo: la reflexión sobre el Museo.

Para la tradición vitalista, de los situs a Tiqqun, el museo es el ejemplo paradigmático de la separación entre arte y vida. Es más: el museo instituye esa separación. Dentro del museo, el arte. Fuera, la vida, prosaica. Por eso el museo no pasa nada. (¡Tantas veces hemos sentido eso en las relaciones entre institución y “movimientos”!).

Agamben habla por ejemplo del Museo como lugar por excelencia de la imposibilidad del uso. Las cosas están ahí para ser admiradas, no para ser usadas. El museo actualiza la esfera sagrada donde “nada se puede tocar”. De ahí que él hable del poder de la “profanación” que devuelve al flujo de la vida, al juego de las formas de vida, lo que estaba separado en un limbo. Como los saqueos de las iglesias durante la Guerra Civil arrancaban obras al espacio religioso y le daban usos nuevos (cuando no eran pasto de las llamas).

La imposibilidad de usar tiene su lugar tópico en el Museo. La museificación del mundo es hoy un hecho consumado. Una después de la otra, progresivamente, las potencias espirituales que definían la vida de los hombres -el arte, la religión, la filosofía, la idea de naturaleza, hasta la política se han retirado dócilmente una a una dentro del Museo. Museo no designa aquí un lugar o un espacio físico determinado, sino la dimensión separada en la cual se transfiere aquello que en un momento era percibido como verdadero y decisivo, pero ya no lo es más. El Museo puede coincidir, en este sentido, con una ciudad entera (Evora, Venecia, declaradas por esto patrimonio de la humanidad), con una región (declarada parque u oasis natural) y hasta con un grupo de individuos (en cuanto representan una forma de vida ya desaparecida). Pero, más en general, todo puede convertirse hoy en Museo, porque este término nombra simplemente la exposición de una imposibilidad de usar, de habitar, de hacer experiencia. 

La estética es una mentira: nos libera idealmente, para mejor someternos materialmente. Ahí donde pasan cosas (por ejemplo, en un cine), nosotros estamos sentados. Y allí donde podemos hacer cosas, no pasa nada.

El museo es el espacio de “neutralización” por excelencia que separa las obras de su contexto, de las formas de vida que le dieron origen, del mundo en el que se inscribían “orgánicamente”.

Rancière piensa todo lo contrario: en el museo la obra aparece disociada del mundo donde nació, se ofrece a la contemplación de cualquiera y eso es liberador.

“Las producciones artísticas pierden su funcionalidad (como elementos religiosos, decoración nobiliar), salen de la red de conexiones que les daban un sentido anticipando sus efectos, se proponen en un espacio-tiempo neutralizado, ofrecidas igualmente a una mirada que se encuentra separada de todo prolongamiento senso-motor definido”.  

Pone un ejemplo muy significativo: el torso del Belvedere, mutilado y privado de su mundo, y por ello mismo susceptible de una reapropiación estética. Precisamente porque está separado de la forma de vida que le dio origen, uno puede reapropiárselo como espectador libremente, sin que los efectos estén ya anticipados, preestablecidos. Así, la obra no impone un efecto, sino que está abierta al juego imprevisible de asociaciones y disociaciones en que consiste la emancipación estética.

Esa es la eficacia emancipadora del arte según Ranciére: una no-eficacia, porque la obra no “dice” nada, no te domina con su efecto, ni tu la dominas tampoco...

De ahí Ranciére deduce una crítica devastadora al arte político/activista que quiere siempre ser “dueño del efecto”: agitar, movilizar, remover conciencias, identificar enemigos, etc. Pero ahí no puede pasar nada, sólo pasa el estereotipo, es decir, la cadena causa-efecto. Sólo ocurren cosas cuando esa cadena causa-efecto se rompe, lo cual pasa por un juego de distancias, intervalos y separaciones (entre autor y espectador, entre voluntad del artista y recepción del espectador, entre obra y forma de vida, entre imagen, palabra y acción, etc.).

Un libro, una obra, para Rancière “no son armas”. Es decir, emancipan en la medida en que redibujan el mapa de lo posible (de lo que es posible ver, sentir, pensar). Pero hay una distancia, un intervalo, una separación entre imagen y acción, entre palabra y acción, entre pensamiento y práctica.

No una cadena causa-efecto: la cadena causa-efecto es el estereotipo. Lo contrario de la emancipación. Para Rancière,

el animal humano aprende (…) observando y comparando una cosa con otra, un signo con un hecho, un signo con otro signo.

El aprendizaje es un trabajo poético de traducción y contra-traducción. Tal y como aprendemos la lengua natural. Una comunidad emancipada es una comunidad de narradores y traductores.

poner las experiencias en palabras y poner a prueba esas palabras, traducir las propias aventuras intelectuales para otros y contra-traducir las traducciones que otros te presentan.

El espectador observa, selecciona, compara, interpreta, relaciona, compone su propio “poema” con los elementos del poema que se le presenta. No está pasivo, aunque esté sentado y no haga más que mirar o escuchar. Y la capacidad del espectador es una potencia común, de cualquiera.

¿No es es precisamente esa distancia entre actores y espectadores la que ha llevado mal el arte político vitalista, de Dadá a Tiqqun, pasando por los Yippies o Reclaim the Streets? Ahí se trataba más bien de:

ya no la obra, sino el gesto
ya no el producto, sino el proceso
ya no el público, todos somos actores
ya no el museo, sino la calle
ya no una escena, sino la realidad
ya no el autor, sino el colectivo
ya no la representación, sino la presencia pura

Para Ranciére, esa idea de “acción directa” explica muchas cosas del impasse en el que se ha metido el pensamiento crítico y el arte político. Porque hoy, tras la derrota de los movimientos revolucionarios, toda acción parece débil (si la comparamos con lo que “debe ser” una acción según estas coordenadas). Ninguna acción es lo suficientemente “radical”. Todas son recuperadas y asimiladas. Así se explica que hubiera quien celebrara el 11-S como la única obras de arte y la única acción política de los últimos tiempos. La única que había conseguido “atravesar” los simulacros y zarandear la realidad. Se sigue pensando en la eficacia de la acción directa y de ahí la nostalgia de otros tiempos (cuando había acciones “reales”) y el nihilismo que devora hoy el pensamiento político (ya no pasa nada, todo es recuperado).

El desdoblamiento de Rancière viaja por otras latitudes. Tiene más que ver con la distancia de la literatura, con el “simulacro” de la ficción.

La emancipación es ficción en tanto que inventa un “nombre” que no designa nada concreto en la realidad, pero a partir del cual el orden queda interrumpido y la realidad se puede cambiar.

Por ejemplo, en la Revolución Francesa el nombre sería “el Hombre” (con sus derechos, etc.). No existe en la realidad (de hecho los reaccionarios como De Maistre o Burke dicen justamente eso: “el Hombre, eso no existe, hay italianos o españoles o ingleses, pero no existe el Hombre”). Pero a partir de ese nombre el orden queda interrumpido (el orden que hace que cada cual sea lo que es, que sujeta a cada cual a su origen: italiano, español o inglés, noble o plebeyo), se crea un nuevo común (todos somos sujetos de razón) y la realidad se puede cambiar, se crea nueva realidad.

Otro nombre sería “proletario”, que para Rancière según sus trabajos sobre el movimiento obrero no designaba nada realmente en la realidad, es un nombre que venía de la antigüedad romana, pero permitía la creación de un espacio colectivo nuevo, de un nuevo “nosotros”.

Otro nombre sería el eslógan de Mayo de 68: “todos somos judíos alemanes”. Ese grito se lanza cuando se expulsa a Cohn-Bendit de Francia y alguien del PC habla de él en esos términos: “judío alemán”. “Todos somos judíos alemanes” es un imposible, una ficción. Pero permite interrumpir el orden de las clasificaciones e inventar un nuevo espacio de lo común.

La emancipación es un doble movimiento de des-identificación (desincorporación) y de creación de un nuevo cuerpo. El desdoblamiento, la política del desdoblamiento, o por lo menos una de sus dimensiones sería un poco eso: creación de un nuevo nombre, que permite una des-identificación (del orden y sus clasificaciones) y una re-identificación a un espacio abierto, igualitario, incluyente, de cualquiera.

Esa es exactamente la definición que da Ranciére a la democracia: un movimiento, nunca un estado, que actualiza el poder de cualquiera para hablar, decidir.  

Un movimiento, una invención, no “la reapropiación de una tendencia subyacente” (devenir hegemónico del trabajo inmaterial, etc.).
Una invención, no “la expresión de una composición técnica-social”.
Una invención, no una deducción de lo que “debe hacerse” después de un análisis sesudo de la realidad.
Una invención frágil, precaria, intermitente, no el despliegue de las potencias imbatibles de la vida (la nueva súper-potencia que se piensa con el antiguo modelo de las fuerzas productivas).
No la sensibilidad contra la razón instrumental, sino una sensibilidad contra otra sensibilidad.
No “otro mundo posible”, sino reconfiguraciones, recomposiciones, redistribuciones de los elementos de este mundo ("el conflicto no se da entre quien dice blanco y quien dice negro", sino "entre quien dice blanco y quien dice blanco, pero no entiende lo mismo").
No la irrupción de la realidad contra las apariencias, sino más una escena de teatro contra otra escena de teatro, un régimen de visibilidad contra otro régimen de visibilidad.

la ficción (emancipadora) agujerea la realidad, le añade nombres y personajes, escenas e historias, que la multiplican y le arrebatan su evidencia unívoca

Aquí se abre también el problema de qué pasa con las politizaciones que hoy suceden muy imperceptiblemente, sin montar muy claramente ninguna “escena”, sin articular ningún discurso. ¿Cómo amplían entonces las capacidades de cualquiera? ¿Son politizaciones u otra cosa?