Frente a la muerte

por Leandro Otero


Ustedes dirán que enloquecí, pero algo escalofriante ha sucedido en la esquina de mi casa, y debo ponerlo en palabras urgentes, para que mi angustia, pueda ser transformada en construcción vital. 

Me disponía a ver el clásico Independiente-Racing, sentado con mi pierna en alto, en recuperación de mi operación de ligamentos cruzados.

Con los equipos en la cancha sonaron cuatro estampidos, que confundí con petardos por el partido.

Pero inmediatamente por la ventana vi a la gente moverse raro. Y me alertó. Decidí salir a la calle, como pude, con mi renquera.


La gente iba a hacia a la esquina, y yo seguí, algo malo presentía. Llegue a la esquina, y unas 30 personas rodeaban el cuerpo de un pibe, tirado en la calle boca abajo, con sangre bajo su cuerpo. Ya de por sí la escena era desoladora. Alguien tirado en la calle, y como si estuviera apestado, ninguno de nosotros se acercaba a socorrerlo.

Sin saber que hacer, las voces de los ciudadanos ahí presentes aumentaban mi mareo. “Decile que se vaya ya…”(hablaban del matador). “Uno menos…”, contestaban otros poseídos por el demonio, o por Dios. Otra señora con su marido al lado, cuando me cruza dijo “Uno menos, que Dios me perdone”. Seguro que Dios, al ser todo amor, la va a perdonar, pienso ahora.

Frente a la desasosiego que vivía, pensaba en para que habíamos crecido durante 9 años al 8% anual, para qué, si todavía no habíamos logrado que los pibes chorros dejaran de serlo, para vivir una vida, dura, pero no mezclada con el delito de poca monta. ¿Para qué?

Sin saber que hacer, volví a la esquina para saber lo ocurrido, dejando atrás el cuerpo yaciente, solo.

Averigüé, que el asesino, que ya se había dado a la fuga, fue abordado por dos jóvenes, lo encañonaron, él saco el arma y les disparó. Los jóvenes salieron corriendo hacia las vías, y tras treinta metros de correr, uno de ellos cayó, y el otro huyo malherido (decían ahí, que era casi un niño).

Volví, luego de estas averiguaciones, al lugar del pibe caído, sentí, que debía romper el cerco mortal que el resto de los ciudadanos le poníamos a él, otra víctima del maldito sistema que tenemos.

Me acerqué, le hablé, lo toqué, pero ya era innecesario, creo. Había muerto solo, sin nadie que le diera una palabra de aliento para abandonar la vida.

Mientras esto pasaba, una señora, desde un balcón gritaba a la pequeñísima multitud reunida abajo, (estaba junto a sus dos hijos adolescentes) “Uno menos, acá, roban al mediodía”.

Ya no sabía que era mas doloroso de todo lo que vivía, si el asesino fugado, si el pibe tendido muerto solo, si la gente que gritaba uno menos, si yo, que no podía articular palabra, y explicar que nos es más fácil criticar a los monstruos, y no a los que fabrican a esas pequeñas bombas. Pensé en escribir, en escribirles.