Políticas económicas después de la muerte del neoliberalismo
Por Boris Kagarlitsky
El sistema económico
internacional que tomó forma después del colapso de la Unión Soviética todavía
no está muerto, pero se está muriendo. Lo vemos diariamente, no solo en los
informes sobre la crisis sino también en otras noticias en todo el mundo que cuentan
la misma historia: el sistema no funciona.
La verdad es que el sistema
nunca ha funcionado para los pobres y las clases trabajadoras. No fue diseñado
para ello por mucho que nos digan sus propagandistas y unos cuantos
intelectuales corruptos. El sistema funcionó para las élites; generó una enorme
redistribución de riqueza y poder a favor de los ya ricos y poderosos, a favor
de la burguesía. Pero ahora ya no les sirve ni siquiera a ellos. Aunque las
élites no sean lo suficientemente valientes para admitirlo el sistema debe
transformarse.
Se trata de una verdadera
crisis sistémica, si no del capitalismo por lo menos de su forma neoliberal. Y
esta crisis no podrá ser superada hasta que el neoliberalismo no sea eliminado.
Que ello suponga también el fin del capitalismo depende de la escala de las
luchas globales y de sus resultados.
El sistema neoliberal se ha
basado en la explotación de la mano de obra barata. Esta carrera hacia abajo
tuvo como consecuencia, primero la pérdida de trabajos en Europa, pero en
seguida fueron sus víctimas los trabajadores de América Latina, Africa del
Norte e incluso Asia. Muchos trabajos industriales se trasladaron a China; de
hecho, el crecimiento de China ha golpeado más fuertemente al potencial de
desarrollo de la periferia del mundo capitalista que al núcleo del sistema.
Europa ya no pierde tantos puestos de trabajo a favor de China, pero sí los
países latinoamericanos. En muchos sentidos, las revoluciones árabes del 2011
fueron provocadas por esta lógica de
crecimiento sin desarrollo (como
dice el economista Sebastian Sztulwark desde el punto de vista de las políticas
industriales, lo que hay en países como Argentina hoy no es un neodesarrollismo sino algo mucho más
primario que no alcanza el status de “modelo”: un ¡neo-crecimientismo!): se eliminaron las oportunidades reales para crear
buenos empleos industriales.
La transformación en economías
de servicios y finanzas no ha tenido lugar solamente en los países centrales
sino también en la periferia. Es más, no ha tenido nada que ver con las nuevas
tecnologías. Ha sido el resultado de la destrucción del estado del bienestar,
de la creciente debilidad de los mercados internos y del desplazamiento hacia
el trabajo barato, lo que de hecho ha bloqueado la innovación tecnológica y el
desarrollo en el campo de la producción.
La innovación de la que oímos
hablar actualmente raramente tiene que ver con la producción de bienes. Se
trata principalmente de consumo; la mayoría de los “productos
revolucionarios e innovadores” que encontramos no son en absoluto nuevos, sino
que son tan solo formas de vendernos versiones diferentes de los mismos bienes
con el subterfugio de que son nuevos y forzándonos a remplazar a los antiguos.
Los consumidores y el sentido común se resisten a esta absurdidad, ralentizando
así la economía global que no puede avanzar sin ello.
La llamada financiarización del capitalismo global
no es la causa de la crisis actual, sino que en sí misma equivale a una
secuencia en cambios mucho más importantes – la degeneración y eliminación del estado
del bienestar, con el acompañamiento inevitable de salarios más bajos y
mercados internos más débiles. La importancia creciente de los mercados
internacionales y globales es inseparable del estancamiento y el declive de sus
contrapartes nacionales. Actualmente, sin embargo, estamos llegando al punto en
que este declive interno hace imposible la continuación del crecimiento global. Sin
cambios radicales en los modelos sociales y económicos, incluyendo la
reconstrucción del estado del bienestar, será imposible desplazar las estrategias
de producción y desarrollo hacia los mercados internos, incluso si,
técnicamente hablando, existen los recursos necesarios para ello. Incluso
en China pronto quedará claro que los mercados internos no “despegan” sin
llevar a cabo reformas sociales y una redistribución masiva de la riqueza.
Ha llegado el momento, por lo
tanto, de volver la página y reorientar las estrategias de desarrollo hacia
la producción, hacia un trabajo más cualificado y más bien pagado, hacia la reindustrialización y hacia programas
sociales y un nuevo estado del bienestar. Pero para ello hay que
destruir las instituciones políticas y económicas del neoliberalismo, lo
mismo que el neoliberalismo ha destruido antes las instituciones democráticas y
comunistas del antiguo Sozialstaat (estado social). ¿Puede
conseguirse sin revoluciones? Quizás en algunos casos, pero solo en el contexto
de revoluciones en alguna otra parte, algo así como la forma en que la social
democracia escandinava se benefició de la Revolución rusa en 1917.
No se puede volver al modelo
keynesiano de los años 1950 y 60. No solamente
porque las tecnologías y las estructuras sociales han cambiado, aparte de que
el keynesianismo tiene aspectos negativos que ahora entendemos mucho mejor. La
razón clave es que el estado del bienestar occidental de las décadas
pasadas se mantuvo a sí mismo en los llamados países capitalistas avanzados
usando recursos extraídos de la periferia. Además, la democracia estuvo
reservada como un lujo para el llamado Primer Mundo desarrollado, con la única,
notable y duradera excepción de la India. Durante algún tiempo el modelo
de estado de bienestar soviético también se comportó pasablemente bien, sin
explotar a la periferia, pero también sin democracia en su centro. En muchos
sentidos esta falta de democracia preparó el terreno a la derrota de la URSS en
la Guerra Fría y al colapso soviético.
Nos encontramos ahora ante la
enorme tarea de crear un nuevo modelo de estado del bienestar que no
solamente incluya la democracia como elemento de funcionamiento interno sino
que esté basado, además, en la extensión de las prácticas democráticas más allá
de la política, a las esferas económica y social. Este modelo no puede
depender del actual sistema mundial jerárquico de estados ricos y pobres, es más,
tiene que actuar como un medio para superarlo. ¿Es factible esta tarea? Creo
que sí, a largo plazo, aunque solo a través de un proceso revolucionario que
tiene que llevarse a cabo a escala internacional. Este proceso acaba solamente
de empezar y estamos ahora en su primera fase.
Mientras tanto, la necesidad
de políticas económicas nuevas es urgente. ¿Cuáles son las prioridades a corto
plazo por las que, en tanto que izquierdas, deberíamos luchar? La primera necesidad es un desarrollo complejo, que
cree trabajos productivos, oportunidades culturales, posibilidades de educación
e investigación, así como vivienda e infraestructuras. Todos estos
elementos deben estar interconectados y la gente implicada (desde los
profesionales técnicos hasta los consumidores y residentes locales) debe ser
informada, consultada e implicada en la planificación. Se pueden utilizar
algunos elementos de planificación tecnocrática – hay cosas que no pueden
hacerse espontáneamente – pero estos elementos deben enfrentarse al test de la
discusión y el control democráticos. Los profesionales son necesarios, pero los
buenos profesionales reciben su liderazgo del público; los malos profesionales
son los que tratan de decir al público lo que hay que hacer, luego ignoran las
dudas y las protestas del público cuando no consiguen convencerlo.
Otro aspecto de la nueva
política tiene que ser la reconstrucción y el desarrollo de los mercados
internos. Puede hacerse sin proteccionismo, pero ¿qué tiene de malo? El
proteccionismo tiene malos resultados cuando sirve a los intereses egoístas de
las élites locales frente a los competidores extranjeros, pero no hay ninguna
razón para no poder proteger nuestro bienestar y nuestros bienes públicos
frente a las tentativas de arrebatárnoslos. Cuando los productos son baratos
debido a la sobreexplotación del trabajo y del medioambiente, tenemos derecho a
cerrar nuestros mercados a estos bienes, ayudando así a la mejora de los
estándares de trabajo y al medioambiente general. Sin embargo, el desarrollo de
los mercados internos no debería basarse en un consumismo renovado; la mayor
parte de la nueva demanda debería estar generada por las necesidades y el
consumo colectivos. Se necesita un buen
transporte público y vivienda accesible, así como acceso universal a internet
financiado públicamente, programas culturales y desarrollo e investigación
científica orientados hacia las necesidades populares como la salud y la
descontaminación del medioambiente. Por último, se necesita nueva
infraestructura para el suministro de energía, agua y comunicaciones. Estas son
las nuevas demandas que harán avanzar la economía con mucha más fuerza que el
consumo individual.
Finalmente, no podemos tener
una nueva economía sin un nuevo sector
público. La mayoría de las privatizaciones de las últimas décadas han
resultado ser un fracaso, algo que actualmente está ampliamente aceptado por el
público, los expertos e incluso los media. Las élites ricas se ven actualmente
obligadas a reconocer que la privatización no ha funcionado, pero por razones
obvias no quieren hacer marcha atrás. Por lo tanto, el trabajo de hacer marcha
atrás nos corresponde a nosotros. De todas
formas se necesita mucho más que simplemente devolver numerosas compañías a la
propiedad pública. Debemos reestructurar estas compañías interconectando
sus tecnologías, prácticas y conocimientos. Todos estos elementos deben
ser integrados para servir a las necesidades del desarrollo, y la gestión debe
ser democratizada.
Necesitamos un nuevo modelo de
empresa pública basada en la apertura, en la eliminación de barreras dentro del
sector público y en nuevos criterios de eficiencia que incluyan la contribución
al desarrollo social. Tenemos que socializar el sistema bancario, suprimiendo
la especulación financiera y alentando la inversión y proporcionando
micro-créditos a las pequeñas empresas, a los municipios, a la creación de
empleo y a la experimentación tecnológica a nivel local. La energía y los
transportes deben convertirse en servicios públicos, lo mismo que la sanidad y
la educación y gran parte de la producción orientada a estos sectores debe ser
llevada a cabo también por la empresa pública. Ello debería formar parte de un esfuerzo
general para conseguir una mayor interacción e integración. Productores,
usuarios y consumidores deben cooperar directamente a través de redes públicas.
Que algo sea
público no quiere decir automáticamente que pertenezca al estado. Sin embargo,
la propiedad pública se crea a través de la propiedad estatal y si hay que
nacionalizar (no hay otra manera de crear un nuevo sector publico) hay que
transformar el Estado. Los neoliberales
hablan largo y tendido sobre los peligros de la burocracia y sobre la
corrupción oficial, pero en el mundo de la privatización absoluta las toleran
alegremente. Es más, en muchos sentidos están interesados en que el estado sea
ineficiente y corrupto para así disuadir al público de querer expandirlo a
través de la socialización de la propiedad privada. Así se explica que después
de tres décadas de neoliberalismo en Occidente, y dos décadas en otras partes,
no haya decrecido el nivel de corrupción ni el número de escándalos ni el
ejército de burócratas frecuentemente incompetentes. Por el contrario, han
crecido en todas partes, incluso en los países europeos que están orgullosos de
sus tradiciones democráticas y de su eficiencia. Hay que descentralizar el Estado, democratizarlo y
hacerlo más abierto al público. Deberíamos
acordarnos de lo que Lenin dijo de los soviets en 1905 y 1917. Necesitamos
organismos directamente implicados con la población. La democracia
parlamentaria es buena, pero no es suficiente, necesitamos instituciones de
democracia directa.
Finalmente, necesitamos integración
regional, que no tiene que ver con abrir mercados para corporaciones
occidentales decididas a vendernos mercancías chinas. Se trata de proteger
colectivamente el desarrollo industrial e introducir estándares de educación
que correspondan a las necesidades de la región. Tiene que ver con la ciencia,
orientada a esas mismas necesidades locales, con el desarrollo de nuevas
tecnologías que sean baratas, fáciles de usar y adaptadas a un tipo particular
de entorno. Tiene que ver con crear mercados para las industrias locales y en
el proceso, no solo abrir el camino a la industrialización y
reindustrialización, sino también vincularlas al desarrollo humano. Tiene que
ver con la integración de los sistemas de transporte. Tiene que ver con la
abolición colectiva del absurdo sistema de propiedad intelectual que nos
imponen las corporaciones multinacionales, al mismo tiempo que nos pronunciamos
contra esas corporaciones con una voz unida. No tiene que ver con la abolición
de la soberanía nacional, como ha tratado de hacer la Unión Europea, sino de
fortalecerla mediante instituciones internacionales representativas
responsables ante el público.
Las revoluciones árabes que
actualmente estremecen al mundo ofrecen una oportunidad para dirigir la región
y toda la humanidad hacia el cambio democrático, lo que a largo plazo nos
conducirá a la superación del capitalismo. Esas revoluciones tienen que
plantear los temas de integración regional y de políticas económicas orientadas
hacia intereses sociales. Pero las revoluciones también pueden fracasar y ser
derrotadas. La lucha para hacer revoluciones y defenderlas tiene lugar en un
ámbito nacional, pero en su significado es verdaderamente internacional. Para
comenzar una revolución, pueden bastar la cólera popular y la voluntad de
cambio, pero para que triunfe, es esencial una fuerza política seria. La
izquierda en los países árabes se enfrenta a la tarea de unirse y de ayudar a
construir dicha fuerza, no solo como un modo de contribuir a la transformación
del mundo árabe, sino para ayudar a cambiar el mundo en su conjunto.
Traducción: Anna María
Garriga